Share

 

 

Escribe Jorge B. Lobo Aragón.

(Primer tramo episodio)

Mis lectores y editores saben ciertamente sobre mis facultades de bilocación y la enorme fortuna que se me ha concedido el privilegio de aparecer en lugares diferentes a través del tiempo. En mis publicaciones de “Vuelo de pájaro”, vengo relatando  periódicamente sobre este fenómeno que me ha dado la posibilidad de realizar mis “Sueño” y volar el universo contemplando las estrellas. He podido apreciar y tocar  el puente  en la Luna Roja mi gran amiga. He revoloteado con los Poetas y navegado en un Globo hacia arriba y más allá. He conocido personalmente a Cristóbal Colón y Alvar Núñez Cabeza de vaca con quienes navegamos entre grandes mareas, tripulando sus carabelas. He escalado el Tíbet y llegado al Polo encontrándome en mi planeo con seres monstruosos. Me he contactado con Venus, cleopatra  y San Jorge. Acercándome en el tiempo he conocido a José Hernández, Los blancos de Villegas y el Gran Bernabé y muchos más. Me relacioné con  el Tango a través de mi amigo Carlitos Gardel  y Alfredo Le Pera. He podido intimar con el famoso cirujano Christiaan Barnard  y  grandes poetas como Machado,  Gorki y Nuestro Jorge Luis Borges. Este  milagro ha llevado a mi espíritu a que de un modo consciente y voluntario pueda alejarme de mi cuerpo carnal, apareciendo simultáneamente en extravagantes espacios con mi “cuerpo astral”. Y hoy  de nuevo después de varios meses aparece nuevamente mi tribulación etérea.  Digo que es un magia hecha realidad porque la protagonista de mi visión es mi Madre “Maisú” – María Susana  Aragón de Lobo –, con  la que tendré atado un hijo rojo hasta que Tata Diosme lleve a descansar con ella. Es el día 9 de abril de 1987. Estoy revoloteando entre la espesura blanca y espesa del Ashpapúyojs; el canto de las aguas y el claro sol que ilumina las cumbres e irradia la zona.  Llovió desde la mañana. Insistentemente. Esa agua que penetra y hace barro. Veo a mi madre totalmente preparada y feliz en su caballo esperando la llegada de sus compañeros de viaje. Estaban demorados porque esperaban la llegada de una futura licenciada que se había quedado en la ciudad para asistir a la visita del Papa. En realidad, el motivo, o el pretexto del viaje, fue al parecer la necesidad de la hoy bióloga la de estudiar los alisos de la zona para preparar la tesis con la que terminaría su carrera.  Observo ávidamente la partida y siento el entusiasmo y excitación de mi jineta como si fuera ayer. Salen recién a las doce del mediodía, bien preparados para el frío. Mi madre estrenaba la caricantina, sobre –  pantalón de cuero, que  le habíamos  regalado  sus hijos en  su cumpleaños anterior.  Rumbean  hacia el naciente y  salen por el camino que pasa frente a la iglesia de San Francisco. Penetran en el corazón del cerro por una loma empinada y pelada. En la primera cuesta, cuando recién habían  dejado atrás la costa, se detienen a deliberar. Observo a mi madre con un sombrero que le queda grande pero era suficiente para sentirse acicalaba para su aventura. A ella, nunca le importó la combinación de colores ni la ropa con que vestía. Pero su encanto e inteligencia la cubría siempre como un  cendal. Una de las primerizas en trepar el cerro estaba con temor, no quería subir por  un barrial que se veía bastante  encharcado. Al principio percibo que no  había  sido tan peligroso a pesar de que el primer tramo la montaña es pedregoso. Cuando empieza la greda es como caminar hacia arriba por un tobogán.  El baquiano y cabeza del grupo no tenía la más mínima intención de volver pero comprendía las razones de la licenciada principiante. Le aconsejaba que regresara, pero sola.  Otro de los baquianos del grupo un chiquilín pero con experiencia tampoco las tenía a todas consigo. Por fin  deciden seguir adelante. En  un momento, casi se me para el corazón. Divisó que mi  madre  al mover al costado a su caballo  el “Candelario”, para tomar otra senda, manoteó y resbaló. Durante un segundo, como buena jineta intenta  mantenerse en la montura, pero caen los dos. Por un instante me  asusta las posibles patadas del animal al levantarse pero no sucedió nada. Mi madre quedo acurrucada en la barranca barrosa dando gritos. Sin duda  le dolía todo. Al verla caer  pude adivinar que tuvo hasta  tiempo de pensar “Aquí se acaba mi viaje”.  Otra de la experta del grupo y que nunca pierde la calma  le aconsejó que  se fijara si no estaba lastimada o con algún hueso roto. Mamá hizo su  recuento y admitió  que no. Pero en mi vuelo – pendiente de su travesía-,  notaba que le dolía la cadera la pierna y las costillas porque había caído de lado. Como buena  aguerrida se  tomó  un anti-inflamatorio y un analgésico. Con sus huesos magullados, tomó un sorbo de agua de su cantimplora y después de componer el estado de la montura  se subió  otra vez al atribulado Candelo. Es que el subir cuesta arriba a caballo por un tobogán mojado no se deja de sentir un real julepe. Eso  seguramente sentía mi madre pero su cara solamente demostraba emoción y entusiasmo. A cada paso del caballo, uno piensa que se resbalará, y prepara las piernas para saltar.  Contemplo que pasan la parte brava de la empinada cuesta. Rumbean hacia lo de don Ángel Guanco, a cuya casa llegan después de la una de la tarde. Seguía lloviendo. Se apean.Al  desmontar tapan  las monturas con los plásticos que  llevaban.  Atraviesan el barrial del patio, como un tobogán natural, en donde esta gente de  la altura no hace ni un caminito de piedra para estas ocasiones. Ahí vive un amigo Rodolfo Bernabé Rasgido quien está tejiendo un “chuscha lazo” (lazo confeccionado con crines de caballo). Almuerzan muy ligeramente con la familia. Le entregan alguna foto que habían tomado de una visita anterior. Sacan nuevas postales  con sus nietitas María e Isabel. Son gente muy cordial.  Doña Isidora, con su tonada vallista, habla rapidísimo, y hace esas aspiraciones tan típicas  de la zona, que les permite no detenerse ni para tomar aire.  Se quedan poco tiempo.  A  las dos, ya  parten rumbo a “La Ciénega”.Bien emponchados y con el sombrero calado para protegerse  de la lluvia empiezan a subir. No sucedía lo mismo con el más pequeñín, del grupo que con su poncho de plástico sufría a cada golpe de viento, que se lo llevaba sobre la cabeza. Tuvo que meterlo bien bajo su cuerpo. He ahí la enorme ventaja de los ponchos de lana sobre los modernismos. Al menos para cabalgar. Siguen a lo largo de la cañada, con una cerrazón casi total. No se veía ni las montañas de los dos lados. A las cuatro de la tarde  llegan a La Ciénega. Mi madre, un poco mal trecha, renegaba por los saltos del Candelo, que al no poder seguir el ritmo del paso de los otros caballos, se atrasaba, y tenía que alcanzarlos al galope. Encuentran a la familia de don Agustín Cruz reunida en el lugar de estar: la cocina. El y doña Nicanora  los recibieron con el cariño de siempre. Toman  mate con tortillas caseras. Veo que se sientan junto a la “cocina-chimenea”, la única en su tipo en todos los cerros. La alimentaban con leña colorada de aliso. No tenían lugar para alojarlos y  parte el grupo  antes de las cinco y media  rumbean hacia “La Mula Muerta”,  con dirección al norte. Había dejado de llover pero en la senda chapoteaban los cascos de los caballos y hacían un  “plop plop” cuando los sacaban del barro. Estaba todo verde y a esa hora se demoraban las majadas que volvían a las casas. Los alisos se multiplicaban y con un color y olor  especial de la especie parecía un paisaje de ciencia ficción o de cuentos de Wall Disney.  La futura especialista en biología  tomaba nota. Con un altímetro colgado en su cuello, informaba como una científica experimentada: Cañada de la Ciénega: tanto.  Camino a la Mula Muerta: tanto. Mi madre con su curiosidad permanente y su cultura supina memorizaba las medidas para después contar a sus allegados la andanza aprendida.  Atisbo desde la altura que no fue fácil ese tramo, con apuro para ganarle a la noche y a los resbalones por los caminos. Llegan bastante rápido. A las seis y diez, ya queriendo anochecer. El sol se pone temprano en esa quebrada tan cerrada y en una tarde oscura.  Se apean  en el corral y patinan por el barro hasta la cocina como si fuera un rampa original. La casa humilde pero limpia está compuesta por tres cuartos puestos como tren. El primero de ellos recién construido y hasta revocado. Las mechas rubias del techo flameaban como flequillos desparejos. En las vigas, que sobresalían hacia fuera, habían colocado toda suerte de arreos para caballos, riendas, tientos, lazos y ristras de jarros ensartados en un alambre. La patrona, doña Gabina, esposa de don Shisha, los invitó  a sentarse  junto al fuego. Allí, en medio del humo  se  reúnen con la familia: el hijo Solano (shula) gran trenzador. Otro joven, muy simpático y dos nietitos. También diviso un visitante, don Máximo Romano, que había llegado desde “La Ollada”.  Se sientan en sillitas bajas en la cocina. Miro riéndome  hacia adentro como lloraban  por turno según a donde se dirigía el humo. Eso sí, aquí, tenían una pequeña chimenea hecha con un tarro, y colocada en la parte del techo que daba sobre el fogón, que evidentemente resultaba insuficiente.  Pusieron una tira de asado sobre la parrilla y  compartieron la rueda con los perros y los gatos de la casa, que buscaban el calor. El visitante intervenía constantemente en la conversación. Completamente gangoso, enhebraba indescifrables chismes con el grupo y, sobre personajes de común amistad. El asado parecía riquísimo, aderezado  y condimentado con  el apetito del conjunto. Doña Gavina, desde su sillita, lavó los platos y cubiertos en una palangana mínima. Usaba el agua de un tarro, que estaba junto a las brasas, en el círculo del fogón. Yo la observaba, revoloteando muy de cerca, porque nunca antes había visto tamaña habilidad para ahorrar agua y limpiar bien todo sin detergente ni jabón. Arrojaba el agua sucia sobre el piso a su lado. Todo sin moverse de su sillita. Después observó al grupo que se trasladan  a sus habitaciones. Dormitorio de lujo después del cansancio. Había dos camas bastante angostas y una bolsa de dormir en el suelo. La puerta, atada con un tiento, no cerraba del todo. Hubo un arduo cabildeo por las dos camas. Después de un corto acuerdo el matrimonio en uno. La licenciada y mi madre en otro y el Benjamín en la bolsa en el suelo. Cuando  se acuestan  descubro que el pequeño curtido le tenías un poco de temor a dormir en el suelo. Hablaba de yararás y de toda clase de peligros. Finalmente cambió su lugar y se acostó con mamá. Sufro desde arriba,  porque puedo notar que fue una noche difícil para mi madre   que le dolía el costado y tenía que mantenerse quieta y en el borde para no molestar a su joven compañero. La veo descansando y en su cara con sus ojos entreabiertos como rezando   vislumbro una luz que la envuelve. Un resplandor de agradecimiento y deleite por haber podido llegar al primer tramo de lo que más le gustaba en vida. Su caballo. Las cabalgatas y la enorme curiosidad por la exuberante vegetación y belleza de las serranías y la gente del lugar.   Al verla descansar y en paz  mi cuerpo se estremece de nuevo para  volver a mi estado normal y anotar  en mí memoria el primer paso y paseo con mi madre a caballo  por cerros de Tafi. Seguramente dentro de poco tendré el enorme privilegio de seguir acompañándola en mi vuelo y sueño de pájaro a quien fue mi mejor maestra y amiga en la vida. Espero que mis lectores hayan disfrutado del primer tramo de un paseo inolvidable de una mujer que con  sus casi setenta años – recibida de abogada  a esa edad –  disfrutaba  como  nadie de los grandes regalos que nos brinda Tafí del Valle  que nos pone en contacto con ranciedades que sumergen sus raíces en misterios insondables  y que nos pone a cara a cara con el agua que surge y serpentea entre las rocas y piedras de los ríos y caen como cataratas atrapados en un arco iris  con el canto del viento en los aybales en  la gota de roció amanecida sobre los pétalos del amancay.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Abril 6, 2017