EL INVENCIBLE SUVOROV

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No parecía estar en búsqueda de la fama y la fortuna … sin embargo, el brillo militar sobresaliente de Aleksandr Suvorov le trajo honores y gloriosas victorias. Es recordado como uno de los pocos grandes generales de la historia que nunca perdió una batalla.

Aleksandr Vasílievich Suvórov es una figura histórica rusa que tuvo un gran impacto en la historia militar de su país. Sus éxitos en el campo de batalla le otorgaron el sobrenombre de “el general invencible”.
No perdió ninguna batalla y logró imponerse a férreos rivales. Su coraje, valentía y brillantez pasaron a los anales de la historia militar rusa, de forma que hasta los soviéticos le situaron como uno de los grandes defensores de la nación rusa.
Suvórov nació el 24 de noviembre de 1729 en Moscú en el seno de una familia noble procedente de la región de Nóvgorod. Esta tradición familiar aristocrática hizo que se incorporara al ejército ya desde niño.
Sirvió en la lucha contra los suecos en Finlandia y contra los prusianos durante la Guerra de los Siete Años. En ambos conflictos consiguió destacar por su brillantez militar, su disciplina y su habilidad a la hora de comandar las tropas.
Ese fue el motivo por el que le nombraron coronel en 1762, dando comienzo a una espectacular carrera militar.
Con el nuevo rango le trasladaron Polonia durante la Confederación de Bar. De nuevo volvió a demostrar su calidad como militar al dispersar a las fuerzas polacas que se habían sublevado. En 1768, Suvórov atacó Cracovia y los éxitos le llevaron a ser proclamado mayor general.
El Alto Mando ruso estaba muy contento con la labor que desempeñaba, así que le eligieron para participar en la guerra ruso-turca entre 1768 y 1774. La campaña fue un verdadero triunfo para Suvórov, quien centró toda la atención sobre su persona durante la batalla de Kozludsí y se aseguró una reputación de invencibilidad.
En 1775, el gobierno ruso decidió enviarle al frente en Crimea y en el Cáucaso. Allí alcanzó el rango de general en 1783 y, tan solo cinco años después, volvieron a mandarle a luchar contra los turcos.
En esta ocasión, aunque Suvórov logró una gran cantidad de victorias, fue herido en dos ocasiones en Kínburn. Su éxito en esta contienda hizo que la propia zarina Catalina II le concediera el título de Conde del Sacro Imperio Romano.
Tras la paz con Turquía, lo destinaron en Polonia. Su misión consistía en tomar el mando de un contingente que luchase en la batalla de Maciejowice. El resultado fue demoledor: no sólo ganó, sino que capturó al jefe de la insurrección polaca, Tadeusz Kościuszko.
Sin embargo, el resto de la campaña en Polonia no fue tan agradable. Las tropas de Suvórov realizaron la llamada “Masacre de Varsovia”, donde mataron a muchos civiles ante la impotencia del general.
Poco a poco, Varsovia fue cayendo hasta que definitivamente firmó el armisticio. Este triunfo volvió a reportarle grandes beneficios, pues la zarina le nombró mariscal de campo.
La fama de ser un general invicto le trajo gran cantidad de respeto, aunque tras la muerte de Catalina II, fue despedido por Pablo I. No sólo se le relegó de las tareas militares, sino que también le defenestraron de la vida pública.
En esta época oscura, Suvórov simplemente se limitó a criticar las medidas emprendidas por el zar. Pero todo cambió cuando en 1799 le convocaron para participar en la lucha contra los ejércitos revolucionarios franceses en Italia.
Durante esta segunda coalición, venció a los galos, pero tuvo que detenerse en Suiza ante la victoria francesa sobre el general Kórsakov en Zúrich en 1799. Los austríacos traicionaron a los rusos, de forma que Suvórov quedó completamente aislado y rodeado en los Alpes.
Fue entonces cuando el veterano estratega ideó un plan para salvar a las tropas y mantener la victoria: una retirada a través de las montañas. Las condiciones climáticas eran extremadamente adversas, pero los soldados rusos consiguieron replegarse con éxito y no ser vencidos.
Debido a esta maniobra, Suvórov obtuvo el rango de “Generalísimo”, una posición que crearon especialmente para él.
Pero la guerra le había dañado y desgastado lo suficiente como para que el 18 de mayo de 1800 falleciera en San Petersburgo a la edad de 70 años.
Dejó tras de sí un símbolo militar que perduraría durante siglos en la conciencia común de los rusos. Tanto es así que en 1942, se creó en la URSS una orden de Suvórov, haciendo que su nombre fuese el símbolo de la tradición militar de la antigua Rusia.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Abril 20, 2019


 

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Treinta y Ocho Minutos

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38 minutos. Algunas voces dicen que llegó a prolongarse hasta los 45. Son matices que ponen de manifiesto el llamativo hecho: un conflicto bélico que estalló y finalizó en menos de una hora. No deja de ser curioso que se debata en torno a la duración de una guerra casi como si fuese la marca de una prueba de atletismo. Y sí, fue una guerra de verdad, en la que se produjeron combates y bombardeos. Está registrada como la más breve que jamás se haya desencadenado entre naciones soberanas. De hecho, lógicamente, la fecha de declaración de guerra y la fecha en que se alcanzó la paz es la misma: el 27 de agosto de 1896. 

Aunque tanta brevedad no resulta del todo extraña dada la desproporción entre los dos contendientes que se enfrentaron: por un lado, el sultanato de Zanzíbar, territorio hoy convertido en un paradisíaco destino turístico asociado a Tanzania. Por otro, el Imperio británico, por entonces la primera potencia bélica del mundo. Para que nos hagamos una idea: la flota de Zanzíbar solamente tenía un barco y el total de soldados profesionales del sultanato no superaba los dos millares. El imperio británico disponía de casi medio millón de soldados y muchas decenas de barcos de guerra, si bien repartidos por sus posesiones coloniales alrededor del globo. No menos llamativo resulta el que aquel conflicto enfrentase a dos países teóricamente amigos y aliados. Es más, Zanzíbar era un protectorado británico al comenzar la guerra y seguía siéndolo al firmar la paz, unos 40 minutos después.
El bellísimo archipiélago de Zanzíbar podrá no parecer imponente sobre el mapamundi —aunque lo es, y mucho, en el plano estético— pero acumula una larga y compleja historia. Está habitado por población negra desde hace milenios, pero por allí han pasado también muchas otras culturas: sumerios, asirios, persas, árabes, etc. La ubicación de las islas frente a la costa centroafricana, a medio camino entre el golfo Pérsico y Madagascar, hicieron de Zanzíbar un enclave comercial muy apreciado y codiciado. Numerosas potencias extranjeras se habían interesado por las islas desde la antigüedad, primero para establecer bases comerciales y más adelante para intentar apoderarse efectivamente de ellas. A principios del primer milenio de nuestra era, Zanzíbar ya era un archipiélago multicultural y mestizo tras siglos de comerciantes extranjeros arribando a sus costas, aunque todavía estaba regido por los dos grupos nativos predominantes, los hadimu y los tumbatu. A principios de la Edad Media llegaron los árabes y trajeron consigo la religión musulmana, estableciendo la semilla de una rica élite de comerciantes y tratantes de esclavos. En el siglo XVI, apenas unos pocos años más tarde del descubrimiento de América, Portugal reclamó el territorio para su corona y los habitantes de las islas, ya fuesen nativos, mestizos o árabes, tuvieron que hacerse a la idea de que ahora formaban parte de un imperio colonial europeo. Zanzíbar permaneció 200 años bajo dominio luso… hasta que les llegó la hora a los portugueses de hacerse a la idea de que eran ellos quienes tenían que marcharse: el sultanato de Omán expulsó a los europeos y los árabes se hicieron con el control absoluto de las islas y de parte de la región continental que había frente a ellas. El archipiélago y su prolongación continental fueron la más valiosa provincia de Omán durante siglo y medio. Finalmente, durante el siglo XIX, una disputa sucesoria propició el nacimiento de Zanzíbar como estado soberano. Los dos hijos del sultán de Omán discutieron sobre quién debía suceder en el trono a su difunto padre, y el asunto se zanjó dividiendo el imperio omaní en dos mitades. Uno de los hermanos, Majid bin Said, separó Zanzíbar del resto de Omán y se proclamó sultán de una nueva nación independiente.
Por entonces Zanzíbar seguía siendo uno de los principales puertos comerciales del océano Índico, centro de la lucrativa compraventa de especias y de otros productos refinados como el marfil. Además era la sede del mayor mercado de esclavos del planeta, actividad particularmente rentable para la clase dirigente árabe, que ganaba cuantiosas cantidades de oro a expensas de la trata de seres humanos. Cientos e incluso miles de esclavos se vendían mensualmente allí, engrosando las arcas del sultán y ayudando a que la nueva nación se consolidase. El sultán disfrutaba de una posición privilegiada y controlaba no solamente las propias islas de Zanzíbar sino también ese amplio territorio en la costa continental al que llamaban el Zanj —la «tierra de los negros»— y que más adelante sería conocido como Tanganica.
Así pues, el comercio fluía, la riqueza aumentaba y Zanzíbar llegó a ser la nación más avanzada del África oriental. Fue el primer territorio de la región donde se inició la construcción de infraestructuras modernas y también fue el primero en contar con máquinas de vapor propias. Eso sí, esa modernidad contrastaba con el carácter autocrático de su régimen político y con la arraigada costumbre de poseer esclavos, pero con todo, diversas naciones europeas e incluso los Estados Unidos —atraídos por la compraventa de especias— se interesaron por Zanzíbar y trataron de cultivar su amistad. Aquellas potencias extranjeras abrieron oficinas y consulados en el nuevo país. Agasajaban a los sultanes con regalos, intentando ganarse su confianza. Entre los presentes solía haber incluso algo de armamento: por ejemplo, el sultanato recibió dos cañones en nombre del káiser Guillermo I de Alemania y un cañón Gatling de repetición que era obsequio de la reina Victoria de Inglaterra. Zanzíbar colocaría aquel cañón Gatling sobre el único buque de su flamante flota nacional: el HHS Glasgow. Esa artillería sería utilizada en la breve guerra de la que vamos a hablar. Las pocas armas pesadas de las que disponía Zanzíbar eran regalos del exterior.
En cuanto a su único buque de guerra, fue botado en 1878 pero permanecía inactivo en el puerto de la capital, frente al palacio. El entonces sultán Barghash bin Said había quedado prendado de una fragata de la armada británica que hizo escala en las islas: el imponente buque de la Royal Navy le causó tan honda impresión que decidió invertir parte de su fortuna en construir una réplica. Contrató a una compañía naviera escocesa —William Denny and Brothers— para que construyesen un barco lo más parecido posible al original. Desde desde las oficinas de Denny en Dumbarton, Escocia, le escribieron prometiéndole que recibiría una «obra de arte» a cambio de las 30.000 libras (de la época) que iban a cobrarle por su construcción. Barghash esperó ansiosamente el resultado. Pretendía que el HHS Glasgow le sirviera como yate real, además de disponer de nueve cañones y de aquel cañón Gatling regalo de la reina Victoria. Sin embargo, cuando el barco recién terminado llegó a Zanzíbar, el sultán quedó sumamente decepcionado: en contra de lo prometido, recibió un buque de bastante inferior calidad al original y mucho menos imponente que la fragata inglesa que lo había inspirado. Podría decirse que los armadores escoceses lo habían estafado, o como mínimo que fueron negligentes en su trabajo. Barghash estaba tan descontento que ni siquiera se molestó en convertirlo en su ansiado yate: así, el HHS Glasgow quedó anclado en puerto desde entonces hasta el inicio de la guerra en 1896.
Pese a los regalos y agasajos que recibían continuamente los sultanes de Zanzíbar, la nueva y débil nación podía sentirse bien preocupada a causa de las ambiciones europeas en la región. La amistad de los europeos tenía un valor muy relativo. Zanzíbar podía esperar gestos de amistad de las naciones europeas cuando esos gestos servían en realidad para mantener a otras naciones europeas alejadas de sus intereses en una determinada zona. Dicho de otro modo: para librarse de uno tiburones europeos, tenía que elegir a otro tiburón europeo y tratar de refugiarse bajo sus aletas. Así, quizá como una manera de garantizar su independencia y dado que los comerciantes ingleses se contaban entre los más activos de las islas, Zanzíbar firmó un tratado con el Imperio británico que equivalía a convertirse en una nación soberana, pero tutelada. Londres promulgó la llamada Orden para la regulación de las Jurisdicciones Consulares Británicas en los dominios del Sultán de Zanzíbar. Básicamente, bajo tan pomposo nombre, el decreto estipulaba que, antes de ascender al trono, cada nuevo sultán de Zanzíbar debía recibir el visto bueno del cónsul británico en la capital. Esto es, Inglaterra tenía derecho de veto ante cualquier aspirante a la corona que considerase contrario a sus intereses. El sultanato cedía de facto una porción de su independencia, pero seguía ejerciendo el gobierno efectivo y el sultán pensó que era mejor contar con la protección de un amigo poderoso al que había que contentar, que arriesgarse a caer en manos de otra potencia europea que tuviese menos apego a las formas.
Y efectivamente había potencias coloniales europeas menos pegadas a las formas, al menos en aquella región. Hablamos, más concretamente, de Alemania.
En 1884, la Conferencia de Berlín reunió a aquellos países europeos que tenían ambiciones coloniales en África y en esencia se dedicaron a repartirse amistosamente —amistosamente entre ellos, se entiende— el pastel del continente vecino. En grupos o por parejas, las naciones europeas decidían qué territorios iban a ocupar, como si allí no hubiese ya gente viviendo. Trazaban líneas sobre un mapa de papel, y a ojo de buen cubero dividían los territorios sin tener en cuenta quién vivía allí o si los nativos estarían de acuerdo con este reparto. En lo tocante a África oriental, Alemania y el Reino Unido eran los dos países con mayores intereses: dibujaron una línea vertical sobre el mapa, quedando a la izquierda (oeste) la zona de ocupación británica y a la derecha la zona destinada a la ocupación alemana. Y en esa zona quedaba Zanzíbar.
Así pues, según la Conferencia de Berlín, el territorio de Zanzíbar le correspondía a Alemania. El sultán vio cómo su país era ahora objeto de intercambio en un tratado firmado entre Alemania y el gobierno de Londres, ambos supuestamente amigos suyos. En el palacio real de Zanzíbar empezó a cundir la preocupación y no sin motivo. Aunque ya habían aprendido a convivir con la presencia británica —no olvidemos la tradición multicultural de Zanzíbar y el hecho de que la dinastía árabe también había sido extranjera en su día— y los británicos no parecían tener intención de ir más allá de su derecho a vetar a sultanes, lo de los alemanes no resultaba tan tranquilizador. Porque los colonizadores alemanes que llegaban a África oriental estaban dando muestras de emplearse con bastante menos sutileza.
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En Alemania se había creado un organismo con el aparatoso nombre de Gesellschaft für Deutsche Kolonisation (o, en un menos amenazante castellano, «Sociedad para la Colonización Alemana») cuya función iba a ser específicamente la de ocupar los territorios continentales del Zanj, que ahora pertenecían a Zanzíbar pero que según el Tratado de Berlín le correspondían ahora al Reich alemán. El organismo estaba dirigido por el explorador, aventurero, gobernador colonial, fervoroso nacionalista, entusiasta defensor del darwinismo social,  palmario racista y supremacista blanco, cruel esclavista y notorio asesino de nativos Carl Peters. Aunque en su día, a causa de su brutalidad, llegaría a ser repudiado por el gobierno de Otto von Bismarck, podemos hacernos una idea de su brillante perfil sabiendo que en un futuro igualmente brillante para Alemania sería reivindicado como héroe alemán por un tal Adolf Hitler. Pues bien, el simpático Peters y sus esbirros llegaron a Tanganica durante aquel mismo 1884 y rápidamente se pusieron manos a la obra para apoderarse del Nadj: bajo distintos tipos de presiones obligaron a los distintos sultanes locales, vasallos del sultán de Zanzíbar, a firmar acuerdos de protección con Alemania, lo que en la práctica equivalía a convertirse en posesiones coloniales del káiser Guillermo. El gobierno alemán firmó alegremente aquellos tratados de «protección» a principios de 1885, lo cual equivalía a sancionar oficialmente el que toda la región del Zanj fuese ahora territorio alemán y ya no una posesión de la dinastía árabe zanzibareña.
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LAS GUERRAS MAS CORTAS DE LA HISTORIA

1. La guerra anglo-zanzibar, 1896.
La Marina Real derrotó al sultán de Zanzíbar en 38 minutos. Mantiene el récord.

2. La guerra del fútbol, ​​1969.
Entre El Salvador y Honduras, con una duración de 100 horas. Desencadenado por disturbios durante un play-off en la Copa del Mundo de 1970 (El Salvador ganó 3-2 después del tiempo extra).

3. Guerra de los Seis Días, 1967
Israel derrotó a Egipto, Jordania, Siria e Irak.

4. Guerra ruso-georgiana, 2008
Seis días, del 7 al 12 de agosto. Victoria rusa, ocupando Osetia del Sur y Abjasia.

5. Guerra de la Independencia eslovena, 1991.
Duró 10 días, del 27 de junio al 7 de julio, luego de que Eslovenia se declarara independiente de Yugoslavia. Terminó con la firma del Acuerdo de Brioni.

6. Guerra del perro callejero, 1925.
El incidente en Petrich, un conflicto de 11 días entre Grecia y Bulgaria, del 19 al 29 de octubre, se debió a que los guardias fronterizos búlgaros dispararon y mataron a un soldado griego que corrió tras su perro. Los griegos se retiraron y pagaron una indemnización a Bulgaria por decisión de la Liga de las Naciones.

7. Guerra indopakistaní, 1971
Treinta dias. Es difícil separarse de la guerra de independencia de Bangladesh.

8. La guerra serbo-búlgara, 1885.
Un día más a los 14 días. El Reino de Serbia se opuso a la unificación de Bulgaria, pero fue derrotado.

9. Norman Conquest, 1066
Diecisiete días. William aterrizó el 28 de septiembre y ganó la Batalla de Hastings el 14 de octubre.

10. Guerra georgiano-armenia, 1918
La disputa fronteriza después de la retirada otomana al final de la Primera Guerra Mundial llevó a 24 días de guerra, que terminó en un alto el fuego y una administración conjunta.

Fuente: Earl the Dike Magazine

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En la capital, Zanzíbar, no daban crédito a sus ojos. Los alemanes les estaban arrebatando sus territorios continentales mientras el todopoderoso Imperio británico miraba hacia otro lado. Los ingleses reaccionaron (a su modo, claro) ante los avances alemanes reconociendo oficialmente la soberanía del sultanato, una forma como cualquier otra de advertir a los germanos de que si bien podían apoderarse del Nadj, no debían intentar invadir las islas. De todos modos Alemania no tenía esa pretensión aunque, dada su fama, en Zanzíbar e incluso en Londres creían más bien que sí. De hecho, el cónsul alemán en la región continuaba intentando mantener su simulacro de amistad con el sultán. Sin embargo, esto no tranquilizaba particularmente a la clase dirigente del archipiélago. El sultán Barghash Bin Said protestó airadamente por la intrusión alemana en sus antiguas posesiones… y sus protestas se las llevó el viento. En un movimiento a la desesperada, intentó amilanar por la fuerza a algunos de los sultanes territoriales de Tanganica que todavía no habían firmado un acuerdo de sometimiento ante Alemania. Barghash envió tropas desde las islas para poner en su sitio a uno de aquellos sultanes locales, pero la aparición en el horizonte de una intimidante flotilla alemana bastó para forzarle a echarse atrás. Zanzíbar, con su única fragata de saldo, no tenía capacidad bélica para hacer frente a una superpotencia emergente como Alemania. Al sultán le tocaba resignarse a perder el Nadj.
Barghash Bin Said se sentía sumamente decepcionado. Había sido el sultán más progresista en la historia de Zanzíbar, que puede no ser gran cosa desde nuestra perspectiva actual, pero que en su día constituía todo un salto de gigantes hacia la modernidad: incluso había sido él quien, nada más subir al trono, había firmado con los ingleses un tratado para prohibir la compraventa de esclavos, cerrando de paso el famoso mercado de esclavos de Mkunazini. El cierre de Mkunazini respondía a los continuos reclamos de los abolicionistas británicos, abiertamente incómodos ante la estrecha amistad de Inglaterra con uno de los países esclavistas más notorios de la Tierra. El gobierno de Londres, presionado por los abolicionistas, trasladó esa presión al sultán Barghash y este accedió finalmente —aunque tampoco parecía oponerse al abolicionismo— a terminar con el tráfico humano, excepto en lo tocante a los esclavos que servían directamente a la corona. Aquella prohibición casi total de la esclavitud había creado bastante inestabilidad en el país: la trata de personas era, desde generaciones atrás, el negocio más lucrativo de muchos aristócratas árabes de Zanzíbar. Surgió una corriente menos propicia a mantener una amistad tan estrecha con el Reino Unido. Pero con esta clase de avances, el sultán Barghash había esperado integrarse mejor con las nuevas potencias europeas dominantes en la región, pero ahora comprobaba cómo los británicos silbaban despreocupadamente mientras los alemanes despojaban a Zanzíbar de casi todas sus posesiones continentales. El sultán Barghash murió en 1888, mientras el antiguo imperio de su familia se desmoronaba frente a sus ojos.
Para el nuevo sultán, Ali bin Said, la situación iba a tornarse todavía peor. Zanzíbar todavía conservaba la franja costera del Nadj: una tira de tierra de unos quince kilómetros de ancho a contar desde el litoral. En principio, era el único territorio continental zanzibareño que los alemanes no iban a ocupar, dado que estaba garantizado por los británicos: en un nuevo tratado (el tratado de Heligoland-Zanzíbar) Alemania se comprometía a no interferir en los intereses británicos en el archipiélago de Zanzíbar a cambio de recibir las islas europeas de Heligoland. También se comprometía a no reclamar la franja costera del Nadj, que seguiría siendo dominio del sultanato. Aquello parecía un gesto de Londres hacia sus pequeños amigos zanzibareños, que ahora podían respirar un poco. Pero en cuanto los alemanes comprobaron que de esa manera sus territorios en el Nadj quedaban sin acceso al mar, sencillamente ignoraron lo firmado y empezaron a ocupar también aquella franja costera teóricamente garantizada por el tratado. ¿Qué hicieron los ingleses? Absolutamente nada. Lo único que les preocupaba era mantener su actividad comercial en las islas; el que la región de Nadj perteneciese al sultán o al káiser Guillermo les suponía poca diferencia. Y lógicamente preferían contentar a los alemanes que a un pequeño sultanato que solamente tenía una fragata. Lo importante era que el comercio imperial continuara fluyendo por Zanzíbar y que los alemanes no metieran demasiado sus manazas en las islas.
Así que Ali bin Said contempló impotente cómo perdía también la franja costera a manos de los alemanes, aun existiendo un tratado que la había garantizado. Ahora, el territorio del sultanato estaba ya reducido exclusivamente al archipiélago. Pero los quebraderos de cabeza no terminaban ahí: ¿quién garantizaba ahora que un buen día los alemanes no decidirían expandirse también a las islas? Sí, se suponía que no lo harían para no enfrentarse al Reino Unido. Pero la gente de Zanzíbar ya había aprendido que, en el continuo tango entre ingleses y alemanes, cualquier giro podía terminar en la postura más inesperada. Así que para los zanzibareños —incluso para los nativos negros de las islas sometidos al poco amable sultanato de origen árabe— una posible llegada de los alemanes podía ser un motivo de preocupación. Del continente llegaban noticias que ponían los pelos de punta, describiendo la brutalidad con la que los alemanes trataban lugareños, haciendo que la tiranía de los sultanes pareciese casi un régimen vacacional en comparación. En el Nadj, los germanos también estaban ejerciendo un régimen esclavista de facto, convirtiendo en siervos a una parte de la población, y sometiendo al resto a una explotación laboral y fiscal insoportable. Todo ello acompañado con una represión violenta en la que no escatimaban el derramamiento de sangre. Por hacernos una idea de cuál era el ambiente en el Nadj alemán, el beatífico Carl Peters fue apodado por los suahili como Nkono wa damu, esto es, «el hombre con las manos ensangrentadas». Aunque cabe decir que no todos en el gobierno y la opinión pública de Berlín aprobaban la sanguinaria conducta de individuos como Carl Peters, quien de hecho, como ya comentábamos, terminaría siendo destituido con deshonor e incluso procesado.
En resumen: a nadie en las islas de Zanzíbar le apetecía convertirse en una colonia alemana, por más que los diplomáticos germanos y el cónsul en la capital intentando tranquilizar al sultán y hacer ver que no era tan malos como los pintaban. Pero claro, poco podían los agasajos frente a la realidad de la salvaje ocupación alemana en Tanganica. El sultán Ali bin Said tenía pocos motivos para pensar que Alemania era de fiar. Como de costumbre, solo le quedaba un recurso para protegerse: seguir profundizando en su amistad con Inglaterra, que tampoco era de fiar pero al menos no era tan brutal y se comportaba de una manera mucho más civilizada (allí en las islas, porque en otras partes del mundo los británicos se conducían también con sanguinaria brutalidad, como todos sabemos). El Imperio británico era el antiguo amigo que había resultado no ser tan amigo cuando se trataba de pararles los pies a otros amigos blancos y europeos. Sin embargo, ¿qué más opciones había? Al menos a ojos de Ali bin Said, los ingleses eran un mal menor frente a los alemanes, así que aceptó —no es que tuviese muchas opciones— un decreto de Londres por el que Zanzíbar se convertía en un protectorado británico. Nominalmente seguía siendo una nación independiente y el sultán continuaba gobernando —a poder ser en beneficio de Londres—, así como disfrutando de sus privilegios: un bonito palacio que daba al puerto y convenientemente comunicado con el imponente edificio del harén, repleto de concubinas para su divertimento. Aquello significa seguir gobernando y llevando una vida de lujos a cambio de complacer los intereses británicos… algo que de todas maneras los sultanes llevaban haciendo prácticamente desde su secesión de Omán. El sultán Ali murió en 1893, tras poco más de tres años en el trono, pensando que con lo del protectorado había dado esquinazo a los problemas del país y que la integridad de Zanzíbar estaba a hora garantizada.
Fue sucedido en el trono por su sobrino Hamad bin Thuwayni, otro sultán que consideraba que lo mejor era permanecer bajo el paraguas británico (lo mejor y como decimos prácticamente lo único que le permitía su escasa capacidad de maniobra) y que por tanto era bien visto por los ingleses. Pero no todos en la élite gobernante zanzibareña eran tan conformistas y pragmáticos. Lógicamente, la perspectiva de estar convirtiéndose progresivamente en títeres de una nación extranjera no les resultaba agradable a todos, especialmente a quienes tenían ambiciones de alcanzar el trono y no podían porque se necesitaba cierto grado de servilismo hacia los ingleses. Cierto es que en Zanzíbar nadie planeaba desafiar por la fuerza al Imperio británico, pero algunos sí pensaban que se podía plantar cierta cara —al menos en el ámbito de la política local— sin que hubiese grandes consecuencias.
Resultó que había otro candidato al trono. Khalid bin Barghash era primo del nuevo sultán pero, lo más importante, era hijo mayor del anterior sultán. Por lo tanto, insistía en que el trono le correspondía a él, primer colocado en la línea sucesoria. Los ingleses rápidamente comprendieron que podían tener un problema si las luchas de poder internas en la élite árabe terminaban desequilibrando el país. Y sobre todo pensaron que Khalid, aun siendo efectivamente el sucesor natural de su padre, podía ser menos propicio a los intereses británicos que su más dócil primo. Incluso estaba la posibilidad de que impulsado por su ansia de coronarse, Khalid estuviese dispuesto a hacer concesiones a los alemanes. Había que pararle los pies, así que el cónsul británico Rennel Rodd se reunió con él para meterlo en cintura. Si se empeñaba en crear problemas durante la sucesión, le dijo el cónsul, las consecuencias podían ser imprevisibles y muy graves. Rodd desempolvó el acuerdo firmado 30 años atrás, aquel que estipulaba que cada nuevo sultán necesariamente debía contar con la aprobación del cónsul británico en las islas. Incluso aunque fuese el hijo primogénito del anterior sultán. El nuevo sultán, Hamad, era el hombre indicado para el trono a ojos de Londres. El cónsul le hizo a Khalid una seria advertencia: si trataba de derrocar a su primo, podría encontrarse con una respuesta muy severa de los británicos.
Podemos imaginar a un Khalid apretando los puños y saliendo tremendamente disgustado de su entrevista con el representante británico. Después de haber vivido convencido de que sucedería a su padre en el trono, ahora los ingleses colocaban a su maldito primo. Pero lo cierto es que Khalid entendió las amenazas —no disponemos de un registro de la conversación, pero cabe imaginar que dichas amenazas se produjeron entre líneas— y acató la coronación de Hamad. El díscolo Khalid no dio más que hablar durante un tiempo, aunque lógicamente era miembro de la élite árabe más molesto por el papel tutelar que Inglaterra ejercía en Zanzíbar.
Poco más de tres años después, el 25 de agosto de 1896, muy poco antes del mediodía, el sultán Hamad bin Thuwain murió repentina e inesperadamente. Con supersónica velocidad, su primo Khalid bin Barghash volvió a reclamar el trono para sí. Esta vez no se anduvo con rodeos: organizó un veloz funeral para su primo y anunció que se proclamaría nuevo sultán a las tres de esa misma tarde. Dadas las circunstancias de la muerte —repentina a la hora de comer— y del fugaz anuncio de sucesión, muchos pensaron inmediatamente que Hamad había sido envenenado: Khalid fue inmediatamente el primer sospechoso en la lista. Pero fuese aquello un golpe de estado encubierto o sencillamente un apresuramiento sucesorio sin veneno de por medio, Khalid seguía sin ser bienvenido en Londres. Los británicos tenían a su propio candidato al trono: Hamud bin Muhammed, yerno del primer sultán de Zanzíbar. Hamud era un hombre mucho más dúctil y dispuesto a continuar con el régimen de «hagamos cualquier cosa para contentar a los ingleses». Pero esta vez Khalid no quiso volver a ver pasar el trono ante sus ojos. Se encerró en el palacio, aguardando al funeral de su primo y a la coronación que tendría lugar justo al terminar dichas exequias.
El nuevo cónsul británico, Basil Cave, envió un mensaje a Khalid. Como había hecho su predecesor en el cargo tres años atrás, le advirtió de las funestas consecuencias de violar el tratado de 1866. Le recordó que cada nuevo sultán necesitaba de la aprobación del cónsul. Y él, Basil Cave, era el cónsul. Y Khalid no contaba con su aprobación. Así que Khalid debía renunciar a coronarse.
Pero Khalid siguió sin hacer caso. Continuaba pensando que los británicos no eran nadie para dictar la sucesión en un país extranjero, así que no solamente se enclaustró en palacio sino que puso al jefe de su escolta al frente de un improvisado ejército: 2000 ciudadanos armados y 700 soldados profesionales zanzibareños que habían decidido apoyar su causa. Todos ellos se plantaron ante las puertas de la residencia real, desplegando barricadas como señal de fuerza. Khalid quería dejar ver que no estaba dispuesto a plegarse a la injerencia extranjera. Jugaba temerariamente sus cartas, pero estaba convencido de que los británicos no atacarían nunca, que buscarían otra forma de resolver el asunto. Pero para entonces el cónsul Cave y el jefe militar local de los ingleses, Lloyd Matthews, ya estaban reuniendo su propia tropa: un millar largo de hombres, de los que más de 900 eran soldados zanzibareños que no se habían pasado al bando de Khalid y cerca de un centenar pertenecían a la infantería de marina británica.
Pero donde el sultán tenía la más seria desventaja era sobre el mar. Zanzíbar, como decíamos, únicamente disponía de un buque, aquel HHS Glasgow que un desencantado Barghash bin Said había dejado anclado en el puerto. Los británicos, en cambio, tenían en aquel mismo puerto un crucero acorazado de 2500 toneladas, el Philomel, y un cañonero de vapor —el HMS Thrush— que poco tiempo antes había sido capitaneado por el príncipe George, el mismo que terminaría convirtiéndose en George V… esto puede dar indicios sobre la calidad del buque. A estos dos navíos, bastante modernos para la época, se sumaban tres más que navegaban por la región y que estaban en condiciones de llegar al puerto de Zanzíbar en menos de 24 horas: el crucero torpedero Racoon, el crucero St. George y el cañonero HMS Sparrow. En resumen: Khalid solamente podía oponer su mala imitación de fragata a cinco flamantes navíos británicos, ninguno de los cuales tenía más de una década. De antemano, la batalla marítima estaba más que perdida. Eso podía convertirse en un factor decisivo en caso de enfrentamiento. Por ejemplo, la abrumadora superioridad marítima tuvo mucho que ver en la facilidad con que el Reino Unido doblegó a China durante las Guerras del Opio.  Y no porque Inglaterra tuviese muchísimos barcos en China, sino porque los barcos chinos eran anticuados y básicamente inútiles. El HHS Glasgow quizá no era tan inútil —aunque dada la rápida evolución naval de la época ya estaba obsoleto— pero… era solamente uno. Khalid no podía ser ajeno a la importancia de este hecho, pero continuó jugando su farol: hizo que su artillería pusiera el punto de mira sobre los buques ingleses del puerto. Comparada con la potencia de fuego de los cinco buques ingleses, la artillería de tierra zanzibareña tampoco era gran cosa: se componía de algunas unidades del cañón ametrallador Maxim, el arma más efectiva en las guerras de colonización de los británicos, pero más indicada contra infantería, y de un segundo cañón Gatling además del que ya iba montado en el HHS Glasgow. También disponían de un cañón de campaña con dos siglos de antigüedad que en realidad podía aportar más lustre y ruido que puntería y eficacia.
Durante aquella mañana, en un ambiente de tremenda tensión y mientras se preparaba el funeral del anterior sultán, el cónsul británico Basil Cave siguió enviando mensajes a Khalid conminándole a retirar sus tropas de las puertas del palacio y a renunciar a sus pretensiones de ocupar el trono. Cave avisaba: no hacerlo sería considerado un acto de rebelión que violaba el tratado de 1866 y que podía constituir un casus belli, con lo que Zanzíbar podía encontrarse de repente en guerra con el Imperio británico. Pero Khalid no quiso responder a los mensajes y todo cuanto supieron los británicos es que, de un modo u otro, pensaba coronarse a las tres de esa misma tarde. Dicho y hecho: a las tres en punto los británicos escucharon el disparo de salvas. Aquello era la celebración por la entronización del nuevo sultán de Zanzíbar. Sin duda, Khalid estaba confiando en la fuerza del fait accompli y en que los británicos se resignarían a dejarle reinar con tal de no remover el avispero de abrir fuego contra un país aliado. Se equivocó.
Para entonces, después de escuchar las salvas, el cónsul ya estaba enviando un telegrama al gobierno de Londres en el que solicitaba permiso para bombardear el palacio con la potente artillería de sus cinco barcos. Quedó esperando la respuesta.
Al día siguiente, llegaron a a Zanzíbar los tres buques británicos restantes y Basil Cave recibió un telegrama de respuesta desde Londres. El gobierno le autorizaba a emplear «cualquier medio a su alcance» para poner en el trono a Hamud. Después de haber lrífo el telegrama que sin duda esperaba leer, el cónsul envió un ultimátum al sultán: tenía como límite las nueve de la mañana del día siguiente para arriar las banderas del palacio en señal de que abandonaba el trono.
Transcurrieron largas horas y el cónsul no recibió ninguna noticia de palacio, donde Khalid continuaba encerrado detrás de una barricadas y su contingente de tropas defensoras. La espera se prolongó durante una interminable noche en la que tampoco hubo novedad alguna. Amaneció el día 27 con el plazo a punto casi de cumplirse. Pero a las ocho de la mañana —una hora antes del límite fijado por el ultimátum— finalmente llegó una nota del sultán, que solicitaba parlamentar con el representante británico. El cónsul la leyó, pero ahora era él quien rehusaba entablar conversación, ciñéndose a repetir los términos del ultimátum. El sultán replicó a esa negativa de entablar conversaciones con un mensaje más bien ingenuo: «no creo que vayáis a abrir fuego contra nosotros». El cónsul, al leerlo, envió una réplica que, hemos de admitir, al menos era bastante franca: «si no hacéis lo que se os ha dicho, dispararemos». Pero Khalid seguía confiando en que los ingleses no abrirían fuego. Dejó que transcurriesen los minutos. Y a las nueve en punto de la mañana del 27 de agosto, con la bandera de palacio todavía en lo más alto y Khalid bin Barghash todavía en el trono, el Imperio británico declaraba la guerra al sultanato de Zanzíbar.
Empezaron a sonar truenos en el puerto: la artillería de los buques británicos abrió fuego sobre el palacio, donde las barricadas protectoras no pudieron evitar que los hombres apostados para la defensa contasen unos cuantos muertos y heridos severos. Los cañones ingleses la tomaron con el palacio, pero también se esmeraron en neutralizar cuando antes las piezas de artillería zanzibareñas. De hecho, apenas iniciado el bombardeo naval, uno de los pocos cañones de los que disponía Zanzíbar saltó por los aires en pedazos y los equipos de artilleros sufrieron tremebundas bajas ante el diluvio de proyectiles explosivos británicos. Mal comienzo para el sultán.
Al ver que se habían iniciado las hostilidades, la fragata Glasgow, el barco que nunca fue yate del sultán, abrió fuego contra el crucero St. George. Pero resulta fácil imaginar que estando rodeado por cinco buques ingleses con gran potencia de fuego, el Glasgow apenas iba a durar minutos en combate. Su casco fue rápidamente agujereado por debajo de la línea de flotación y empezó a hundirse;  sus hombres desplegaron una bandera británica en señal de rendición, para poder recibir auxilio por parte de las tripulaciones enemigas. En no demasiado tiempo, con sus tripulantes rescatados por botes de los navíos ingleses, el HHS Glasgow terminó de sumergirse y quedó de pie sobre el fondo marino del puerto. Como el fondo no era especialmente profundo, las puntas de sus mástiles quedaron sobresaliendo del agua: una visión habitual en el puerto de Zanzíbar hasta 1912, fecha en que el buque hundido fue finalmente retirado. Sin embargo, aún hoy quedan restos que constituyen una atracción para los submarinistas.
Con el Glasgow hundiéndose, con varias piezas de su artillería inutilizadas y con sus tropas de defensa sometidas a un severo fuego enemigo que las estaba diezmando, el sultán de Zanzíbar ya no tenía defensa alguna. Durante más de media hora, el fuego naval de los cinco buques británicos demolió varias secciones del palacio, incluyendo el harén. En las estancias palaciegas se declaró un incendio que empezó a extenderse rápidamente y que fue responsable de muchas de las víctimas mortales en el bando del sultán (en el bando británico hubo un único herido, un oficial de la marina que fue alcanzado por un disparo cuando estaba sobre la borda de su navío). En total, cerca de medio millar de zanzibareños murieron durante el bombardeo, contando soldados, ciudadanos armados, sirvientes y esclavos del palacio, etc. Aquel incesante fuego que estaba dejando el palacio en ruinas demostró al sultán hasta qué niveles estaban dispuestos llegar los ingleses con tal de que se hiciese su voluntad. Así que cuando todavía no habían pasado 40 minutos desde el primer cañonazo, los británicos vieron como las banderas del palacio eran arriadas: Khalid se rendía. La guerra había terminado.
Callaron los cañones. Al HHS Glasgow se lo tragaba el agua, el palacio ardía, los hombres de Khalid trataban de auxiliar a sus heridos. Tropas británicas tomaron el control del puerto y de lo que quedaba del palacio. Intentaron capturar a Khalid, pero este ya se había refugiado en el consulado alemán, sabiendo que de caer en manos británicas tenía un futuro poco halagüeño. Aunque el cónsul británico solicitó la extradición, Khalid entraba dentro de la categoría de prisionero político y estaba excluido de los acuerdos de extradición entre ambas potencias europeas. El cónsul germano no solo se negó a entregar al derrocado sultán a los ingleses sino que puso hombres armados en la puerta del consulado, con lo que —irónicamente— eran los alemanes quienes ahora protegían al sultán de sus supuestos aliados. Los germanos se llevaron a Khalid al Nadj, donde lo dejaron libre (sin embargo, 20 años después los ingleses lograrían apresarlo y mandarlo a la isla de Santa Elena, así que Khalid tuvo el dudoso honor de sufrir exilio en el mismo lugar que el mismísimo Napoleón Bonaparte).
Si a los británicos se les había escapado Khalid, no descuidaron su revancha con quienes lo habían apoyado y permanecieron en Zanzíbar. Los partidarios de Khalid tuvieron que hacer frente a una indemnización de guerra, pagando la misma munición que los ingleses habían empleado para bombardearlos a ellos mismos, amén de los diversos gastos originados por los destrozos del bombardeo y del posterior saqueo en palacio.
Hamud bin Muhammad, el candidato favorito de Londres, ascendió al trono de un palacio que ya era solamente un montón de escombros. Políticamente hablando, las cosas parecieron volver a la normalidad, si puede decirse así: a primera vista se antojaba un mero retorno al statu quo anterior, siguiendo con la soberanía tutelada del archipiélago. Pero en realidad las cosas iban a cambiar mucho, hasta el punto de que Zanzíbar se iba a convertir en una colonia británica que lo sería en todo excepto en el nombre. Los ingleses pusieron a Hamud en el trono, sí, pero le retiraron casi todos los poderes a la figura del sultán y tomaron el control sobre el gobierno de la isla. Ahora la figura del sultán ya no era la de un gobernante titulado —pero gobernante— sino la de un mero elemento decorativo. La ilusión de que Zanzíbar seguía siendo una nación «independiente» no era más que un teatro montado con el fin de que Londres ahorrase gastos burocráticos. Así, por ejemplo, no tenían que nombrar y pagar el correspondiente sueldo a un gobernador inglés para regir las islas. En la práctica, el cónsul ejercería como gobernador, aunque sin lucir ese título en su currículum. Hubo otros cambios de carácter positivo, todo sea dicho: durante el sultanato de Hamud, los británicos erradicaron por completo cualquier rastro de esclavitud en la isla —incluso entre el séquito del sultán—, quedando completamente prohibida la posesión de otros seres humanos.
Así pues, la guerra más breve de todos los tiempos, que algunos citan como si fuese una anécdota casi cómica, fue en realidad un conflicto bastante serio que culminaba una larga historia de luchas de poder en torno a uno de los enclaves comerciales más lucrativos del océano Índico. No fue una «guerra de juguete» ni una escenificación seudobélica, sino una verdadera guerra y un episodio más —aunque veloz, eso sí— del progresivo sometimiento de África a las potencias coloniales europeas. Y sus consecuencias directas afectaron a todo un país durante por lo menos 70 años: en apenas 38 minutos Zanzíbar había perdido su soberanía y no la recuperaría hasta 1964, casi tres cuartos de siglo después. Durante bastantes años, los zanzibareños solo tenían que mirar a las aguas del puerto y contemplar los mástiles del Glasgow sobresaliendo del agua para recordar que, en este nuestro mundo, las cosas las deciden quienes tienen más cañones que el otro… y que realmente no hay mucho más que eso.

 


Fuente: PresNews . Observador Colonial .


PrisioneroEnArgentina.com

Enero 12, 2019


 

“…Niño…

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 JORGE BERNABE LOBO ARAGON·

Una mañana destemplada, gris, fría; con un vientito que amenaza convertirse en garrotillo, decidí caminar por mi Tafí en busca de un pañuelo que abrigara mi pescuezo y de un regalo por el día del niño. Me pregunte a mí mismo si la fecha especial era una celebración o un homenaje al consumo y a la egoísta complacencia. Si… dedicarle un día al jolgorio está bien, pero la sociedad está obligada a pensar y educar a nuestros pequeños todos los días. Enseñar a desarrollar y perfeccionar sus cualidades intelectuales y morales es una obligación que clama al cielo. Me pare ofuscado frente a un comercio que parecía un bazar chino. Advertí que lo que me hacía falta era un pañuelo tejido en un telar por las manos artesanales de las mujeres del lugar. Extraño… en la capital del turismo, no lo encontré… seguí caminando en el frio por el simple placer de poder andar en medio de extraños recovecos que para nada se identificaba con el valle de mis ancestros. Me plante enojado en una local que parecía una tienda del primer mundo y que ofrecían en ingles productos solamente extranjeros. Me pregunte: ¿Cómo puede haber decaído tanto la industria argentina y nuestra artesanía que para algo de tan simple elaboración como es un pañuelo de algodón, haya que recurrir a los países campeones de la eficiencia competitiva? No pretendía ninguna obra de arte – como esas maravillas que me tejía mi mujer cuando novios-, sino una linda tira de lana tejida por las manos callosas de las mujeres tafinistas que me abrigara el cogote que ya me dolía. Siendo tucumano y orgulloso de mi valle, me pareció lógico y natural comprar un pañuelo hechos por los lugareños. Entonces en búsqueda de un juguete para mis nietas enfile para otra parte y encontré un reducto de artesanos. Allí me metí. Mucho menos lujosos que las tiendas de apariencias inglesas pero con mayor cordialidad. Me hizo recordar a la “petaca” de mi madre reducto artesanal en donde estudio con placer su carrera de abogacía. Antes de soltar una lagrima, escuche voces. ¿Qué anda buscando? Me preguntaban solícitamente en cada puesto que me acercaba. Hasta que di con un personaje de pelo largo, desaliñado y con traje colorido. Era los que en nuestra infancia llamábamos hippie que seguramente apartado de las grandes ciudades se enamoró del paisaje y se quedó a vivir. La compre de inmediato un pañuelo que me parecía de la zona. Un pañuelo idéntico a los tejidos por nuestros orfebres de un azul machazo, no desteñido. Me lo puse y sentí un enorme calorcito que me caldeó el ánimo. Seguí caminando en búsqueda de un juguete casi con culpa. Es que educar a los niños es darle preceptos, doctrinas, ejercicios, ejemplos. Dedicar solamente un día para inducirlos al jolgorio es nada más que una forma de acallar la conciencia que clama por el abandono y la miseria en que se ve sumida una gran parte de la infancia, afligida por el infortunio y la desesperanza. Por supuesto que en todo hay excepciones. Pero en ese tiempo de encontrarme con la naturaleza y caminando por lugares de mi infancia tenia ganar de pedir perdón porque esta celebración se presenta como un homenaje a la jarana y no por velar por lo que menos pueden y tienen.

Dr. Jorge B. Lobo Aragón

PrisioneroEnArgentina.com

Agosto21, 2018