Después de veintidós años, Susanah Ortiz y su familia decidieron dejar Venezuela. El dolor se manifestaba como un profundo vació en el pecho, pero -si bien ella podía soportar el ambiente más que enrarecido- sabía que no podía exponer a su familia a privarse de las mínimas necesidades.
Su padre era un nativo del país caribeño. Hasta sus treinta y dos años, se había dedicado al mantenimiento de las bombas de varillas o cigüeñas extractoras de petróleo. Susanah, hoy recuerda las historias contadas por amigos en las relataban que su padre estuvo varias veces a punto de perder dedos por los golpes de masas, o incluso una mano por las infecciones, pero el salario era bueno. El sacrificio valía la pena, pero la industria del secuestro ganaba notoriedad en Venezuela y la familia decidió probar suerte mudándose a Chicago en 1971, donde Susanah Ginette nació en los primeros días de septiembre. Con la ayuda de unos tíos, José y Mayra -padres de Susanah- abren una tienda de comestibles en Franklyn Park, cerca del Aeropuerto Internacional O’Hare, mientras la niña acreditaba logros en la escuela y en el equipo de volleyball de su comunidad.
A punto de ingresar a la universidad (Adler School) para perseguir una carrera en sicología, la joven Ortiz conoció a Hiram Marrero -de padres portorriqueño y madre venezolana- quien en tres meses partiría precisamente a Venezuela tras conseguir un contrato para trabajar. Su corazón golpeó fuerte, en menos de cuatro semanas se casaron y comenzaron a preparar todo para emprender esa aventura juntos.
El recibimiento no fue el esperado. Nada aproximado a lo que habían pensado.
Los Marrero-Ortiz llegaron a Venezuela a finales de febrero de 1992 y siete días más tarde fueron asombrados testigos de tanques y ejércitos pasando frente a las puertas de una pequeña casa que rentaron en Caracas. Meses después, mientras Hugo Chávez se encontraba en prisión, los ruidos de otro golpe de estado los despertó. También despertó en Susanah una tremenda sensación de inseguridad. En esos tiempos se sentía como un pez fuera del agua, tal es así que, en sus dos embarazos, viajó a Estados Unidos para permanecer con su familia. Ambas niñas nacieron en Chicago. Pocas noticias sobre Venezuela llegaban a oídos de sus padres, pero las que sorteaban los filtros no eran alentadoras. Todas hablaban de violencia y tormentas políticas.
Hiram dividía su tiempo en la empresa petrolera y siendo responsable de contabilidad de pequeñas tiendas de joyas en Isla Margarita, como ingreso extra hasta que -ya con Chávez en la cresta de la ola- comenzaron las expropiaciones. Las joyerías perdieron sus locales y la petrolera debió quitarse de encima a casi el cincuenta por ciento de su personal. Entre ellos, Hiram. Este observó que la realidad lo forzaba a reinventarse, por lo cual montó una operación para transportar personas que asistían a la Copa América de futbol, desde los hoteles a los estadios. Cuando esta terminó, deambuló por diversos trabajos en compañías de petróleo y gas, pero parecía que corría al frente de piezas de dominó cayendo a sus espaldas: Cada empresa que pisaba era expropiada o caía en desgracia por el paso cercano del comandante.
Mientras las crisis se sucedían, los valores de su propiedad bajaban al mismo ritmo que la violencia escalaba y los trabajos de Hiram lo llevaban de una punta a la otra del país, Susanah decidió usar su casa Ahora de su propiedad, lo que reconoce como un gran error, como posada para estudiantes del interior que llegaban a la capital. En principio incluyendo las comidas, desde el comienzo de este año -ante la falta de alimentos- solo hospedaje. Dos piezas para ocho huéspedes, un baño para once personas y la incomodidad de tener que dormir con sus dos hijas adolescentes en colchones en la cocina lograron que la mujer dijera basta. En abril comenzó a embalar y con la ayuda de sus padres, retornó a América. Hiram continuará en Venezuela hasta que logre vender la casa.
“Es difícil de explicar cómo sobrevivimos desde que comenzó la famosa Revolución y porque estuvimos tanto tiempo allí”, dice Susanah, de visita a DisneyWorld, en Florida, con dos hijas adolescentes. Susanah recuerda los últimos días en Caracas y trata de no admitir que buscaba comida en basurales. Para preparar un plato de ensalada necesitaba cuatro o cinco plantas de lechuga, debido a que solo las hojas centrales servían. Las demás estaban podridas. Todos los días veía disputas violentas por un tomate o un par de manzanas en los baldíos traseros de los mercados, donde descartaban la mercadería en mal estado (A la cual ya le habían cambiado en muchas oportunidades las etiquetas de vencimiento) “Más duro es entrar hoy en un mercado en Chicago o a una farmacia en Rockford y ver cosas que creía no había visto en mi vida”.
Después de veintidós años, Susanah Ortiz y su familia decidieron dejar Venezuela. El dolor se manifestaba como un profundo vació en el pecho, pero -si bien ella podía soportar el ambiente más que enrarecido- sabía que no podía exponer a su familia a privarse de las mínimas necesidades.
Su padre era un nativo del país caribeño. Hasta sus treinta y dos años, se había dedicado al mantenimiento de las bombas de varillas o cigüeñas extractoras de petróleo. Susanah, hoy recuerda las historias contadas por amigos en las relataban que su padre estuvo varias veces a punto de perder dedos por los golpes de masas, o incluso una mano por las infecciones, pero el salario era bueno. El sacrificio valía la pena, pero la industria del secuestro ganaba notoriedad en Venezuela y la familia decidió probar suerte mudándose a Chicago en 1971, donde Susanah Ginette nació en los primeros días de septiembre. Con la ayuda de unos tíos, José y Mayra -padres de Susanah- abren una tienda de comestibles en Franklyn Park, cerca del Aeropuerto Internacional O’Hare, mientras la niña acreditaba logros en la escuela y en el equipo de volleyball de su comunidad.
A punto de ingresar a la universidad (Adler School) para perseguir una carrera en sicología, la joven Ortiz conoció a Hiram Marrero -de padres portorriqueño y madre venezolana- quien en tres meses partiría precisamente a Venezuela tras conseguir un contrato para trabajar. Su corazón golpeó fuerte, en menos de cuatro semanas se casaron y comenzaron a preparar todo para emprender esa aventura juntos.
El recibimiento no fue el esperado. Nada aproximado a lo que habían pensado.
Los Marrero-Ortiz llegaron a Venezuela a finales de febrero de 1992 y siete días más tarde fueron asombrados testigos de tanques y ejércitos pasando frente a las puertas de una pequeña casa que rentaron en Caracas. Meses después, mientras Hugo Chávez se encontraba en prisión, los ruidos de otro golpe de estado los despertó. También despertó en Susanah una tremenda sensación de inseguridad. En esos tiempos se sentía como un pez fuera del agua, tal es así que, en sus dos embarazos, viajó a Estados Unidos para permanecer con su familia. Ambas niñas nacieron en Chicago. Pocas noticias sobre Venezuela llegaban a oídos de sus padres, pero las que sorteaban los filtros no eran alentadoras. Todas hablaban de violencia y tormentas políticas.
Hiram dividía su tiempo en la empresa petrolera y siendo responsable de contabilidad de pequeñas tiendas de joyas en Isla Margarita, como ingreso extra hasta que -ya con Chávez en la cresta de la ola- comenzaron las expropiaciones. Las joyerías perdieron sus locales y la petrolera debió quitarse de encima a casi el cincuenta por ciento de su personal. Entre ellos, Hiram. Este observó que la realidad lo forzaba a reinventarse, por lo cual montó una operación para transportar personas que asistían a la Copa América de futbol, desde los hoteles a los estadios. Cuando esta terminó, deambuló por diversos trabajos en compañías de petróleo y gas, pero parecía que corría al frente de piezas de dominó cayendo a sus espaldas: Cada empresa que pisaba era expropiada o caía en desgracia por el paso cercano del comandante.
Mientras las crisis se sucedían, los valores de su propiedad bajaban al mismo ritmo que la violencia escalaba y los trabajos de Hiram lo llevaban de una punta a la otra del país, Susanah decidió usar su casa Ahora de su propiedad, lo que reconoce como un gran error, como posada para estudiantes del interior que llegaban a la capital. En principio incluyendo las comidas, desde el comienzo de este año -ante la falta de alimentos- solo hospedaje. Dos piezas para ocho huéspedes, un baño para once personas y la incomodidad de tener que dormir con sus dos hijas adolescentes en colchones en la cocina lograron que la mujer dijera basta. En abril comenzó a embalar y con la ayuda de sus padres, retornó a América. Hiram continuará en Venezuela hasta que logre vender la casa.
“Es difícil de explicar cómo sobrevivimos desde que comenzó la famosa Revolución y porque estuvimos tanto tiempo allí”, dice Susanah, de visita a DisneyWorld, en Florida, con dos hijas adolescentes. Susanah recuerda los últimos días en Caracas y trata de no admitir que buscaba comida en basurales. Para preparar un plato de ensalada necesitaba cuatro o cinco plantas de lechuga, debido a que solo las hojas centrales servían. Las demás estaban podridas. Todos los días veía disputas violentas por un tomate o un par de manzanas en los baldíos traseros de los mercados, donde descartaban la mercadería en mal estado (A la cual ya le habían cambiado en muchas oportunidades las etiquetas de vencimiento) “Más duro es entrar hoy en un mercado en Chicago o a una farmacia en Rockford y ver cosas que creía no había visto en mi vida”.
Fabian Kussman
PrisioneroEnArgentina.com
Octubre 29, 2016
Tags: Corrupción, Derechos Humanos, Pobreza, VenezuelaRelated Posts
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