El viernes 28 de octubre, en el editorial de LA NACION titulado “Un símbolo emblemático de la mentira” se afirma en la bajada: “El debate por los derechos humanos no es propiedad de ningún sector político; pretenderlo es desconocer, precisamente, los derechos de todos a saber la verdad”.
Estoy totalmente de acuerdo. Al mismo tiempo, como son correctamente citadas opiniones mías sobre el número de los desaparecidos, me siento en la necesidad de decir que es cierto: hay un número de denuncias debidamente documentadas sobre las cuales, y con el indispensable testimonio de testigos -muchos de estos sobrevivientes de centros clandestinos- en 1985 comenzó el camino de la justicia con el juicio a las tres primeras juntas militares de la dictadura que, tras una interrupción de varios años, fue reiniciado en 2005 hasta ahora.
Podríamos decir que, por las particulares circunstancias que vivió este país, incluida la Guerra de Malvinas, a diferencia de lo que ocurrió en países hermanos cuando también recuperaban la democracia, se pudo enjuiciar en la Argentina al terrorismo de Estado. Todo cuanto se conoce sobre quienes fueron víctimas del más perverso método de represión, los desaparecidos, proviene de lo denunciado por los familiares o de los sobrevivientes que colaboraron con sus relatos ante los jueces.
¿Qué está faltando? Nada más ni nada menos que la información sobre el destino de miles de personas, información que ocultan aquellos que sí lo saben. El reclamo a la respuesta ¿qué pasó con los desaparecidos? se mantiene en trágica vigencia.
Ante esta realidad, no veo prioritario discutir cifras y sí enfatizar que no se respondió a ese interrogante.
En aras de “toda la verdad” que nos merecemos todos, el reclamo debería dirigirse a quienes esconden la información que permitiría a los familiares que aún vivimos aliviar el dolor de un duelo que nunca termina. También aceleraría la recuperación de la identidad de quienes siendo bebes o habiendo nacido cuando su madre estaba secuestrada, hoy adultos, buscan todavía las Abuelas.
La Dra. Andrea Palomas Alarcón nació en Buenos Aires el 15 de mayo de 1965 en el seno de una familia de clase media. Padre policía (se retiró como comisario de la Policía Federal en 1967) y madre empresaria, tenía un negocio de ropa y su propio taller de confecciones.
Fue a una escuela religiosa en donde perdió la fe en la Iglesia, no en Dios ni en Cristo, sólo en la Iglesia.
Estudió equivocadamente agronomía, por creer que esos veranos en el campo de unos amigos en La Pampa eran la forma en que quería vivir el resto de su vida. Nunca se desvinculó totalmente de ese sueño pero siguió otros…como pelear contra la injusticia.
Estudió derecho y conoció la justicia desde ambos lados del mostrador, estuvo algún tiempo en un juzgado civil como meritoria y luego pasó por varios estudios jurídicos como procuradora, abogada junior y socia. Hoy tiene su propio estudio y perseguir el sueño de pelear por un país más justo, más ajustado a las leyes es como se ve terminando sus días.
Pensé en contestarle a la Sra. Graciela Fernández Meijide su carta de hoy en La Nación mediante una carta, mía, abierta pero después recordé que los derechosos defensores de “genocidas” somos básicamente ingenuos y me pregunté si le interesará verdaderamente mi opinión.
Prefiero escribirle a una sociedad ingenua como yo, que ya empieza a entender que ha sido estafada en su buena fe… una y otra vez.
Le digo a esa sociedad, por si no lo sabe, que Pablo Fernández Meijide no era un joven “guevarista” como su madre lo presenta, volcando sus propias preferencias políticas, tal vez, como esos padres que vuelcan en sus hijos la frustración de una carrera trunca. “Pablito”, como lo llama en los reportajes, era montonero “uno de sus mejores cuadros” dicen sus camaradas y se preguntan frecuentemente porque Graciela lo niega y lo oculta. Se lo preguntan con desdén y reproche.
Pablito era montonero y según su madre, desapareció de su hogar una madrugada del ´77 mientras dormía apaciblemente. Una “patota” de monstruos entró a su casa por la fuerza y se lo llevó.
Pablito tenía a otros amigos durmiendo en su cuarto, en bolsas de dormir y colchones; a ninguno de ellos se lo llevaron y, ni siquiera, los demoraron para averiguar sus antecedentes pero ya sabemos que los monstruos son torpes y no pensaron que si Pablito era montonero, sus amigos podrían estar vinculados a la “orga”.
Sorprendentemente tampoco despertaron a sus hermanos, un varón y una mujer, que dormían en cuartos cercanos y no oyeron ni vieron nada. Ya sabemos que los monstruos son torpes y no pensaron que si entraban a la casa de un montonero, sus cómplices podrían atacarlos por sorpresa. No revisaron la casa ni reunieron a la familia en un mismo lugar, para tenerlos a la vista, bajo control.
¿Por qué nos vamos a sorprender? ¿Acaso alguna vez se investigó algo respecto de los “desaparecidos”? La CONADEP era un gran escritorio y un gran libro en donde se anotaban denuncias. Nada más.
Se dice con benevolencia que los desaparecidos no son treinta mil, que son nueve mil. Y yo agrego con menos benevolencia: los “desaparecidos” no son nueve mil; nueve mil son las denuncias. El Estado argentino jamás investigó nada. Las denuncias se tomaban y se toman como verdades reveladas. Incuestionables.
Pero lo que más me indigna es que a casi 40 años de esos hechos, fracasada la operación “pedido de perdón”, la madre de Pablo reclame en una carta conocer la verdad de lo que sucedió con él. Y se lo reclame a los militares y policías presos a los que nadie les reconoce derecho alguno, ni a la verdad, ni a la justicia.
Dice Fernández Meijide en su carta que es “en aras de la verdad”.
Y yo le preguntaría que si tiene tanto interés en la “verdad” y no en el “juicio y castigo” con el que nos han torpedeado la cabeza a varias generaciones,¿ por qué no se presentó en los “Juicios por la verdad” de los noventas?
En el año 1999, ante la clausura de las causas penales por las leyes de obediencia debida y punto final, los que pretenden mantener abiertas las heridas de la guerra realizaron una presentación ante la CIDH con el patrocinio del CELS. Consiguieron una “solución amistosa” en la que el Estado argentino se comprometía a garantizar el “derecho a la verdad”.
Fue así que se desarrollaron unas representaciones teatrales (más grotescas que las actuales) en donde el Estado interrogaba con la promesa de no sancionar.
Muchos ingenuos se presentaron a esas representaciones artísticas y pensaron que si aportaran lo poco o mucho que sabían, esos deudos llorosos encontrarían la paz. Pensaron contribuir a cerrar las heridas. Heridas que a esta altura, debemos entender que no cerrarán jamás, porque son una estrategia de financiación política y dominación social.
El “acuerdo amistoso” impedía que la información recogida en los “Juicios por la Verdad” se utilizara para sancionar. La CIDH estuvo muy conforme con este acuerdo, nunca dijo que hubiera una costumbre internacional de sancionar, ni una responsabilidad internacional, ni nada parecido. Sin embargo las declaraciones de los ingenuos, que fueron buenamente a colaborar, hoy se las toman en su contra en los fraudulentos juicios penales de “lesa humanidad”.
Qué raro que la Sra. Fernández Meijide no se haya presentado a averiguar qué fue de Pablito en aquellos juicios.
Qué raro que se presente ahora, cuando el “pedido de perdón” que le propuso a sus enemigos como condición para hablar de la concordia, naufragó miserablemente.
Cuando nos presentan a la Sra. Fernández Meijide como un paladín de la ecuanimidad y los Derechos Humanos me recuerda a la diferenciación que se hacía hasta hace poco entre Carlotto y Bonafini. A una se la presentaba como a una dama y a la otra como una desaforada. Hoy, todos sabemos quiénes son.
Hace tiempo perdí mi ingenuidad respecto de la Sra. Fernández Meijide. Tenía mis reparos con esta persona pero me terminé de convencer cuando mi amiga Eneida, la esposa de un militar preso político, enfermo de mal de Parkinson, se le acercó durante el receso en una de estas charlas por la concordia nacional. Le agradeció emocionada que formara parte de estos encuentros y le contó el caso de su marido al que, en estos días, vuelven a juzgar, llevándolo y trayéndolo hasta muy altas horas de la noche y la madrugada.
Fernández Meijide, abandonando el tono edulcorado que observaba durante la charla le contestó secamente “yo trabajé 40 años para que los militares vayan presos, ahora ustedes trabajen para liberarlos… si pueden”.
Otra respuesta a Graciela Fernández Meijide
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Un debate de todos
Por Graciela Fernández Meijide
El viernes 28 de octubre, en el editorial de LA NACION titulado “Un símbolo emblemático de la mentira” se afirma en la bajada: “El debate por los derechos humanos no es propiedad de ningún sector político; pretenderlo es desconocer, precisamente, los derechos de todos a saber la verdad”.
Estoy totalmente de acuerdo. Al mismo tiempo, como son correctamente citadas opiniones mías sobre el número de los desaparecidos, me siento en la necesidad de decir que es cierto: hay un número de denuncias debidamente documentadas sobre las cuales, y con el indispensable testimonio de testigos -muchos de estos sobrevivientes de centros clandestinos- en 1985 comenzó el camino de la justicia con el juicio a las tres primeras juntas militares de la dictadura que, tras una interrupción de varios años, fue reiniciado en 2005 hasta ahora.
Podríamos decir que, por las particulares circunstancias que vivió este país, incluida la Guerra de Malvinas, a diferencia de lo que ocurrió en países hermanos cuando también recuperaban la democracia, se pudo enjuiciar en la Argentina al terrorismo de Estado. Todo cuanto se conoce sobre quienes fueron víctimas del más perverso método de represión, los desaparecidos, proviene de lo denunciado por los familiares o de los sobrevivientes que colaboraron con sus relatos ante los jueces.
¿Qué está faltando? Nada más ni nada menos que la información sobre el destino de miles de personas, información que ocultan aquellos que sí lo saben. El reclamo a la respuesta ¿qué pasó con los desaparecidos? se mantiene en trágica vigencia.
Ante esta realidad, no veo prioritario discutir cifras y sí enfatizar que no se respondió a ese interrogante.
En aras de “toda la verdad” que nos merecemos todos, el reclamo debería dirigirse a quienes esconden la información que permitiría a los familiares que aún vivimos aliviar el dolor de un duelo que nunca termina. También aceleraría la recuperación de la identidad de quienes siendo bebes o habiendo nacido cuando su madre estaba secuestrada, hoy adultos, buscan todavía las Abuelas.
La Dra. Andrea Palomas Alarcón nació en Buenos Aires el 15 de mayo de 1965 en el seno de una familia de clase media. Padre policía (se retiró como comisario de la Policía Federal en 1967) y madre empresaria, tenía un negocio de ropa y su propio taller de confecciones.
Fue a una escuela religiosa en donde perdió la fe en la Iglesia, no en Dios ni en Cristo, sólo en la Iglesia.
Estudió equivocadamente agronomía, por creer que esos veranos en el campo de unos amigos en La Pampa eran la forma en que quería vivir el resto de su vida. Nunca se desvinculó totalmente de ese sueño pero siguió otros…como pelear contra la injusticia.
Estudió derecho y conoció la justicia desde ambos lados del mostrador, estuvo algún tiempo en un juzgado civil como meritoria y luego pasó por varios estudios jurídicos como procuradora, abogada junior y socia. Hoy tiene su propio estudio y perseguir el sueño de pelear por un país más justo, más ajustado a las leyes es como se ve terminando sus días.
Lea más…
[/one_half] [one_half_last padding=”0 0 0 30px”]Carta Abierta a una sociedad ingenua
Por Andrea Palomas Alarcón
Pensé en contestarle a la Sra. Graciela Fernández Meijide su carta de hoy en La Nación mediante una carta, mía, abierta pero después recordé que los derechosos defensores de “genocidas” somos básicamente ingenuos y me pregunté si le interesará verdaderamente mi opinión.
Prefiero escribirle a una sociedad ingenua como yo, que ya empieza a entender que ha sido estafada en su buena fe… una y otra vez.
Le digo a esa sociedad, por si no lo sabe, que Pablo Fernández Meijide no era un joven “guevarista” como su madre lo presenta, volcando sus propias preferencias políticas, tal vez, como esos padres que vuelcan en sus hijos la frustración de una carrera trunca. “Pablito”, como lo llama en los reportajes, era montonero “uno de sus mejores cuadros” dicen sus camaradas y se preguntan frecuentemente porque Graciela lo niega y lo oculta. Se lo preguntan con desdén y reproche.
Pablito era montonero y según su madre, desapareció de su hogar una madrugada del ´77 mientras dormía apaciblemente. Una “patota” de monstruos entró a su casa por la fuerza y se lo llevó.
Pablito tenía a otros amigos durmiendo en su cuarto, en bolsas de dormir y colchones; a ninguno de ellos se lo llevaron y, ni siquiera, los demoraron para averiguar sus antecedentes pero ya sabemos que los monstruos son torpes y no pensaron que si Pablito era montonero, sus amigos podrían estar vinculados a la “orga”.
Sorprendentemente tampoco despertaron a sus hermanos, un varón y una mujer, que dormían en cuartos cercanos y no oyeron ni vieron nada. Ya sabemos que los monstruos son torpes y no pensaron que si entraban a la casa de un montonero, sus cómplices podrían atacarlos por sorpresa. No revisaron la casa ni reunieron a la familia en un mismo lugar, para tenerlos a la vista, bajo control.
¿Por qué nos vamos a sorprender? ¿Acaso alguna vez se investigó algo respecto de los “desaparecidos”? La CONADEP era un gran escritorio y un gran libro en donde se anotaban denuncias. Nada más.
Se dice con benevolencia que los desaparecidos no son treinta mil, que son nueve mil. Y yo agrego con menos benevolencia: los “desaparecidos” no son nueve mil; nueve mil son las denuncias. El Estado argentino jamás investigó nada. Las denuncias se tomaban y se toman como verdades reveladas. Incuestionables.
Pero lo que más me indigna es que a casi 40 años de esos hechos, fracasada la operación “pedido de perdón”, la madre de Pablo reclame en una carta conocer la verdad de lo que sucedió con él. Y se lo reclame a los militares y policías presos a los que nadie les reconoce derecho alguno, ni a la verdad, ni a la justicia.
Dice Fernández Meijide en su carta que es “en aras de la verdad”.
Y yo le preguntaría que si tiene tanto interés en la “verdad” y no en el “juicio y castigo” con el que nos han torpedeado la cabeza a varias generaciones,¿ por qué no se presentó en los “Juicios por la verdad” de los noventas?
En el año 1999, ante la clausura de las causas penales por las leyes de obediencia debida y punto final, los que pretenden mantener abiertas las heridas de la guerra realizaron una presentación ante la CIDH con el patrocinio del CELS. Consiguieron una “solución amistosa” en la que el Estado argentino se comprometía a garantizar el “derecho a la verdad”.
Fue así que se desarrollaron unas representaciones teatrales (más grotescas que las actuales) en donde el Estado interrogaba con la promesa de no sancionar.
Muchos ingenuos se presentaron a esas representaciones artísticas y pensaron que si aportaran lo poco o mucho que sabían, esos deudos llorosos encontrarían la paz. Pensaron contribuir a cerrar las heridas. Heridas que a esta altura, debemos entender que no cerrarán jamás, porque son una estrategia de financiación política y dominación social.
El “acuerdo amistoso” impedía que la información recogida en los “Juicios por la Verdad” se utilizara para sancionar. La CIDH estuvo muy conforme con este acuerdo, nunca dijo que hubiera una costumbre internacional de sancionar, ni una responsabilidad internacional, ni nada parecido. Sin embargo las declaraciones de los ingenuos, que fueron buenamente a colaborar, hoy se las toman en su contra en los fraudulentos juicios penales de “lesa humanidad”.
Qué raro que la Sra. Fernández Meijide no se haya presentado a averiguar qué fue de Pablito en aquellos juicios.
Qué raro que se presente ahora, cuando el “pedido de perdón” que le propuso a sus enemigos como condición para hablar de la concordia, naufragó miserablemente.
Cuando nos presentan a la Sra. Fernández Meijide como un paladín de la ecuanimidad y los Derechos Humanos me recuerda a la diferenciación que se hacía hasta hace poco entre Carlotto y Bonafini. A una se la presentaba como a una dama y a la otra como una desaforada. Hoy, todos sabemos quiénes son.
Hace tiempo perdí mi ingenuidad respecto de la Sra. Fernández Meijide. Tenía mis reparos con esta persona pero me terminé de convencer cuando mi amiga Eneida, la esposa de un militar preso político, enfermo de mal de Parkinson, se le acercó durante el receso en una de estas charlas por la concordia nacional. Le agradeció emocionada que formara parte de estos encuentros y le contó el caso de su marido al que, en estos días, vuelven a juzgar, llevándolo y trayéndolo hasta muy altas horas de la noche y la madrugada.
Fernández Meijide, abandonando el tono edulcorado que observaba durante la charla le contestó secamente “yo trabajé 40 años para que los militares vayan presos, ahora ustedes trabajen para liberarlos… si pueden”.
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