Sería ocioso recurrir a pruebas de ADN para encontrar al padre de la Triple A: la paternidad del gobierno peronista no admite discusión. Apenas llegado Perón al país (julio de 1973) fue recibido por sus adeptos de izquierda y de derecha con la masacre de Ezeiza. Él mismo y por televisión esa noche dejó bien en claro de qué lado estaba. Pocos meses más tarde, el 19 de enero de 1974, después del copamiento del cuartel de Azul por la banda terrorista ERP, el ya presidente constitucional Juan Perón, públicamente y en uniforme militar, prometió que exterminaría a los subversivos apátridas.
Tres días más tarde, el 22 de enero, citó en Olivos a los diputados montoneros y ante las cámaras de televisión les anticipó que daría la lucha contra el terrorismo, con la ley o sin ella (“no estamos aquí de monigotes”).
“El horno no estaba para bollos”: hacía apenas cuatro meses, el 25 de setiembre de 1973, la banda Montoneros le había tirado el cadáver del Secretario General de la CGT, José Ignacio Rucci, para “negociar” desde una posición de fuerza en la interna peronista. Perón no se dejó “mojar la oreja” y puso a la Triple A en la mesa. La relación amorosa había llegado a su fin y daba paso a la guerra. Los terroristas y el líder se habían usado mutuamente para llegar al poder. Perón no estaba dispuesto a compartirlo y menos a resignarlo.
Un chiste de la época ilustra el momento: dice que el montonero Galimberti le recriminó a Perón el no cumplir su promesa de antaño de que en el futuro el poder sería para los montoneros. A lo que Perón le contestó muy suelto de cuerpo que efectivamente el hizo esa promesa pero que no era hora de cumplirla porque “estaban en el presente”.
Con el ERP la guerra comenzó apenas asumido el gobierno de Cámpora, cuando el terrorista Santucho, en conferencia de prensa, afirmó que durante el gobierno constitucional seguirían matando a empresarios y a militares (cosa que cumplieron acabadamente).
El intento guerrillero de mutilar la provincia de Tucumán del territorio argentino fue una acción más en esa guerra declarada. El gobierno de la presidente María Martínez de Perón, fiel a la política de represión inaugurada por su marido, ordenó aniquilar al ERP. El Ejército Argentino fue el instrumento y “Operación Independencia” fue el nombre de esa acción de guerra defensiva.
En la década del 70, tanto en el gobierno constitucional como en el militar, lo que hubo en la Argentina fue una guerra entre las bandas terroristas y las fuerzas del Estado. No se trató de un enfrentamiento entre civiles y militares. Eso es harina de otro costal. El ERP y Montoneros atacaron de igual forma al gobierno constitucional como al de facto.
Es obvio, sin embargo, que el relato que se baja desde el poder político y desde los medios oculta esta situación o, directamente, la niega. Es más, el que osa formularla ipso facto recibe el correspondiente escrache fascista de las ONG de DD.HH y tachado de “negacionista” (la persecución a Darío Lopérfido, es un ejemplo entre tantos).
La gran victoria de los terroristas consiste en haber travestido su derrota por establecer una dictadura totalitaria en la derrota de la democracia.
Algunos de los principales golpistas del gobierno constitucional fueron Firmenich, Verbitsky, Santucho, Gorriarán Merlo, etc. A quienes jamás les importó un bledo la democracia; al punto que preferían el gobierno militar al de Perón.
En su afiebrada mentalidad marxista (para Marx, “la violencia es la partera de la historia”) entendían que la democracia significaba abandonar la lucha armada y, en consecuencia, un escollo para la toma del poder. En esas circunstancias, casi todos los partidos políticos, como así también, la iglesia católica, la prensa, el sindicalismo y la ciudadanía en general hicieron público su repudio al terrorismo de ERP y Montoneros y también, por cierto, su apoyo a las FF.AA (las que gozaban de más adhesión popular que el gobierno de María Martínez de Perón).
El aciago golpe de Estado llevado adelante por Videla, Massera y Agosti fue, a todas luces, un error. La cúpula militar (no las FF.AA.) que tomó el poder, alentada por buena parte de la clase política, debió dejar que los políticos asumieran su fracaso (económico, político y social) y no hacerse cargo del mismo (como lo advirtió, lúcidamente, el ingeniero Álvaro Alsogaray).
No hacerlo dio pie a la versión marxistoide e infantil de que el golpe de Estado tenía como objetivo entregar la nación al imperialismo y hacer un genocidio con los que se resistían a ello.
He ahí el momento en que el virus terrorista muta y se oculta bajo ropaje demócrata. De allí en más, las cosas se invierten: el haber combatido al terrorismo marxista hace del sujeto un criminal de lesa humanidad y, por el contrario, el haber sido perseguido por cometer crímenes terroristas, en víctima.
La celebración del 24 de marzo como día de la Memoria, la Verdad y la Justicia es el ritual que oficializa el travestismo de la extrema izquierda del que, menos la verdad y la justicia, se ven favorecidos no pocos actores. Por un lado, porque la fecha, 24 de marzo de 1976, lava toda la ropa sucia del peronismo (Triple A, incluida). Los demás, aún el partido Comunista que apoyó a Videla, se invisten en fiscales de la democracia. Los terroristas, lejos de avergonzarse por su pasado criminal, se erigen en autoridad moral en derechos humanos.
Además de la verdad, el pacto entre políticos, sacerdotes, periodistas y terroristas se llevó puestas dos instituciones fundamentales de la nación: las Fuerzas Armadas y, también, la Justicia. Porque llamar con ese nombre a la infame y vengativa persecución contra los militares y civiles en los juicios de lesa humanidad es, también, otra infamia.
Por Mario Cabanillas *
Sería ocioso recurrir a pruebas de ADN para encontrar al padre de la Triple A: la paternidad del gobierno peronista no admite discusión. Apenas llegado Perón al país (julio de 1973) fue recibido por sus adeptos de izquierda y de derecha con la masacre de Ezeiza. Él mismo y por televisión esa noche dejó bien en claro de qué lado estaba. Pocos meses más tarde, el 19 de enero de 1974, después del copamiento del cuartel de Azul por la banda terrorista ERP, el ya presidente constitucional Juan Perón, públicamente y en uniforme militar, prometió que exterminaría a los subversivos apátridas.
Tres días más tarde, el 22 de enero, citó en Olivos a los diputados montoneros y ante las cámaras de televisión les anticipó que daría la lucha contra el terrorismo, con la ley o sin ella (“no estamos aquí de monigotes”).
“El horno no estaba para bollos”: hacía apenas cuatro meses, el 25 de setiembre de 1973, la banda Montoneros le había tirado el cadáver del Secretario General de la CGT, José Ignacio Rucci, para “negociar” desde una posición de fuerza en la interna peronista. Perón no se dejó “mojar la oreja” y puso a la Triple A en la mesa. La relación amorosa había llegado a su fin y daba paso a la guerra. Los terroristas y el líder se habían usado mutuamente para llegar al poder. Perón no estaba dispuesto a compartirlo y menos a resignarlo.
Un chiste de la época ilustra el momento: dice que el montonero Galimberti le recriminó a Perón el no cumplir su promesa de antaño de que en el futuro el poder sería para los montoneros. A lo que Perón le contestó muy suelto de cuerpo que efectivamente el hizo esa promesa pero que no era hora de cumplirla porque “estaban en el presente”.
Con el ERP la guerra comenzó apenas asumido el gobierno de Cámpora, cuando el terrorista Santucho, en conferencia de prensa, afirmó que durante el gobierno constitucional seguirían matando a empresarios y a militares (cosa que cumplieron acabadamente).
El intento guerrillero de mutilar la provincia de Tucumán del territorio argentino fue una acción más en esa guerra declarada. El gobierno de la presidente María Martínez de Perón, fiel a la política de represión inaugurada por su marido, ordenó aniquilar al ERP. El Ejército Argentino fue el instrumento y “Operación Independencia” fue el nombre de esa acción de guerra defensiva.
En la década del 70, tanto en el gobierno constitucional como en el militar, lo que hubo en la Argentina fue una guerra entre las bandas terroristas y las fuerzas del Estado. No se trató de un enfrentamiento entre civiles y militares. Eso es harina de otro costal. El ERP y Montoneros atacaron de igual forma al gobierno constitucional como al de facto.
Es obvio, sin embargo, que el relato que se baja desde el poder político y desde los medios oculta esta situación o, directamente, la niega. Es más, el que osa formularla ipso facto recibe el correspondiente escrache fascista de las ONG de DD.HH y tachado de “negacionista” (la persecución a Darío Lopérfido, es un ejemplo entre tantos).
La gran victoria de los terroristas consiste en haber travestido su derrota por establecer una dictadura totalitaria en la derrota de la democracia.
Algunos de los principales golpistas del gobierno constitucional fueron Firmenich, Verbitsky, Santucho, Gorriarán Merlo, etc. A quienes jamás les importó un bledo la democracia; al punto que preferían el gobierno militar al de Perón.
En su afiebrada mentalidad marxista (para Marx, “la violencia es la partera de la historia”) entendían que la democracia significaba abandonar la lucha armada y, en consecuencia, un escollo para la toma del poder. En esas circunstancias, casi todos los partidos políticos, como así también, la iglesia católica, la prensa, el sindicalismo y la ciudadanía en general hicieron público su repudio al terrorismo de ERP y Montoneros y también, por cierto, su apoyo a las FF.AA (las que gozaban de más adhesión popular que el gobierno de María Martínez de Perón).
El aciago golpe de Estado llevado adelante por Videla, Massera y Agosti fue, a todas luces, un error. La cúpula militar (no las FF.AA.) que tomó el poder, alentada por buena parte de la clase política, debió dejar que los políticos asumieran su fracaso (económico, político y social) y no hacerse cargo del mismo (como lo advirtió, lúcidamente, el ingeniero Álvaro Alsogaray).
No hacerlo dio pie a la versión marxistoide e infantil de que el golpe de Estado tenía como objetivo entregar la nación al imperialismo y hacer un genocidio con los que se resistían a ello.
He ahí el momento en que el virus terrorista muta y se oculta bajo ropaje demócrata. De allí en más, las cosas se invierten: el haber combatido al terrorismo marxista hace del sujeto un criminal de lesa humanidad y, por el contrario, el haber sido perseguido por cometer crímenes terroristas, en víctima.
La celebración del 24 de marzo como día de la Memoria, la Verdad y la Justicia es el ritual que oficializa el travestismo de la extrema izquierda del que, menos la verdad y la justicia, se ven favorecidos no pocos actores. Por un lado, porque la fecha, 24 de marzo de 1976, lava toda la ropa sucia del peronismo (Triple A, incluida). Los demás, aún el partido Comunista que apoyó a Videla, se invisten en fiscales de la democracia. Los terroristas, lejos de avergonzarse por su pasado criminal, se erigen en autoridad moral en derechos humanos.
Además de la verdad, el pacto entre políticos, sacerdotes, periodistas y terroristas se llevó puestas dos instituciones fundamentales de la nación: las Fuerzas Armadas y, también, la Justicia. Porque llamar con ese nombre a la infame y vengativa persecución contra los militares y civiles en los juicios de lesa humanidad es, también, otra infamia.
* Presidente del Centro de Estudios Salta.
Envío y Colaboración: Mauricio Ortín
PrisioneroEnArgentina.com
Marzo 23, 2020