La herida aún está verde y esta experiencia actúa como sal sobre ella. Pero no me inmolaré. Tal vez me detenga y lo grite al mundo. Puede ser que ayude. Esa fue mi primera y peor falla posible que he realizado.
Los lunes son feos, pero las mañanas de los domingos es un día extraño. Mis hijas tienen planes que no coinciden con los nuestros, y mis planes no coinciden con los de Oscar, mi adorado esposo, quien decide ver televisión cuando más necesito su ayuda. Aprovechándose de que las chicas daban vueltas y vueltas y no encontraban esto o aquello, Oscar me dijo que el se ocuparía. Que saliera hacia la misa dominical y que nos reuniríamos en la iglesia.
Tomé mi cartera y salí apurada. ¿Por qué mi angustia me llevaba a acelerar mi propósito? Es que siempre llegamos tarde y somos blancos de las miradas de los asistentes.
Corrí hacia el auto, pasé por la gasolinera, compré una taza de café en Starbucks, estacioné el vehículo en la parte trasera de la iglesia, caminé a paso acelerado, tomé tres biblias del estante de la entrada (para reservar lugares para el resto de mi familia en los bancos) y me senté con una sonrisa en mis labios, era la primera en llegar. Una perfecta devota del señor y respetuosa de los horarios, tal vez, por única vez en mi vida.
Con una amplia sonrisa, disfruté del asiento, acomodé y reacomodé los ejemplares de las biblias para disponer de amplio espacio, miré los mensajes en mi teléfono celular (y los volví a observar) Les envié sonrisas a quienes iban llegando al lugar con rostro orgulloso de Llegué primera, ¿lo han notado?, pero luego de veinte minutos de espera, recibí un mensaje de texto de Oscar, informándome que estaban atascados en un paso de trenes. A los pocos minutos, fue anunciado que el pastor estaba una hora retrasado. El dilema fue si debía permanecer sentada y tal vez perder mi status de ser reconocida como la primera en llegar o dejar las biblias reservando lugares (y tal vez mi abrigo) y congregarme a conversar con otros parroquianos que se reunían en los jardines del edificio. Decidí hacer esto último. Me mostré amable con todos, intercambié palabras con muchos, saludé desde la distancia a algunos. Todos me miraban, el impacto de ser la primera en arribar fue sorprendente. Todos, seguramente, admiraban mi compromiso con el Señor.
Cuando llegó el pastor, alzó las cejas y tras un breve saludo, continuó su paso realmente tocado por mi conducta.
Cuando llegaron Oscar y las chicas, alzaron las cejas y me llamaron a un aparte. Oscar me pidió que le prestara un espejo. Comenzó a moverlo para reflejar mi rostro en el vidrio. Mi maquillaje estaba bien, sin colores exagerados, propio de una misa dominical. Descendió el cristal para llegar a mi blusa. Impecable prenda amarilla con ribetes color crema y de cuello cerrado, como el de una discreta bibliotecaria. El espejo descendió y comencé a preocuparme, pues el rostro dulce de Oscar se tornaba en ese que parecía un ángel del mismísimo demonio.
Una tela clara y muy fina. Color piel y confusamente transparente. Si, mis enaguas custodiaban mi cuerpo desde la cintura hasta mis rodillas. Había olvidado calzarme las polleras y así había deambulado frente a docenas de personas en la gasolinera, en la cafetería, en la iglesia y en los jardines de esta.
A mi favor está decir que nadie criticó mi trasero, ni mi gusto en ropa interior.
👵🏾
Por Vida Bolt.
La herida aún está verde y esta experiencia actúa como sal sobre ella. Pero no me inmolaré. Tal vez me detenga y lo grite al mundo. Puede ser que ayude. Esa fue mi primera y peor falla posible que he realizado.
Los lunes son feos, pero las mañanas de los domingos es un día extraño. Mis hijas tienen planes que no coinciden con los nuestros, y mis planes no coinciden con los de Oscar, mi adorado esposo, quien decide ver televisión cuando más necesito su ayuda. Aprovechándose de que las chicas daban vueltas y vueltas y no encontraban esto o aquello, Oscar me dijo que el se ocuparía. Que saliera hacia la misa dominical y que nos reuniríamos en la iglesia.
Tomé mi cartera y salí apurada. ¿Por qué mi angustia me llevaba a acelerar mi propósito? Es que siempre llegamos tarde y somos blancos de las miradas de los asistentes.
Corrí hacia el auto, pasé por la gasolinera, compré una taza de café en Starbucks, estacioné el vehículo en la parte trasera de la iglesia, caminé a paso acelerado, tomé tres biblias del estante de la entrada (para reservar lugares para el resto de mi familia en los bancos) y me senté con una sonrisa en mis labios, era la primera en llegar. Una perfecta devota del señor y respetuosa de los horarios, tal vez, por única vez en mi vida.
Con una amplia sonrisa, disfruté del asiento, acomodé y reacomodé los ejemplares de las biblias para disponer de amplio espacio, miré los mensajes en mi teléfono celular (y los volví a observar) Les envié sonrisas a quienes iban llegando al lugar con rostro orgulloso de Llegué primera, ¿lo han notado?, pero luego de veinte minutos de espera, recibí un mensaje de texto de Oscar, informándome que estaban atascados en un paso de trenes. A los pocos minutos, fue anunciado que el pastor estaba una hora retrasado. El dilema fue si debía permanecer sentada y tal vez perder mi status de ser reconocida como la primera en llegar o dejar las biblias reservando lugares (y tal vez mi abrigo) y congregarme a conversar con otros parroquianos que se reunían en los jardines del edificio. Decidí hacer esto último. Me mostré amable con todos, intercambié palabras con muchos, saludé desde la distancia a algunos. Todos me miraban, el impacto de ser la primera en arribar fue sorprendente. Todos, seguramente, admiraban mi compromiso con el Señor.
Cuando llegó el pastor, alzó las cejas y tras un breve saludo, continuó su paso realmente tocado por mi conducta.
Cuando llegaron Oscar y las chicas, alzaron las cejas y me llamaron a un aparte. Oscar me pidió que le prestara un espejo. Comenzó a moverlo para reflejar mi rostro en el vidrio. Mi maquillaje estaba bien, sin colores exagerados, propio de una misa dominical. Descendió el cristal para llegar a mi blusa. Impecable prenda amarilla con ribetes color crema y de cuello cerrado, como el de una discreta bibliotecaria. El espejo descendió y comencé a preocuparme, pues el rostro dulce de Oscar se tornaba en ese que parecía un ángel del mismísimo demonio.
Una tela clara y muy fina. Color piel y confusamente transparente. Si, mis enaguas custodiaban mi cuerpo desde la cintura hasta mis rodillas. Había olvidado calzarme las polleras y así había deambulado frente a docenas de personas en la gasolinera, en la cafetería, en la iglesia y en los jardines de esta.
A mi favor está decir que nadie criticó mi trasero, ni mi gusto en ropa interior.
Pero, aún escucho la risa maléfica de Oscar.
PrisioneroEnArgentina.com
Mayo 31, 2022