Los otros días, en una nota del diario “La Gaceta” de mi Provincia”, bajo el título a 80 años de un proyecto de una gran avenida central y también en sus cotidianas evocaciones de efemérides históricas se ha memorado el nacimiento, en 1889, de Roque Raúl Aragón. Sé que no me corresponde ocuparme del asunto, por la sencilla razón de que me alcanzan las generales de la ley, ya que se trata de mi abuelo. Pero ha sido tan límpida y patriótica la actuación política de Roque Raúl Aragón, tan noble y desinteresada, tan eficaz y valiosa para la sociedad de la época en que le cupo actuar, tan reconocida por sus contemporáneos y tan valorada por las generaciones posteriores, que no puedo resistirme a la tentación de homenajear a mi abuelo. Podríamos memorar su militancia radical de toda una vida, su lucha por un radicalismo yrigoyenista, intransigente, combativo, insobornable, un radicalismo que no se amilanó con la revolución del 30 sino que asumió su puesto de combate contra una concordancia ilegítima y fraudulenta. Un radicalismo que defendió las libertades ciudadanas cuando las vio amenazadas por una indebida intromisión del Estado en la sociedad y, peor, por la subordinación del Estado a un personalismo cesarista. O a su actuación de diputado, en épocas heroicas en que los diputados ejercían su mandato sólo por aceptación de un compromiso ante el pueblo y por el honor de representarlo, sin que ninguna dieta remunerara su labor, modalidad que él sostuvo que debía mantenerse ya que ponía en evidencia la voluntad de servir como único objetivo. A su labor de profesor en el Instituto Técnico y en la Escuela Normal, labor con la que se propuso instruir a sus alumnos pero, mucho más, orientar sus vidas para ayudarlos a que fueran personas de bien. O a su intendencia municipal, en épocas en que esas funciones duraban sólo dos años, pero él supo, brillantemente, realizar una obra que bien justificaría veinte años de acciones eficaces. Pero hay otro aspecto que es más memorable por ser imperecedero. Las actuaciones políticas corresponden a las necesidades de una época y las épocas, al cambiar, modifican sus objetivos. Las obras de gobierno, las mejoras laborales al personal municipal, las campañas sanitarias contra la tuberculosis, la atención hospitalaria, las mejoras a los mercados, los pavimentos suburbanos, acaban por precisar sucesivas atenciones y progresivas ampliaciones, y hasta magníficas construcciones como el matadero frigorífico o el mercado del Norte, con el paso de los años pueden sustituirse por nuevas modalidades de trabajo o darse con que sus estructuras se han envejecido. Pero el legado del doctor Aragón que por siempre integrará el patrimonio colectivo de los tucumanos, es su decencia, su vocación noble, valiente, desinteresada de ponerse al servicio del prójimo, al servicio de la sociedad, al servicio de la docencia, al servicio de los deberes asumidos con total abnegación y el absoluto desprecio por las propias conveniencias y por el descanso y el bienestar personal. En eso, la memoria de mi abuelo queda como una luminosa antorcha que ha de durar para siempre en Tucumán afirmando una enseñanza: la labor política debe – y él demostró que puede- realizarse con el ánimo más levantado y generoso, en virtud de la aceptación de los compromisos asumidos con la patria, con la sociedad y con la raza, que es el reconocimiento de los deberes asumidos ante las generaciones pasadas y que deben constituirse en ejemplo de las generaciones venideras. Para ese paradigma docente, vaya este mi humilde homenaje de su nieto.
Escribe Jorge B. Lobo Aragón.
Homenaje a mi Abuelo…
Los otros días, en una nota del diario “La Gaceta” de mi Provincia”, bajo el título a 80 años de un proyecto de una gran avenida central y también en sus cotidianas evocaciones de efemérides históricas se ha memorado el nacimiento, en 1889, de Roque Raúl Aragón. Sé que no me corresponde ocuparme del asunto, por la sencilla razón de que me alcanzan las generales de la ley, ya que se trata de mi abuelo. Pero ha sido tan límpida y patriótica la actuación política de Roque Raúl Aragón, tan noble y desinteresada, tan eficaz y valiosa para la sociedad de la época en que le cupo actuar, tan reconocida por sus contemporáneos y tan valorada por las generaciones posteriores, que no puedo resistirme a la tentación de homenajear a mi abuelo. Podríamos memorar su militancia radical de toda una vida, su lucha por un radicalismo yrigoyenista, intransigente, combativo, insobornable, un radicalismo que no se amilanó con la revolución del 30 sino que asumió su puesto de combate contra una concordancia ilegítima y fraudulenta. Un radicalismo que defendió las libertades ciudadanas cuando las vio amenazadas por una indebida intromisión del Estado en la sociedad y, peor, por la subordinación del Estado a un personalismo cesarista. O a su actuación de diputado, en épocas heroicas en que los diputados ejercían su mandato sólo por aceptación de un compromiso ante el pueblo y por el honor de representarlo, sin que ninguna dieta remunerara su labor, modalidad que él sostuvo que debía mantenerse ya que ponía en evidencia la voluntad de servir como único objetivo. A su labor de profesor en el Instituto Técnico y en la Escuela Normal, labor con la que se propuso instruir a sus alumnos pero, mucho más, orientar sus vidas para ayudarlos a que fueran personas de bien. O a su intendencia municipal, en épocas en que esas funciones duraban sólo dos años, pero él supo, brillantemente, realizar una obra que bien justificaría veinte años de acciones eficaces. Pero hay otro aspecto que es más memorable por ser imperecedero. Las actuaciones políticas corresponden a las necesidades de una época y las épocas, al cambiar, modifican sus objetivos. Las obras de gobierno, las mejoras laborales al personal municipal, las campañas sanitarias contra la tuberculosis, la atención hospitalaria, las mejoras a los mercados, los pavimentos suburbanos, acaban por precisar sucesivas atenciones y progresivas ampliaciones, y hasta magníficas construcciones como el matadero frigorífico o el mercado del Norte, con el paso de los años pueden sustituirse por nuevas modalidades de trabajo o darse con que sus estructuras se han envejecido. Pero el legado del doctor Aragón que por siempre integrará el patrimonio colectivo de los tucumanos, es su decencia, su vocación noble, valiente, desinteresada de ponerse al servicio del prójimo, al servicio de la sociedad, al servicio de la docencia, al servicio de los deberes asumidos con total abnegación y el absoluto desprecio por las propias conveniencias y por el descanso y el bienestar personal. En eso, la memoria de mi abuelo queda como una luminosa antorcha que ha de durar para siempre en Tucumán afirmando una enseñanza: la labor política debe – y él demostró que puede- realizarse con el ánimo más levantado y generoso, en virtud de la aceptación de los compromisos asumidos con la patria, con la sociedad y con la raza, que es el reconocimiento de los deberes asumidos ante las generaciones pasadas y que deben constituirse en ejemplo de las generaciones venideras. Para ese paradigma docente, vaya este mi humilde homenaje de su nieto.
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