El editorial de LA NACIÓN del domingo pasado describe con todo detalle el último vergonzoso prevaricato de la Corte Suprema que, con la honrosa excepción del voto del doctor Rosenkrantz, resolvió contrariamente a la aplicación de la ley más benigna para los acusados de delitos llamados de lesa humanidad, ya que estos son los únicos que no gozarán del beneficio de la ley del dos por uno. Luego hace un repaso de las distintas situaciones vividas en la Argentina, que con mayor o menor justificación afectaron tanto los derechos constitucionales de los ciudadanos como la seguridad jurídica, clave para la subsistencia de la República. Al listado de desbarajustes citados en el editorial, considero esencial agregar el más grave de ellos, ocurrido a partir del gobierno kirchnerista. Jamás en la historia, desde la Corte Suprema para abajo, se demolió el derecho en sus principios más fundamentales, como el principio de legalidad, cosa juzgada, aplicación de la ley penal más benigna, la prescripción, etcétera. El Congreso sancionó las leyes de amnistía y luego las anuló. La Corte declaró la constitucionalidad de esas leyes y luego avaló las nulidades. Esos fueron “los obstáculos” que el expresidente Lorenzetti dijo que hubo que remover para posibilitar la reapertura de los juicios por hechos ocurridos 40 años atrás, cometiendo un gigantesco prevaricato.
Todo eso dio lugar a que jueces corruptos se ensañaran mediante procesos absolutamente ilegales a encarcelar a más de 2000 militares, fuerzas de seguridad, civiles y religiosos, para los que no existen ninguna de las garantías y derechos que la Constitución asegura para todos los habitantes del país. Estos jueces no imparten justicia, sino instrumentan la venganza. Esta población vulnerable, cuyo promedio de edad es de 75 años, es groseramente discriminada y se puede afirmar, sin eufemismos, que se trata de una población descartada de la sociedad, condenada a morir en la cárcel, ya han muerto 490, últimamente a razón de dos por semana.
El máximo tribunal de justicia es la piedra fundamental de la credibilidad y su estructura institucional reposa en la solidez de sus fallos
24 de febrero de 2019
La ley 24.390 de 1994, conocida como del dos por uno, dispuso que luego de transcurridos dos años de prisión preventiva, deben computarse dos días de prisión por cada día de encarcelamiento cautelar. El 3 de mayo de 2017, la Corte Suprema de Justicia resolvió, en el caso Muiña, que también frente a un delito calificado como de lesa humanidad correspondía hacer ese cómputo, ya que la ley no preveía tal excepción. Por el voto de la mayoría, se resolvió el “dilema moral que plantea en el juzgador la aplicación de un criterio de benignidad a condenados por delitos de lesa humanidad”, para concluir que “el dilema debe ser resuelto con la estricta aplicación de la Constitución y las leyes”, según el voto de Horacio Rosatti. Sin embargo, como señalamos en una opinión editorial anterior, se desató de inmediato una intensa campaña mediática contra el fallo, incluyendo marchas, escraches y amenazas contra los jueces de la Corte. Esto motivó que las dos cámaras del Congreso buscasen una solución política que tendiese el puente de plata para revertir aquella jurisprudencia. Así, se dictó la ley 27.362, que estableció una interpretación eufemísticamente llamada “auténtica” del artículo 7° de la ley 24.390. Se limitó de tal modo la aplicación del dos por uno en casos de delitos de lesa humanidad, genocidio o crímenes de guerra.
El 4 de diciembre último, la Corte se expidió en un caso similar (Rufino Batalla) y modificó el criterio del caso Muiña, basándose precisamente en la nueva ley 27.362. Muchos interpretarán, no sin razón, que los jueces parecieron cambiar de opinión ante la reacción social, aparentemente mayoritaria, por el fallo Muiña. En otras franjas de la sociedad se manifestó una posición distinta. Al pretender justificarse en función de la nueva ley, los dos ministros del tribunal que modificaron su criterio introdujeron una novedad controvertible en la jurisprudencia de la Corte: admitieron la posibilidad de dictar leyes penales retroactivas cuando el Congreso las denomine “interpretativas” de otras penales anteriores, aunque fuesen tan antiguas como la ley del dos por uno. En rigor, no había mucho para interpretar, ya que lo que hizo la supuesta norma interpretativa del Congreso fue modificar el alcance de una norma anterior a fin de excluir del beneficio del dos por uno a los procesados por delitos de lesa humanidad, con lo cual no quedaba resquicio para sostener su aplicación retroactiva.
El único magistrado que no modificó su opinión fue el presidente de la Corte, Carlos Rosenkrantz. En su solitaria disidencia, no poco valiente dados los ecos callejeros que había suscitado la cuestión, Rosenkrantz reconoció que la reacción social que motivó el dictado de la ley 27.362 había expresado tanto el legado del “nunca más” como el objetivo social de no claudicar en la persecución de delitos de lesa humanidad. Nadie podrá discutir que es ese un noble objetivo que el presidente del alto tribunal verdaderamente encarna. Pero, claro, para Rosenkrantz no cualquier modo de poner en práctica ese compromiso de estatura histórica es necesariamente respetuoso de la Constitución nacional. Sostuvo así que “la Constitución nos exige extender las garantías que consagra -como el principio de irretroactividad de la ley penal- a todos por igual” y que apartarnos de sus mandatos “pone en peligro el mejor, pero a la vez el más frágil, arreglo institucional que se ha inventado para que gente que está en desacuerdo acerca de muchas cuestiones pueda aspirar a convivir”.
La Argentina vivió muchas situaciones extremas. También, crisis económicas profundas que llevaron a decretar medidas de emergencia, con mayor o menor justificación, que afectaron tanto derechos constitucionales de los ciudadanos como la seguridad jurídica, clave para las inversiones.
Durante el gobierno de Frondizi, en 1962, se pagaron los sueldos públicos con bonos, mientras que el de Illia anuló los contratos petroleros y dispuso la primera pesificación de ahorros en bancos (1964). En 1973 se dispuso la nacionalización de depósitos y una artillería de controles de precios y de cambios que culminaron con el Rodrigazo, de 1975. Para paliar los efectos del abandono de la “tablita cambiaria” (1981), Cavallo estatizó como presidente del Banco Central la deuda privada, en 1982. Las necesidades fiscales llevaron a Alfonsín a adoptar el Plan Austral, en 1985, con su desagio y default unilateral. Y, en 1987. dispuso el “ahorro forzoso”, que no pudo detener la hiperinflación de 1989. Menem obligó a canjear depósitos por bonos (Plan Bonex, 1989) y declaró la emergencia económica. De la Rúa dispuso el “corralito” en 2001 y sus sucesores aplaudieron en el Congreso el default, el abandono de la convertibilidad y la pesificación asimétrica. Durante la gestión kirchnerista, se estatizaron los ahorros de las AFJP (2008), se estableció el cepo cambiario (2011) y se confiscó YPF (2012).
En ese contexto de sucesivas crisis, no es de extrañar que haya habido una explosión de litigiosidad en todos los ámbitos, de lo contencioso y comercial a lo laboral, pasando por las jubilaciones y los pleitos contra el Estado derivados de emergencias y regulaciones abusivas, atestando los tribunales y provocando presiones sobre la Corte para validar decisiones arbitrarias. Sabemos lo que esto costó al país en tribunales del extranjero.
Todas esas normas de excepción, violación de contratos, alteración de reglas, conforman el marco institucional que los inversores argentinos y extranjeros consideran cuando evalúan las condiciones para construir fábricas, tender caminos, emplear gente o prestar dinero a la Argentina o a sus empresas. Es el sustrato del llamado “riesgo país”, índice que ha vuelto a crecer en los últimos días, luego de conocerse otro controvertido fallo de la Corte, firmado por tres de sus integrantes, por el cual se condenó al Estado nacional a pagar 15.000 millones de pesos a la provincia de San Luis por la detracción de fondos coparticipables para financiar a la Anses entre 2006 y 2015.
Los poderes políticos suelen moverse de acuerdo con las necesidades del corto plazo, tanto buscando el aplauso inmediato como trasladando costos a las generaciones siguientes. Por ello, la Corte es la única institución que tiene capacidad de actuar como quilla y timón para que la Argentina mantenga el rumbo respetando las instituciones que aseguran la forma republicana de gobierno y las garantías constitucionales que devienen para todos los ciudadanos, sin distinción.
La reconstrucción de las instituciones y la recuperación de la confianza son el mayor desafío que el país debería asumir como política de Estado. Sin ellas no habrá pan, ni trabajo, ni educación, ni salud, ni seguridad, ni futuro. La Corte es la piedra fundamental de la credibilidad y toda su estructura institucional reposa sobre la solidez de sus fallos, en tanto sus efectos son por demás relevantes al condicionar nuestro futuro como Nación.
De ahí la relevancia del voto, por así llamarlo testimonial, de Rosenkrantz en el pronunciamiento de diciembre, en uno de los temas todavía más sensibles, pero a propósito de los cuales los argentinos con templanza de carácter se definen por sus propias ideas aunque deban enfrentarse con la intolerancia de los que alientan un pensamiento único.
Por Alberto Solanet
El editorial de LA NACIÓN del domingo pasado describe con todo detalle el último vergonzoso prevaricato de la Corte Suprema que, con la honrosa excepción del voto del doctor Rosenkrantz, resolvió contrariamente a la aplicación de la ley más benigna para los acusados de delitos llamados de lesa humanidad, ya que estos son los únicos que no gozarán del beneficio de la ley del dos por uno. Luego hace un repaso de las distintas situaciones vividas en la Argentina, que con mayor o menor justificación afectaron tanto los derechos constitucionales de los ciudadanos como la seguridad jurídica, clave para la subsistencia de la República. Al listado de desbarajustes citados en el editorial, considero esencial agregar el más grave de ellos, ocurrido a partir del gobierno kirchnerista. Jamás en la historia, desde la Corte Suprema para abajo, se demolió el derecho en sus principios más fundamentales, como el principio de legalidad, cosa juzgada, aplicación de la ley penal más benigna, la prescripción, etcétera. El Congreso sancionó las leyes de amnistía y luego las anuló. La Corte declaró la constitucionalidad de esas leyes y luego avaló las nulidades. Esos fueron “los obstáculos” que el expresidente Lorenzetti dijo que hubo que remover para posibilitar la reapertura de los juicios por hechos ocurridos 40 años atrás, cometiendo un gigantesco prevaricato.
Todo eso dio lugar a que jueces corruptos se ensañaran mediante procesos absolutamente ilegales a encarcelar a más de 2000 militares, fuerzas de seguridad, civiles y religiosos, para los que no existen ninguna de las garantías y derechos que la Constitución asegura para todos los habitantes del país. Estos jueces no imparten justicia, sino instrumentan la venganza. Esta población vulnerable, cuyo promedio de edad es de 75 años, es groseramente discriminada y se puede afirmar, sin eufemismos, que se trata de una población descartada de la sociedad, condenada a morir en la cárcel, ya han muerto 490, últimamente a razón de dos por semana.
Alberto Solanet
asolanet@estudiosolanet.com.ar
Editorial LA NACIÓN
La Corte Suprema y el riesgo país
El máximo tribunal de justicia es la piedra fundamental de la credibilidad y su estructura institucional reposa en la solidez de sus fallos
24 de febrero de 2019
La ley 24.390 de 1994, conocida como del dos por uno, dispuso que luego de transcurridos dos años de prisión preventiva, deben computarse dos días de prisión por cada día de encarcelamiento cautelar. El 3 de mayo de 2017, la Corte Suprema de Justicia resolvió, en el caso Muiña, que también frente a un delito calificado como de lesa humanidad correspondía hacer ese cómputo, ya que la ley no preveía tal excepción. Por el voto de la mayoría, se resolvió el “dilema moral que plantea en el juzgador la aplicación de un criterio de benignidad a condenados por delitos de lesa humanidad”, para concluir que “el dilema debe ser resuelto con la estricta aplicación de la Constitución y las leyes”, según el voto de Horacio Rosatti. Sin embargo, como señalamos en una opinión editorial anterior, se desató de inmediato una intensa campaña mediática contra el fallo, incluyendo marchas, escraches y amenazas contra los jueces de la Corte. Esto motivó que las dos cámaras del Congreso buscasen una solución política que tendiese el puente de plata para revertir aquella jurisprudencia. Así, se dictó la ley 27.362, que estableció una interpretación eufemísticamente llamada “auténtica” del artículo 7° de la ley 24.390. Se limitó de tal modo la aplicación del dos por uno en casos de delitos de lesa humanidad, genocidio o crímenes de guerra.
El 4 de diciembre último, la Corte se expidió en un caso similar (Rufino Batalla) y modificó el criterio del caso Muiña, basándose precisamente en la nueva ley 27.362. Muchos interpretarán, no sin razón, que los jueces parecieron cambiar de opinión ante la reacción social, aparentemente mayoritaria, por el fallo Muiña. En otras franjas de la sociedad se manifestó una posición distinta. Al pretender justificarse en función de la nueva ley, los dos ministros del tribunal que modificaron su criterio introdujeron una novedad controvertible en la jurisprudencia de la Corte: admitieron la posibilidad de dictar leyes penales retroactivas cuando el Congreso las denomine “interpretativas” de otras penales anteriores, aunque fuesen tan antiguas como la ley del dos por uno. En rigor, no había mucho para interpretar, ya que lo que hizo la supuesta norma interpretativa del Congreso fue modificar el alcance de una norma anterior a fin de excluir del beneficio del dos por uno a los procesados por delitos de lesa humanidad, con lo cual no quedaba resquicio para sostener su aplicación retroactiva.
El único magistrado que no modificó su opinión fue el presidente de la Corte, Carlos Rosenkrantz. En su solitaria disidencia, no poco valiente dados los ecos callejeros que había suscitado la cuestión, Rosenkrantz reconoció que la reacción social que motivó el dictado de la ley 27.362 había expresado tanto el legado del “nunca más” como el objetivo social de no claudicar en la persecución de delitos de lesa humanidad. Nadie podrá discutir que es ese un noble objetivo que el presidente del alto tribunal verdaderamente encarna. Pero, claro, para Rosenkrantz no cualquier modo de poner en práctica ese compromiso de estatura histórica es necesariamente respetuoso de la Constitución nacional. Sostuvo así que “la Constitución nos exige extender las garantías que consagra -como el principio de irretroactividad de la ley penal- a todos por igual” y que apartarnos de sus mandatos “pone en peligro el mejor, pero a la vez el más frágil, arreglo institucional que se ha inventado para que gente que está en desacuerdo acerca de muchas cuestiones pueda aspirar a convivir”.
La Argentina vivió muchas situaciones extremas. También, crisis económicas profundas que llevaron a decretar medidas de emergencia, con mayor o menor justificación, que afectaron tanto derechos constitucionales de los ciudadanos como la seguridad jurídica, clave para las inversiones.
Durante el gobierno de Frondizi, en 1962, se pagaron los sueldos públicos con bonos, mientras que el de Illia anuló los contratos petroleros y dispuso la primera pesificación de ahorros en bancos (1964). En 1973 se dispuso la nacionalización de depósitos y una artillería de controles de precios y de cambios que culminaron con el Rodrigazo, de 1975. Para paliar los efectos del abandono de la “tablita cambiaria” (1981), Cavallo estatizó como presidente del Banco Central la deuda privada, en 1982. Las necesidades fiscales llevaron a Alfonsín a adoptar el Plan Austral, en 1985, con su desagio y default unilateral. Y, en 1987. dispuso el “ahorro forzoso”, que no pudo detener la hiperinflación de 1989. Menem obligó a canjear depósitos por bonos (Plan Bonex, 1989) y declaró la emergencia económica. De la Rúa dispuso el “corralito” en 2001 y sus sucesores aplaudieron en el Congreso el default, el abandono de la convertibilidad y la pesificación asimétrica. Durante la gestión kirchnerista, se estatizaron los ahorros de las AFJP (2008), se estableció el cepo cambiario (2011) y se confiscó YPF (2012).
En ese contexto de sucesivas crisis, no es de extrañar que haya habido una explosión de litigiosidad en todos los ámbitos, de lo contencioso y comercial a lo laboral, pasando por las jubilaciones y los pleitos contra el Estado derivados de emergencias y regulaciones abusivas, atestando los tribunales y provocando presiones sobre la Corte para validar decisiones arbitrarias. Sabemos lo que esto costó al país en tribunales del extranjero.
Todas esas normas de excepción, violación de contratos, alteración de reglas, conforman el marco institucional que los inversores argentinos y extranjeros consideran cuando evalúan las condiciones para construir fábricas, tender caminos, emplear gente o prestar dinero a la Argentina o a sus empresas. Es el sustrato del llamado “riesgo país”, índice que ha vuelto a crecer en los últimos días, luego de conocerse otro controvertido fallo de la Corte, firmado por tres de sus integrantes, por el cual se condenó al Estado nacional a pagar 15.000 millones de pesos a la provincia de San Luis por la detracción de fondos coparticipables para financiar a la Anses entre 2006 y 2015.
Los poderes políticos suelen moverse de acuerdo con las necesidades del corto plazo, tanto buscando el aplauso inmediato como trasladando costos a las generaciones siguientes. Por ello, la Corte es la única institución que tiene capacidad de actuar como quilla y timón para que la Argentina mantenga el rumbo respetando las instituciones que aseguran la forma republicana de gobierno y las garantías constitucionales que devienen para todos los ciudadanos, sin distinción.
La reconstrucción de las instituciones y la recuperación de la confianza son el mayor desafío que el país debería asumir como política de Estado. Sin ellas no habrá pan, ni trabajo, ni educación, ni salud, ni seguridad, ni futuro. La Corte es la piedra fundamental de la credibilidad y toda su estructura institucional reposa sobre la solidez de sus fallos, en tanto sus efectos son por demás relevantes al condicionar nuestro futuro como Nación.
De ahí la relevancia del voto, por así llamarlo testimonial, de Rosenkrantz en el pronunciamiento de diciembre, en uno de los temas todavía más sensibles, pero a propósito de los cuales los argentinos con templanza de carácter se definen por sus propias ideas aunque deban enfrentarse con la intolerancia de los que alientan un pensamiento único.
Envío: Dra. ANDREA PALOMAS ALARCÓN
PrisioneroEnArgentina.com
Marzo 2, 2019
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