el aborto y el infanticidio son crímenes abominables.
Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes
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Si, por propia iniciativa, un gobierno puede autorizar quitarle la vida
legalmente a un niño, cualquier deriva es posible.
La legalización del aborto es matriz de todas las transgresiones.
Card. Robert Sarah, Se hace tarde y anochece
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La verdad es lo que es/y sigue siendo verdad,
aunque se piense al revés.
Antonio Machado
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I
En diciembre pasado el ministro González García aprobó mediante una simple resolución el llamado “Protocolo para la atención integral de las personas con derecho a la interrupción legal del embarazo”. Hace pocas horas, con 50 votos a favor sobre 7 en contra y 3 abstenciones, la Legislatura local aprobó la adhesión de la ciudad de Buenos Aires a dicho protocolo criminal.
A pesar de que, menos de 18 meses antes, el Poder Legislativo había rechazado el proyecto de ley que intentó introducir el aborto en la Argentina, los abortistas no cejaron en su ofensiva. Por el contrario, el nuevo Presidente de la nación anunció en su discurso inaugural que el asunto era parte principal de su agenda, poniendo en evidencia que el celo de su gobierno por instalar una política pública que autorice y facilite la matanza de miles de niños por nacer, deriva de la irracional y aberrante convicción de que matar a un ser humano inocente es un derecho.
Con el resto –muy poco- de vergüenza que les queda, este gobierno abortista y los que lo acompañan desde la oposición evitan la palabra aborto, que por cierto mal suena, eligiendo en cambio la frase interrupción legal del embarazo o, con más disimulo todavía, simplemente la sigla ILE. Eufemismo tan cínico como hipócrita y falso, que no puede encubrir la realidad.
En efecto, cuando un proceso se interrumpe, queda a salvo la posibilidad de que sea continuado más tarde, cosa totalmente imposible en este crimen abominable.
Tampoco hay legalidad. Hasta el día de hoy el aborto está tipificado como un delito en el Código Penal, así como contradice tratados internacionales firmados por el Estado y la misma Constitución nacional. Súmese a ello que el propio Protocolo nacional, sancionado como consecuencia del fallo absurdo de la Corte Suprema en el caso Fal y motivado por la misma política abortista, fue mucho más allá del contenido de dicha sentencia, de tal modo que a una mera resolución administrativa se le ha dado de hecho el mismo rango que a una ley en sentido formal.
Hay que agregar además que es notoria la inconsecuencia política de que por la torcida vía de un “protocolo” de prácticas técnicas, se estén subrepticia y solapadamente reglamentando, restringiendo y destruyendo derechos constitucionales sustanciales a la vida y a la libertad de conciencia y opinión, por una legislatura local, notoriamente incompetente para ello, invariablemente sostenidos por todos los documentos internacionales constitucionalizados.
De ese fantasmal Protocolo, que pasa por encima del orden jurídico-político establecido en la Constitución nacional, deriva poco después la adhesión de la Legislatura porteña, en la que cincuenta legisladores teóricamente elegidos para actuar conforme a las leyes fundamentales, saltan por encima de ellas con la garrocha de sus posturas ideológicas.
Claro que para un país como el nuestro, que vive en una situación de ilegalidad casi permanente, donde los delincuentes más escandalosos no tienen condena o son liberados arbitrariamente y muchos de los jueces que deben juzgarlos tienen los índices más altos de reprobación, no puede llamar la atención que muchas de las leyes que se sancionan sean inicuas y no inspiren respeto.
II
Ha sido una creencia antigua la de que el hombre pertenece a un orden que le es extrínseco, en el sentido que le viene dado por su misma naturaleza. Creencia que se traducirá en la aceptación de que la ley positiva, esto es, la que sancionen y promulguen los hombres, debe tener siempre correspondencia con una norma superior, objetiva, cuyo autor no es el hombre, sino Dios. Ya Cicerón, con extraordinaria elocuencia, había dicho: “Si los mandatos de los pueblos, los decretos de los imperantes, las sentencias de los jueces fundasen el derecho, de derecho sería el robo, el adulterio, el falso testamento, si en su apoyo tuviesen los votos o aprobación de la multitud. Si en los juicios y mandatos de los ignorantes existe tanta autoridad que sus sufragios cambian la naturaleza de las cosas, ¿por qué no decretan que lo malo y pernicioso sea declarado en adelante como bueno y saludable? ¿y por qué la ley que de lo injusto puede hacer lo justo, no podrá hacer del mal un bien? Y es que para distinguir una ley buena de otra mala tenemos una regla solamente; la naturaleza. […] Hacer depender esta noción de la opinión general y no de la naturaleza, es verdadera locura”.[1]
Esa norma superior legitima la ley positiva, de modo que sin aquella correspondencia la ley será reputada injusta o tiránica, quedando el hombre autorizado –en ciertos casos-[2] a desobedecerla y aún a rebelarse contra ella y el tirano que quiera imponerla. Como enseña Santo Tomás, toda ley humana tiene carácter de ley en la medida en que se derive de la ley natural; y si se aparta en algún punto de ella, ya no será ley, sino corrupción de la ley.[3]
La legitimidad, pues, tiene su fundamento en la ley natural; la mera legalidad, en cambio, en la voluntad del poder. De allí que el Card. Sarah, citado más arriba, pueda afirmar también: “Las cínicas leyes que legalizan el aborto significan una violación de los fundamentos del derecho y acaban provocando la disgregación social y la autodestrucción del Estado.”
III
Usen pues los términos que usen, la verdad indiscutible, científica y racionalmente demostrada, es que el aborto es un asesinato, con el agravante de que la víctima es el ser más inocente e indefenso que pueda concebirse. Es además un crimen premeditado, cometido con alevosía.
Hay quien dice, como si eso sirviera de justificación, que la mayoría de los países tiene leyes que permiten el aborto. Aunque ello fuera cierto, ¿qué prueba ese hecho? ¿Acaso un crimen deja de serlo porque muchos lo cometan? Pero además, ¿cómo están esos países? ¿Queremos los argentinos parecernos a ellos? Su cultura actual, el espíritu con que viven, el abandono que vienen haciendo de sus tradiciones, el rechazo de los hechos más ejemplares de su historia, el nihilismo economicista que los caracteriza, ¿eso es lo que los argentinos queremos imitar y con ello sustituir nuestras creencias y principios acerca de la familia, la vida, el honor, la religión?
Estamos convencidos de que la mayoría del pueblo argentino no quiere eso. Lo demostró en agosto de 2018, cuando logró que el Congreso no sancionara la despenalización del aborto. Sí lo quieren algunos, no todos, de los que circunstancialmente conducen el Estado y que se comportan como gerentes de los que desde afuera bregan por imponernos “la nueva normalidad”, como oímos decir cada vez con más insistencia.
Por eso y tantas cosas más que se pueden decir, la Academia del Plata, interpretando el pensar y el sentir de esa mayoría, que es el querer bueno de nuestra patria, pide al Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que use su facultad de veto contra la resolución de la Legislatura recién aprobada y se abstenga de promulgarla.
La Academia del Plata quiere recordar al señor Jefe de Gobierno las palabras solemnes que pronunció en la Catedral Metropolitana el 9 de julio de 2018, después de haber recibido la Sagrada Comunión. Proclamó que “al celebrarse un nuevo aniversario de la Independencia Nacional, quiero presentarme ante Dios como Jefe de Gobierno consagrando mi vida, mi gestión y la Ciudad de Buenos Aires al cuidado del Sagrado Corazón de Jesús”, agregando en seguida que lo hacía “bajo la protección del Inmaculado Corazón de la Virgen su Madre, cuyo nombre lleva esta ciudad.” Y finalizó con esta oración: “Dios de todos, te pido por cada uno de los que viven y pasan a diario por esta ciudad. Te pido por nuestros niños, nuestros jóvenes, por cada adulto y anciano; por nuestros enfermos; por los que están solos, por los que padecen sufrimientos materiales y han perdido la esperanza. Señor que sepamos hacer por ellos todo lo que está a nuestro alcance. No olvidándonos mirar sus rostros cada día y ver en ellos la razón de nuestro trabajo.”
Señor Jefe de Gobierno: su plegaria incluía a los niños por nacer y ha sido escuchada. Ahora es su turno.
Juan Marcos Pueyrredon Gerardo Palacios Hardy
Secretario Presidente
[1] Marco Tulio Cicerón, De las leyes-Libro I, en Obras Completas, Madrid, Luis Navarro Editor, 1884, Tº VI, pág. 238.
[2] Cuando la ley injusta afecta a un bien humano no obliga en conciencia, pero puede ser preferible obedecerla, dentro de ciertos límites, para evitar el desorden; en cambio, si afecta a un bien divino siempre hay que desobedecerla, pues “es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hchs., 5,29).
♣
DECLARACIÓN DE LA ACADEMIA DEL PLATA
Por JUAN MARCOS PUEYRREDÓN
Por GERARDO PALACIOS HARDY
[…] la vida, desde su concepción,
ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado;
el aborto y el infanticidio son crímenes abominables.
Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes
[/ezcol_1third] [ezcol_1third]Si, por propia iniciativa, un gobierno puede autorizar quitarle la vida
legalmente a un niño, cualquier deriva es posible.
La legalización del aborto es matriz de todas las transgresiones.
Card. Robert Sarah, Se hace tarde y anochece
[/ezcol_1third] [ezcol_1third_end]La verdad es lo que es/y sigue siendo verdad,
aunque se piense al revés.
Antonio Machado
[/ezcol_1third_end]I
En diciembre pasado el ministro González García aprobó mediante una simple resolución el llamado “Protocolo para la atención integral de las personas con derecho a la interrupción legal del embarazo”. Hace pocas horas, con 50 votos a favor sobre 7 en contra y 3 abstenciones, la Legislatura local aprobó la adhesión de la ciudad de Buenos Aires a dicho protocolo criminal.
A pesar de que, menos de 18 meses antes, el Poder Legislativo había rechazado el proyecto de ley que intentó introducir el aborto en la Argentina, los abortistas no cejaron en su ofensiva. Por el contrario, el nuevo Presidente de la nación anunció en su discurso inaugural que el asunto era parte principal de su agenda, poniendo en evidencia que el celo de su gobierno por instalar una política pública que autorice y facilite la matanza de miles de niños por nacer, deriva de la irracional y aberrante convicción de que matar a un ser humano inocente es un derecho.
Con el resto –muy poco- de vergüenza que les queda, este gobierno abortista y los que lo acompañan desde la oposición evitan la palabra aborto, que por cierto mal suena, eligiendo en cambio la frase interrupción legal del embarazo o, con más disimulo todavía, simplemente la sigla ILE. Eufemismo tan cínico como hipócrita y falso, que no puede encubrir la realidad.
En efecto, cuando un proceso se interrumpe, queda a salvo la posibilidad de que sea continuado más tarde, cosa totalmente imposible en este crimen abominable.
Tampoco hay legalidad. Hasta el día de hoy el aborto está tipificado como un delito en el Código Penal, así como contradice tratados internacionales firmados por el Estado y la misma Constitución nacional. Súmese a ello que el propio Protocolo nacional, sancionado como consecuencia del fallo absurdo de la Corte Suprema en el caso Fal y motivado por la misma política abortista, fue mucho más allá del contenido de dicha sentencia, de tal modo que a una mera resolución administrativa se le ha dado de hecho el mismo rango que a una ley en sentido formal.
Hay que agregar además que es notoria la inconsecuencia política de que por la torcida vía de un “protocolo” de prácticas técnicas, se estén subrepticia y solapadamente reglamentando, restringiendo y destruyendo derechos constitucionales sustanciales a la vida y a la libertad de conciencia y opinión, por una legislatura local, notoriamente incompetente para ello,
invariablemente sostenidos por todos los documentos internacionales
constitucionalizados.
De ese fantasmal Protocolo, que pasa por encima del orden jurídico-político establecido en la Constitución nacional, deriva poco después la adhesión de la Legislatura porteña, en la que cincuenta legisladores teóricamente elegidos para actuar conforme a las leyes fundamentales, saltan por encima de ellas con la garrocha de sus posturas ideológicas.
Claro que para un país como el nuestro, que vive en una situación de ilegalidad casi permanente, donde los delincuentes más escandalosos no tienen condena o son liberados arbitrariamente y muchos de los jueces que deben juzgarlos tienen los índices más altos de reprobación, no puede llamar la atención que muchas de las leyes que se sancionan sean inicuas y no inspiren respeto.
II
Ha sido una creencia antigua la de que el hombre pertenece a un orden que le es extrínseco, en el sentido que le viene dado por su misma naturaleza. Creencia que se traducirá en la aceptación de que la ley positiva, esto es, la que sancionen y promulguen los hombres, debe tener siempre correspondencia con una norma superior, objetiva, cuyo autor no es el hombre, sino Dios. Ya Cicerón, con extraordinaria elocuencia, había dicho: “Si los mandatos de los pueblos, los decretos de los imperantes, las sentencias de los jueces fundasen el derecho, de derecho sería el robo, el adulterio, el falso testamento, si en su apoyo tuviesen los votos o aprobación de la multitud. Si en los juicios y mandatos de los ignorantes existe tanta autoridad que sus sufragios cambian la naturaleza de las cosas, ¿por qué no decretan que lo malo y pernicioso sea declarado en adelante como bueno y saludable? ¿y por qué la ley que de lo injusto puede hacer lo justo, no podrá hacer del mal un bien? Y es que para distinguir una ley buena de otra mala tenemos una regla solamente; la naturaleza. […] Hacer depender esta noción de la opinión general y no de la naturaleza, es verdadera locura”.[1]
Esa norma superior legitima la ley positiva, de modo que sin aquella correspondencia la ley será reputada injusta o tiránica, quedando el hombre autorizado –en ciertos casos-[2] a desobedecerla y aún a rebelarse contra ella y el tirano que quiera imponerla. Como enseña Santo Tomás, toda ley humana tiene carácter de ley en la medida en que se derive de la ley natural; y si se aparta en algún punto de ella, ya no será ley, sino corrupción de la ley.[3]
La legitimidad, pues, tiene su fundamento en la ley natural; la mera legalidad, en cambio, en la voluntad del poder. De allí que el Card. Sarah, citado más arriba, pueda afirmar también: “Las cínicas leyes que legalizan el aborto significan una violación de los fundamentos del derecho y acaban provocando la disgregación social y la autodestrucción del Estado.”
III
Usen pues los términos que usen, la verdad indiscutible, científica y racionalmente demostrada, es que el aborto es un asesinato, con el agravante de que la víctima es el ser más inocente e indefenso que pueda concebirse. Es además un crimen premeditado, cometido con alevosía.
Hay quien dice, como si eso sirviera de justificación, que la mayoría de los países tiene leyes que permiten el aborto. Aunque ello fuera cierto, ¿qué prueba ese hecho? ¿Acaso un crimen deja de serlo porque muchos lo cometan? Pero además, ¿cómo están esos países? ¿Queremos los argentinos parecernos a ellos? Su cultura actual, el espíritu con que viven, el abandono que vienen haciendo de sus tradiciones, el rechazo de los hechos más ejemplares de su historia, el nihilismo economicista que los caracteriza, ¿eso es lo que los argentinos queremos imitar y con ello sustituir nuestras creencias y principios acerca de la familia, la vida, el honor, la religión?
Estamos convencidos de que la mayoría del pueblo argentino no quiere eso. Lo demostró en agosto de 2018, cuando logró que el Congreso no sancionara la despenalización del aborto. Sí lo quieren algunos, no todos, de los que circunstancialmente conducen el Estado y que se comportan como gerentes de los que desde afuera bregan por imponernos “la nueva normalidad”, como oímos decir cada vez con más insistencia.
Por eso y tantas cosas más que se pueden decir, la Academia del Plata, interpretando el pensar y el sentir de esa mayoría, que es el querer bueno de nuestra patria, pide al Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que use su facultad de veto contra la resolución de la Legislatura recién aprobada y se abstenga de promulgarla.
La Academia del Plata quiere recordar al señor Jefe de Gobierno las palabras solemnes que pronunció en la Catedral Metropolitana el 9 de julio de 2018, después de haber recibido la Sagrada Comunión. Proclamó que “al celebrarse un nuevo aniversario de la Independencia Nacional, quiero presentarme ante Dios como Jefe de Gobierno consagrando mi vida, mi gestión y la Ciudad de Buenos Aires al cuidado del Sagrado Corazón de Jesús”, agregando en seguida que lo hacía “bajo la protección del Inmaculado Corazón de la Virgen su Madre, cuyo nombre lleva esta ciudad.” Y finalizó con esta oración: “Dios de todos, te pido por cada uno de los que viven y pasan a diario por esta ciudad. Te pido por nuestros niños, nuestros jóvenes, por cada adulto y anciano; por nuestros enfermos; por los que están solos, por los que padecen sufrimientos materiales y han perdido la esperanza. Señor que sepamos hacer por ellos todo lo que está a nuestro alcance. No olvidándonos mirar sus rostros cada día y ver en ellos la razón de nuestro trabajo.”
Señor Jefe de Gobierno: su plegaria incluía a los niños por nacer y ha sido escuchada. Ahora es su turno.
Juan Marcos Pueyrredon Gerardo Palacios Hardy
Secretario Presidente
[1] Marco Tulio Cicerón, De las leyes-Libro I, en Obras Completas, Madrid, Luis Navarro Editor, 1884, Tº VI, pág. 238.
[2] Cuando la ley injusta afecta a un bien humano no obliga en conciencia, pero puede ser preferible obedecerla, dentro de ciertos límites, para evitar el desorden; en cambio, si afecta a un bien divino siempre hay que desobedecerla, pues “es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hchs., 5,29).
[3] Suma Teológica, I-II, q. 95 a. 2.
PrisioneroEnArgentina.com
Julio 21, 2020