Se quitó el vestido y sorprendió al artista quién corrió hacia el mármol salvaje y comenzó a agrietarlo y a formarlo. El polvo danzó de lado a lado buscando un escondite. Los trozos de material cayeron al piso y explotaron creando un telón de niebla que permaneció en la habitación decorando zapatos y pantalones. El Artista se movía con pasión, con entusiasmo y con un dejo de desesperación tratando de capturar en la roca lo que la naturaleza había dibujado en carne. El Artista se volvió hacia la mujer.
-Parece una ameba -dijo ella, volviéndose desilusionada.
El Artista empujo la escultura y esta se disolvió sobre el piso. Tomó un trozo de papel texturizado y un carboncillo gris con el que comenzó -rabioso- a trazar líneas y velozmente encontró los contornos de la mujer. Se volvió hacia ella con el papel en la mano, esperanzado, sin aliento como un perro esperando una caricia.
-Parece un pez…
Arrojó el papel a la hoguera y arrebató de una alacena un lienzo casi amarillo. Una docena de pinceles y varias acuarelas se convirtieron en su ejército. Las brochas, sus dedos y hasta su saliva fueron participes de la iniciativa. Los colores se hicieron silueta. Las sombras exaltaron cabellos y extremidades. Las luces, horizontes olvidados. Giró el caballete y dejó que la mujer lo juzgara una vez más.
-Parece un dinosaurio -dijo ella, despiadada.
Al instante, el retrato atravesó la ventana y se perdió entre los tejados vecinos. El Artista caminó de un lado al otro del estudio decidiendo entre la redención y el infierno. Su transpiración era una obra de arte en su pecho. La mujer, calma -y aburrida tal vez- encendió un cigarrillo confrontando la llama a su piel pálida. Este fue el signo, el mensaje que El Artista había esperado. Arrastró luces y reflectores, cortinados y muebles, sedas y maderos. Jaló del un brazo a la mujer, incrustándola en el centro de la escena. Simplemente aprisionó la cámara fotográfica y gatilló una vez. Un solo intento. Una sola chance. Apuró el revelado y colgó la lámina en el medio de la sala. El Artista, ahora relajado, quizás sin expectativas, se dejó caer en un sillón y mientras la magia traía sus resultados, la mujer por primera vez mostró un genuino interés. Miró el pliego húmedo.
-Parece un mono… parezco un mono…
El Artista -con mucho esfuerzo- se puso de pie y caminó hacia una alacena donde descansaban los licores fuertes. Las botellas y las copas de cristal con manchas de pinturas eran difíciles de distinguir. Ni el mismo supo que sirvió en el vaso. Ni el mismo supo que corrió por su garganta. Cerró los ojos y al abrirlos, la musa había muerto.
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Por María Ferreyra Kussman
Se quitó el vestido y sorprendió al artista quién corrió hacia el mármol salvaje y comenzó a agrietarlo y a formarlo. El polvo danzó de lado a lado buscando un escondite. Los trozos de material cayeron al piso y explotaron creando un telón de niebla que permaneció en la habitación decorando zapatos y pantalones. El Artista se movía con pasión, con entusiasmo y con un dejo de desesperación tratando de capturar en la roca lo que la naturaleza había dibujado en carne. El Artista se volvió hacia la mujer.
-Parece una ameba -dijo ella, volviéndose desilusionada.
El Artista empujo la escultura y esta se disolvió sobre el piso. Tomó un trozo de papel texturizado y un carboncillo gris con el que comenzó -rabioso- a trazar líneas y velozmente encontró los contornos de la mujer. Se volvió hacia ella con el papel en la mano, esperanzado, sin aliento como un perro esperando una caricia.
-Parece un pez…
Arrojó el papel a la hoguera y arrebató de una alacena un lienzo casi amarillo. Una docena de pinceles y varias acuarelas se convirtieron en su ejército. Las brochas, sus dedos y hasta su saliva fueron participes de la iniciativa. Los colores se hicieron silueta. Las sombras exaltaron cabellos y extremidades. Las luces, horizontes olvidados. Giró el caballete y dejó que la mujer lo juzgara una vez más.
-Parece un dinosaurio -dijo ella, despiadada.
Al instante, el retrato atravesó la ventana y se perdió entre los tejados vecinos. El Artista caminó de un lado al otro del estudio decidiendo entre la redención y el infierno. Su transpiración era una obra de arte en su pecho. La mujer, calma -y aburrida tal vez- encendió un cigarrillo confrontando la llama a su piel pálida. Este fue el signo, el mensaje que El Artista había esperado. Arrastró luces y reflectores, cortinados y muebles, sedas y maderos. Jaló del un brazo a la mujer, incrustándola en el centro de la escena. Simplemente aprisionó la cámara fotográfica y gatilló una vez. Un solo intento. Una sola chance. Apuró el revelado y colgó la lámina en el medio de la sala. El Artista, ahora relajado, quizás sin expectativas, se dejó caer en un sillón y mientras la magia traía sus resultados, la mujer por primera vez mostró un genuino interés. Miró el pliego húmedo.
-Parece un mono… parezco un mono…
El Artista -con mucho esfuerzo- se puso de pie y caminó hacia una alacena donde descansaban los licores fuertes. Las botellas y las copas de cristal con manchas de pinturas eran difíciles de distinguir. Ni el mismo supo que sirvió en el vaso. Ni el mismo supo que corrió por su garganta. Cerró los ojos y al abrirlos, la musa había muerto.
PrisioneroEnArgentina.com
Julio 24, 2020