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  Por Vida Bolt.

Oscar, mi marido, es especial. Lo conozco desde que era una adolescente. Hemos tenido desde entonces las más interesantes charlas y siempre nos hemos dicho el uno al otro, cosas que algunas parejas prefieren conservar en secreto. Un día, cuando tenía dieciséis años, estaba en su casa cuando me reveló historias muy privadas, algunas de ellas incluían los dos años que pasó entrando y saliendo de hospitales por una afección cardíaca que fue solucionada más tarde, pero que siempre me dejó preocupada.

Esta semana, Oscar y sus amigos se dedicaron a ver el torneo mundial de baseball, a tomar cerveza, comer comida chatarra y dejar sucia mi sala de estar. El domingo, luego de un juego y después de que sus amigos se fueron, noto que Oscar se recostaba sobre la mesada y le pregunté que le sucedía. Me contestó que no se sentía bien. Lo vi pálido a este hermoso hombre negro y me aterroricé.

Al verlo así, en pena, quiero decir, literalmente se retorcía de dolor, se encendieron todas mis alarmas. Entonces, avisé a mis hijas y todos saltamos hacia el automóvil y lo llevé al consultorio del médico, donde este profesional lo miró y me dijo que lo llevara a la sala de emergencias.

Temía algo parecido a una ruptura intestinal o algo en su corazón. Aproximadamente a la mitad del camino hacia el hospital, mi esposo de repente se puso rígido, estirando su cuerpo plano sobre el asiento y me dispensó una mirada que me pareció de despedida, sin embargo soltó el gas más fuerte, largo, ruidoso, apestoso y poderoso que jamás hayamos escuchado. Juro que nuestro automóvil levitó. Pensamos que la tapicería del asiento del auto se había roto. Sospechaba que los vidrios se astillarían. La brujula del tablero comenzó a indicar el sur y las manecillas de los nuestros se detuvieron. Si alguien hubiera estado fumando en su interior, nos hubiésemos carbonizado en segundos.

Logré aparcar en el estacionamiento de un minimercado y abandoné el vehículo sacrificando a mis dos hijas quienes se revolvían en el asiento trasero, abriendo las ventanas desesperadamente en busca de aire no contaminado. Sus ojos querían abandonar los huecos. Sus pelos se rizaron. Las flores de los alrededores se marchitaron. La lluvia arruinaba mis cabellos pero no me importó. Después de unos buenos 30 segundos de gases intensos, Oscar me miró relajado, con ojos cansados y sonrisa satisfecha, y dijo:

“¡Me siento mejor ahora…!”

 

 

 


PrisioneroEnArgentina.com

Marzo 24, 2023


 

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