El día en que la discapacidad se mira de frente

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Se ha convenido que el 3 de diciembre sea el Día Internacional de las Personas con Discapacidad. Permítanme decir, con humildad y orgullo, que es también – si me lo admiten – mi día. Lo digo como hombre al que la vida le pidió una pierna a los nueve años y le regaló, a cambio, un par de muletas, una prótesis y una voluntad que nunca conoció la palabra “rendirse”. Y lo digo también como ciudadano, como abogado en ejercicio, como exjuez y exlegislador, y como quien tuvo el honor de impulsar en la Legislatura de Tucumán una comisión destinada a la familia, a los menores y a quienes todavía se llama, injustamente, “discapacitados”. Desde hace muchos años sostengo algo que a primera vista puede parecer provocador: la discapacidad, como se la entiende socialmente, no existe. La palabra encierra un contrasentido. “Capacidad” es fuerza, potencia, vida. Es el don con el que Dios nos ha creado a su imagen y semejanza. El prefijo “dis” implica negación. Y nadie puede negar la plenitud de un ser humano. Podemos tener una pierna ortopédica, usar silla de ruedas, leer en Braille, interpretar los labios porque no oímos, convivir con limitaciones neurológicas o psíquicas. Pero eso no nos vuelve incapaces. Jamás. En todo caso, nos obliga a sacar a la luz una fuerza distinta, más silenciosa y tenaz: esa que nace cuando todo cuesta más y, aun así, se elige vivir, trabajar, estudiar, amar, servir. No quiero una jornada de lástima ni de sentimentalismo fácil. No hablo en nombre de nadie, pero comprendo a muchos. Me reconozco en el ciego que lee con las yemas de los dedos, en el sordo que lee labios, en la mujer que empuja su silla por veredas imposibles, en el niño con una prótesis que sueña con jugar al fútbol como todos. Lo suyo no es discapacidad: es supercapacidad, es heroísmo cotidiano. Si hoy escribo esta carta, no es para pedir compasión. Es para reclamar algo mucho más serio: justicia y sentido común. Porque el problema no está en nuestras piernas, en nuestros ojos o en nuestros oídos; está en los muros que otros levantan: en la rampa clausurada, en la escuela que no se adapta, en el colectivo que no se agacha, en la oficina pública sin ascensor, en la mirada que se queda pegada a una muleta y no ve a la persona que la sostiene. Hace tiempo escribí un poema que empezaba diciendo “No me falta nada”. Hoy lo repito con más fuerza que nunca: a quienes vivimos con una dificultad visible no nos falta nada esencial; lo que falta, muchas veces, es una sociedad a la altura de nuestra dignidad. Nos sobran coraje y esperanza. Lo que pedimos son rampas, veredas transitables, escuelas inclusivas, trabajo digno, acceso real a la salud y a la rehabilitación, respeto en la calle y en las instituciones. Como asesor en temas de discapacidad y como abogado penalista que ha visto de cerca el sufrimiento humano, sé que las leyes son necesarias, pero no suficientes. Necesitamos normas claras, presupuestos reales y políticas públicas sostenidas. Cupos laborales que se cumplan en serio, controles que no sean de cartón, estadísticas que no se escondan. Pero también necesitamos algo que ningún decreto puede imponer: un cambio de mirada. Ese cambio empieza por dejar de pensar en “pobrecitos” para empezar a ver ciudadanos plenos de derechos. Empieza cuando una rampa no se construye “para cumplir”, sino porque entendemos que la democracia no se alcanza si hay cuerpos que se quedan afuera de los edificios públicos, de las escuelas, de los templos, de los tribunales, de los clubes. Detrás de cada persona con una limitación hay una trama de amor que la sostiene: parejas, hijos, padres, hermanos, amigos. Ellos también son protagonistas silenciosos de este día. Son quienes frenan la caída cuando se aflojan las fuerzas, quienes empujan la silla, acompañan a las terapias, estaban ahí cuando el diagnóstico fue un mazazo y se quedaron cuando muchos otros se fueron. En lo personal, sé que no habría llegado a juez, fiscal, legislador, ni seguiría hoy litigando en los tribunales si no hubiera sentido, desde chico, dos apoyos permanentes: el de mi familia y el de la mano de Dios – esa mano que yo llamo, con cariño, la de Tata Dios – empujándome cada vez que el dolor o el cansancio parecían más fuertes. Por eso, en este 3 de diciembre, no quiero que se nos mire como héroes trágicos ni como víctimas eternas. Somos, simplemente, personas que aprendimos a caminar distinto sin dejar de avanzar. Ciudadanos que no pedimos privilegios sino igualdad real de oportunidades. Argentinos que aman su tierra y que quieren, pueden y deben seguir aportando a la vida social, cultural, jurídica y política de nuestra Provincia y de nuestro país. Que este día no sea una efeméride más en el calendario. Que sirva para que cada funcionario revise qué falta hacer, para que cada vecino se pregunte qué rampa está ocupando, qué burla tolera, qué indiferencia práctica. Y que sirva, sobre todo, para que entendamos que la verdadera discapacidad de una sociedad no está en las personas que tienen una limitación, sino en la falta de humanidad de quienes eligen no verlas. No me falta nada. Lo que nos falta – a todos – es recordar, cada día, que la dignidad no se mendiga: se garantiza, se respeta y se construye entre todos.

Dr. Jorge Bernabé Lobo Aragón

jorgeloboaragon@gmail.com

Abogado – Asesor en temas de Discapacidad

 


PrisioneroEnArgentina.com

Diciembre 3, 2025


 

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