Dicen que “el grado de dolor que una persona se ve obligada a soportar, es directamente proporcional a su esperanza de vida”.
Llegó temprano, había tenido que tomar dos colectivos y a esa hora no eran tan puntuales como lo hubiera deseado, pero necesitaba hacerlo así para poder estar un rato más con él. Caminó desde la ruta hasta la entrada del penal, era largo el tirón hasta el puesto de guardia de la U34, pasó los controles, presentó su tarjeta de visita, saludo a las penitenciarias a las que ya conocía después de tantas veces de repetir lo mismo y mostró lo que tenía en sus bolsas, ya sabía que Coca Cola no, porque no era transparente y adentro podría venir algo peligroso, se reía sola, peligroso para quién, si su “Negro” cada día estaba peor y ni siquiera podía trotar diez pasos, presión alta, un bypass y artritis de cadera, la verdad las medidas le daban risa, de algo había que reírse, no?
Entró a la zona de visitas, había pocos aún y ahí estaba su querido esposo con la mesa ya preparada, el mate listo y esperando los bizcochitos de grasa que siempre le llevaba, él le dio un largo abrazo y ella respiro bien hondo para que no se le escapara un lagrimón, extrañaba demasiado no tenerlo a su lado y verlo envejecer así, lejos de sus afectos y lejos de la casa en la que pasaron tantos años juntos.
De a poco fue llegando más gente, las caras de siempre, algunos nietos, algunos hijos, algunos amigos que siempre se iban al mediodía, pero lo que más la golpeaba eran las mujeres, las señoras de los compañeros, ver esos rostros demudados por la decepción, tratando de no transmitirlo a su maridos; por más que ella sabía como era porque lo vivía en carne propia, a ella no podían engañarla con sus sonrisas forzadas, con sus buenas intenciones, eran compañeras de sufrimiento y con solo mirarse se entendían enseguida.
Pasó el día, uno más, llegó la hora de la despedida, formaron la fila, primero se iban ellos, los presos, no fuera que alguno intentara escapar, se reía sola otra vez porque al más osado se le quedaría enredado el pañal en el alambrado si lo intentara, lo abrazo con ternura y otra vez intentó no llorar, lo saludo con la mano desde lejos antes de recuperar sus documentos y el teléfono.
Caminó de nuevo hacia la ruta mientras pensaba porque tenían a esos ancianos todavía en la cárcel, ya no se cuestionaba todo lo que ella sabía que estaba mal y era injusto desde lo legal, ahora solo pensaba por qué no los dejaban morir en paz en sus casas, si ella los conocía, allí no había delincuentes, eran todos unos señores, uno más correcto que el otro, porqué esta venganza, porqué este dolor, porque no poder ver crecer a los nietos y abrazar a su mujer todos los días, no podía entenderlo, no podía comprender tanto odio, a nadie le importaba, nadie salía de su zona de confort para dar ese testimonio, ni siquiera los que vestían el mismo uniforme que había llevado su “Negro”.
Faltaban unos 300 metros para la parada y ya nadie la veía, ahora podía llorar tranquila.
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Por Emilio Morello.
Dicen que “el grado de dolor que una persona se ve obligada a soportar, es directamente proporcional a su esperanza de vida”.
Llegó temprano, había tenido que tomar dos colectivos y a esa hora no eran tan puntuales como lo hubiera deseado, pero necesitaba hacerlo así para poder estar un rato más con él. Caminó desde la ruta hasta la entrada del penal, era largo el tirón hasta el puesto de guardia de la U34, pasó los controles, presentó su tarjeta de visita, saludo a las penitenciarias a las que ya conocía después de tantas veces de repetir lo mismo y mostró lo que tenía en sus bolsas, ya sabía que Coca Cola no, porque no era transparente y adentro podría venir algo peligroso, se reía sola, peligroso para quién, si su “Negro” cada día estaba peor y ni siquiera podía trotar diez pasos, presión alta, un bypass y artritis de cadera, la verdad las medidas le daban risa, de algo había que reírse, no?
Entró a la zona de visitas, había pocos aún y ahí estaba su querido esposo con la mesa ya preparada, el mate listo y esperando los bizcochitos de grasa que siempre le llevaba, él le dio un largo abrazo y ella respiro bien hondo para que no se le escapara un lagrimón, extrañaba demasiado no tenerlo a su lado y verlo envejecer así, lejos de sus afectos y lejos de la casa en la que pasaron tantos años juntos.
De a poco fue llegando más gente, las caras de siempre, algunos nietos, algunos hijos, algunos amigos que siempre se iban al mediodía, pero lo que más la golpeaba eran las mujeres, las señoras de los compañeros, ver esos rostros demudados por la decepción, tratando de no transmitirlo a su maridos; por más que ella sabía como era porque lo vivía en carne propia, a ella no podían engañarla con sus sonrisas forzadas, con sus buenas intenciones, eran compañeras de sufrimiento y con solo mirarse se entendían enseguida.
Pasó el día, uno más, llegó la hora de la despedida, formaron la fila, primero se iban ellos, los presos, no fuera que alguno intentara escapar, se reía sola otra vez porque al más osado se le quedaría enredado el pañal en el alambrado si lo intentara, lo abrazo con ternura y otra vez intentó no llorar, lo saludo con la mano desde lejos antes de recuperar sus documentos y el teléfono.
Caminó de nuevo hacia la ruta mientras pensaba porque tenían a esos ancianos todavía en la cárcel, ya no se cuestionaba todo lo que ella sabía que estaba mal y era injusto desde lo legal, ahora solo pensaba por qué no los dejaban morir en paz en sus casas, si ella los conocía, allí no había delincuentes, eran todos unos señores, uno más correcto que el otro, porqué esta venganza, porqué este dolor, porque no poder ver crecer a los nietos y abrazar a su mujer todos los días, no podía entenderlo, no podía comprender tanto odio, a nadie le importaba, nadie salía de su zona de confort para dar ese testimonio, ni siquiera los que vestían el mismo uniforme que había llevado su “Negro”.
Faltaban unos 300 metros para la parada y ya nadie la veía, ahora podía llorar tranquila.
PrisioneroEnArgentina.com
Agosto 12, 2024
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