EL GAUCHO, UN PERRO QUE DESTACÓ POR HABER ALIMENTADO SU EXISTENCIA CON EL PAN DE LA LEALTAD.
Corría la década del 60 cuando comenzó esta inolvidable historia. Un hombre de campo, don Facundo Ferro, con su perro, llamado Gaucho, residían en Villa del Carmen (localidad del departamento de Durazno, Uruguay), y los dos conformaban el ensamble perfecto del hombre y el animal.
Facundo era ya mayor, de salud delicada, solitario, sin parentela conocida, y consideraba al Gaucho su único familiar. El Gaucho correspondía a esa deferencia con su incondicional compañía.
Pero, un día, una enfermedad vino a interferir en tan sincera amistad. De repente, Facundo, se sintió mal y necesitó urgente atención médica. En un viejo jeep un vecino lo llevó al Hospital Doctor Emilio Penza, de Durazno (capital del departamento del mismo nombre). El diagnóstico, crudo y directo, no dejó margen a la duda:
… – ¡Es grave! -dijo el médico con total certeza.
Entretanto, el Gaucho, presintiendo el manotazo de la desgracia, escuchó el llamado de la fidelidad y salió detrás del jeep que transportaba a Facundo. Sin miedo se enfrentó a la distancia: atravesó terrenos ariscos, intratables breñas, pinchudos pajonales y severos bañados. Desoyendo la tentación del cansancio recorrió 52 kilómetros, hasta que el olfato lo plantó en el lugar donde estaba su amigo del alma.
Con la ansiedad galopando en el pecho, merodeó vacilante por los alrededores. Aunque, la misma ansiedad lo apeó de la indecisión, y un arranque de urgencia lo impulsó a adentrarse en lo desconocido. Guiado por su infalible olfato, desembarcó directamente en la sala dónde Facundo luchaba contra la muerte. Debajo de la cama del amigo, el Gaucho instaló su angustia.
Poco tardó el personal del hospital en descubrirlo. No obstante, conmovidos por la mansedumbre, la soledad y el amor a su dueño, decidieron aceptarlo cual un familiar que acompañaba a su enfermo. Sin embargo, eso no lo libró de algunas expulsiones. Pero él siempre volvía con la cabeza gacha, andando sin ruido. Y otra vez su mirada apacible y los movimientos mesurados, derretían la rigurosidad de enfermeras, médicos y demás pacientes. Y, contra toda lógica sanitaria, lo dejaban ocupar su sitio favorito; abajo del lecho de Facundo…
….. Todo iba bien; el personal disimulaba y el perro se hacía querer.
Hasta que la muerte desconsiderada entró en la sala, ¡y con certero guadañazo le cortó a Facundo el hilo de la vida! Facundo murió casi pidiendo disculpas, discretamente; sin exhalar un sólo quejido.
….. El Gaucho lanzó un aullido y saltó a la cama a lamer la cara de su dueño. Llorando desconsolado, el pobre se apretó al pecho del difunto, como si le rogara que lo llevara con él.
Impactados por la aflicción del can, los presentes lagrimearon con el corazón tiritando entre las manos.
….. Durante el velatorio, los ojos tristes del Gaucho, agradecieron en silencio la presencia de quienes se arrimaron a compartir su dolor.
….. Con las orejas caídas, mirada somnolienta y andar cansino, el Gaucho acompañó a Facundo hasta su destino final. Cabizbajo presenció el enterramiento. Después, entre lastimeros sollozos se echó sobre la sepultura, y ahí se quedó; junto al hombre que tanto lo amó y que él tanto amara.
Pasaron las horas y pasaron las jornadas, y el Gaucho seguía allí; sin comer ni beber, nutriéndose de su interminable lealtad.
Unos años antes de su desaparición contaba don Zoilo Martinez:
– Al Gaucho lo conocí. Por aquel entonces yo había enviudado y roto por la pena iba al cementerio todos los días. Desde la tumba de mi finada esposa, lo veía acostado encima de la sepultura, como si estuviera escuchando la voz del muerto. Con el paso de los días se fue quedando muy flaco, caminaba encorvado, sin ganas. Los trabajadores del cementerio le daban agua y comida, pero él no aceptaba. Un tiempo después cambió, y sólo se bebía el agua.
Esa imagen del Gaucho se unió a mi tristeza, y lo sentí igual que un compañero compartiendo el infortunio. Creo que de tanto mirarnos se estableció un diálogo escrito en el aire, que solamente él y yo entendíamos.
Una mañana, cuando la resignación se afianzó, el Gaucho salió a buscar alimento. Entonces, todo Durazno conoció el callejear de aquel perro de pelaje casi oscuro, de tamaño mediano, y claramente emparentado con el ovejero alemán.
….. Continuó don Zoilo:
–La resignación nos llegó casi al mismo tiempo. Yo comencé a espaciar mis visitas al cementerio, y el Gaucho se adueñó de la ciudad. Me alegré por él.
El pueblo le abrió sus brazos y lo acogió cual un hijo. A partir de ese momento, al Gaucho no le faltó comida, agua, ni cariño. Inclusive, algunas personas de buenos sentimientos trataron de adoptarlo, pero él no se dejaba; tras comer y mirar agradecido, se iba al cementerio a tumbarse en la sepultura de Facundo.
….. Recordaba, M. Gloria Belén:
– Por mi trabajo yo madrugaba. A las 5:30 de la mañana me trasladaba a mi puesto en Radio Durazno. Iniciaba la transmisión a las 6. Hacía los preparativos previos que se necesitan para iniciar la programación, aprontaba el mate y me disponía a trabajar y a esperar a mi amigo.
….. El zaguán estaba abierto de par en par, al rato sentía la puerta de vidrio moverse y lo veía llegar, con su caminar cansino, satisfecho, como esos noctámbulos amantes de las madrugadas. Recorría el trayecto del vestíbulo a la cabina, despacio, olfateando por cumplir. Entraba, acercaba su cabeza a mi falda y me miraba profundamente. Yo lo saludaba, como era costumbre: “¿Madrugó Gaucho?” , o por el contrario, “¡Qué tarde que vino!”. Él revoleaba la cola en señal de afecto, daba unas vueltas y se echaba a mis pies debajo de la consola. Dormía hasta las 10, y luego se marchaba despacio, como había llegado. De casualidad aceptaba comida.
….. Por extraña paradoja, el Gaucho, al no ser de nadie, pertenecía a todos. Y así vivió varios años; rodeado del amor de la gente. Un amor que fue creciendo y acabó por convertirlo en personaje público. Incluso, aquellos que visitaban la ciudad, al conocer su dramática historia, también le otorgaban su amor. Mas, tanto cariño no lo acorazaba ante las incidencias que acechan a los perros callejeros.
….. Rememoraba M. Gloria Belén:
– Cierta noche festejábamos, con los compañeros de la radio, un cumpleaños en El Grillo. En ese restaurante a las 12 de la noche hacía parada en su viaje a la ciudad de Artigas, una compañía de ómnibus. Recuerdo que bajaron los pasajeros, pidieron café o algo fuerte por el frío, y se arremolinaron en el mostrador a charlar y dejar pasar los minutos. De pronto entra el Gaucho y con su pachorra conocida se va derecho a la cocina. Uno de los viajeros al verlo lo insultó y le pegó una patada que hizo gemir al perro. No había bajado la pierna, cuando recibió una trompada que lo incrustó debajo de una mesa, y la amenaza de linchamiento de los parroquianos duraznenses, si no se retiraba. El Gaucho era un amigo, la patada y el lamento eran una ofensa.
Un día la ciudad se estremeció con el arribo de un desgraciado suceso: en la Plaza Sainz, en el Barrio Varona, encontraron al Gaucho muerto. La noticia corrió de boca en boca mojando los ojos y anudando las gargantas. Los vecinos se miraban confundidos; negándose a admitir lo ocurrido. El perro de todos había fallecido, dejándolos sumergidos en la tristeza. Las lágrimas que surcaron los rostros, fueron el espontáneo homenaje al animal que supo hacer de la soledad y de la fidelidad, el faro de su vida.
EL GAUCHO, UN PERRO QUE DESTACÓ POR HABER ALIMENTADO SU EXISTENCIA CON EL PAN DE LA LEALTAD.
Corría la década del 60 cuando comenzó esta inolvidable historia. Un hombre de campo, don Facundo Ferro, con su perro, llamado Gaucho, residían en Villa del Carmen (localidad del departamento de Durazno, Uruguay), y los dos conformaban el ensamble perfecto del hombre y el animal.
Facundo era ya mayor, de salud delicada, solitario, sin parentela conocida, y consideraba al Gaucho su único familiar. El Gaucho correspondía a esa deferencia con su incondicional compañía.
Pero, un día, una enfermedad vino a interferir en tan sincera amistad. De repente, Facundo, se sintió mal y necesitó urgente atención médica. En un viejo jeep un vecino lo llevó al Hospital Doctor Emilio Penza, de Durazno (capital del departamento del mismo nombre). El diagnóstico, crudo y directo, no dejó margen a la duda:
… – ¡Es grave! -dijo el médico con total certeza.
Entretanto, el Gaucho, presintiendo el manotazo de la desgracia, escuchó el llamado de la fidelidad y salió detrás del jeep que transportaba a Facundo. Sin miedo se enfrentó a la distancia: atravesó terrenos ariscos, intratables breñas, pinchudos pajonales y severos bañados. Desoyendo la tentación del cansancio recorrió 52 kilómetros, hasta que el olfato lo plantó en el lugar donde estaba su amigo del alma.
Con la ansiedad galopando en el pecho, merodeó vacilante por los alrededores. Aunque, la misma ansiedad lo apeó de la indecisión, y un arranque de urgencia lo impulsó a adentrarse en lo desconocido. Guiado por su infalible olfato, desembarcó directamente en la sala dónde Facundo luchaba contra la muerte. Debajo de la cama del amigo, el Gaucho instaló su angustia.
Poco tardó el personal del hospital en descubrirlo. No obstante, conmovidos por la mansedumbre, la soledad y el amor a su dueño, decidieron aceptarlo cual un familiar que acompañaba a su enfermo. Sin embargo, eso no lo libró de algunas expulsiones. Pero él siempre volvía con la cabeza gacha, andando sin ruido. Y otra vez su mirada apacible y los movimientos mesurados, derretían la rigurosidad de enfermeras, médicos y demás pacientes. Y, contra toda lógica sanitaria, lo dejaban ocupar su sitio favorito; abajo del lecho de Facundo…
….. Todo iba bien; el personal disimulaba y el perro se hacía querer.
Hasta que la muerte desconsiderada entró en la sala, ¡y con certero guadañazo le cortó a Facundo el hilo de la vida! Facundo murió casi pidiendo disculpas, discretamente; sin exhalar un sólo quejido.
….. El Gaucho lanzó un aullido y saltó a la cama a lamer la cara de su dueño. Llorando desconsolado, el pobre se apretó al pecho del difunto, como si le rogara que lo llevara con él.
Impactados por la aflicción del can, los presentes lagrimearon con el corazón tiritando entre las manos.
….. Durante el velatorio, los ojos tristes del Gaucho, agradecieron en silencio la presencia de quienes se arrimaron a compartir su dolor.
….. Con las orejas caídas, mirada somnolienta y andar cansino, el Gaucho acompañó a Facundo hasta su destino final. Cabizbajo presenció el enterramiento. Después, entre lastimeros sollozos se echó sobre la sepultura, y ahí se quedó; junto al hombre que tanto lo amó y que él tanto amara.
Pasaron las horas y pasaron las jornadas, y el Gaucho seguía allí; sin comer ni beber, nutriéndose de su interminable lealtad.
Unos años antes de su desaparición contaba don Zoilo Martinez:
– Al Gaucho lo conocí. Por aquel entonces yo había enviudado y roto por la pena iba al cementerio todos los días. Desde la tumba de mi finada esposa, lo veía acostado encima de la sepultura, como si estuviera escuchando la voz del muerto. Con el paso de los días se fue quedando muy flaco, caminaba encorvado, sin ganas. Los trabajadores del cementerio le daban agua y comida, pero él no aceptaba. Un tiempo después cambió, y sólo se bebía el agua.
Esa imagen del Gaucho se unió a mi tristeza, y lo sentí igual que un compañero compartiendo el infortunio. Creo que de tanto mirarnos se estableció un diálogo escrito en el aire, que solamente él y yo entendíamos.
Una mañana, cuando la resignación se afianzó, el Gaucho salió a buscar alimento. Entonces, todo Durazno conoció el callejear de aquel perro de pelaje casi oscuro, de tamaño mediano, y claramente emparentado con el ovejero alemán.
….. Continuó don Zoilo:
–La resignación nos llegó casi al mismo tiempo. Yo comencé a espaciar mis visitas al cementerio, y el Gaucho se adueñó de la ciudad. Me alegré por él.
El pueblo le abrió sus brazos y lo acogió cual un hijo. A partir de ese momento, al Gaucho no le faltó comida, agua, ni cariño. Inclusive, algunas personas de buenos sentimientos trataron de adoptarlo, pero él no se dejaba; tras comer y mirar agradecido, se iba al cementerio a tumbarse en la sepultura de Facundo.
….. Recordaba, M. Gloria Belén:
– Por mi trabajo yo madrugaba. A las 5:30 de la mañana me trasladaba a mi puesto en Radio Durazno. Iniciaba la transmisión a las 6. Hacía los preparativos previos que se necesitan para iniciar la programación, aprontaba el mate y me disponía a trabajar y a esperar a mi amigo.
….. El zaguán estaba abierto de par en par, al rato sentía la puerta de vidrio moverse y lo veía llegar, con su caminar cansino, satisfecho, como esos noctámbulos amantes de las madrugadas. Recorría el trayecto del vestíbulo a la cabina, despacio, olfateando por cumplir. Entraba, acercaba su cabeza a mi falda y me miraba profundamente. Yo lo saludaba, como era costumbre: “¿Madrugó Gaucho?” , o por el contrario, “¡Qué tarde que vino!”. Él revoleaba la cola en señal de afecto, daba unas vueltas y se echaba a mis pies debajo de la consola. Dormía hasta las 10, y luego se marchaba despacio, como había llegado. De casualidad aceptaba comida.
….. Por extraña paradoja, el Gaucho, al no ser de nadie, pertenecía a todos. Y así vivió varios años; rodeado del amor de la gente. Un amor que fue creciendo y acabó por convertirlo en personaje público. Incluso, aquellos que visitaban la ciudad, al conocer su dramática historia, también le otorgaban su amor. Mas, tanto cariño no lo acorazaba ante las incidencias que acechan a los perros callejeros.
….. Rememoraba M. Gloria Belén:
– Cierta noche festejábamos, con los compañeros de la radio, un cumpleaños en El Grillo. En ese restaurante a las 12 de la noche hacía parada en su viaje a la ciudad de Artigas, una compañía de ómnibus. Recuerdo que bajaron los pasajeros, pidieron café o algo fuerte por el frío, y se arremolinaron en el mostrador a charlar y dejar pasar los minutos. De pronto entra el Gaucho y con su pachorra conocida se va derecho a la cocina. Uno de los viajeros al verlo lo insultó y le pegó una patada que hizo gemir al perro. No había bajado la pierna, cuando recibió una trompada que lo incrustó debajo de una mesa, y la amenaza de linchamiento de los parroquianos duraznenses, si no se retiraba. El Gaucho era un amigo, la patada y el lamento eran una ofensa.
Un día la ciudad se estremeció con el arribo de un desgraciado suceso: en la Plaza Sainz, en el Barrio Varona, encontraron al Gaucho muerto. La noticia corrió de boca en boca mojando los ojos y anudando las gargantas. Los vecinos se miraban confundidos; negándose a admitir lo ocurrido. El perro de todos había fallecido, dejándolos sumergidos en la tristeza. Las lágrimas que surcaron los rostros, fueron el espontáneo homenaje al animal que supo hacer de la soledad y de la fidelidad, el faro de su vida.
Fuente: http://todopuntadeleste.com.uy
PrisioneroEnArgentina.com
Marzo 16, 2019
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