Estamos viviendo un momento espantoso en la vida de la Nación. Seguramente nunca hemos vivido un periodo tan lastimoso como la era Cristina en cuanto a la perversión. Digo corrupción en general, refiriéndome al peculado, la coima, el soborno, el cohecho, la mentira como acostumbrada norma, las dádivas interesadas y pervertidoras. Una corrupción generalizada en toda la sociedad, pero que resalta, se hace más notable y es más dolorosa en los ámbitos de los poderes del estado. Quizás lo que haga más afligente el actual estado de infección del cuerpo social, sea la actitud complaciente con que en el Senado de la Nación y en algunos ambientes se lo considera. Se dice que corrupciones hubo siempre como si eso fuera suficiente justificativo y motivo convincente para que nos allanemos a tolerarlas. Es claro que sí: desde que Adán comenzó a pecar los hombres le hemos heredado su naturaleza pecadora; pero que seamos proclives a cometer faltas no significa que debamos ser condescendientes con quienes dan mal ejemplo, se roban los dineros que la comunidad necesita, se enriquecen administrando los favores que el estado otorga indebidamente, niegan la justicia por favorecer a privilegiados. En una década a la que por las públicas inmoralidades se la ha calificado de infame, un legislador sorprendido en un cohecho, de vergüenza se suicidó. Había infamia, pero subsistía la vergüenza. Podría pensarse que ahora, para peor, la vergüenza ha desaparecido, y que por lo tanto la sociedad – desvinculada de la moral, del bien, de la verdad – se desbarrancara hacia miasmas putrefactos. Una tendencia ligada a la modernidad, y que por lo tanto aparece como irresistible, como inevitable. Y, a pesar de todos los obstáculos, algo de luz se va haciendo. Una claridad que se replegó frente al senado y se replicó en muchos sectores del País. Un resplandor que muestra panoramas tenebrosos, pero que es imprescindible examinar para demandar sanciones a los culpables. Se van descubriendo aspectos de la delincuencia que hasta hace unos años nos hubieran parecido inaccesibles, pues hubiéramos pensado que un enorme poder oculto conseguiría mantenerlos bajo su manto de oprobio. El pueblo indignado, con el apoyo de un lúcido periodismo -o el indignado periodismo, con el apoyo de un pueblo esclarecido, lo mismo da– va consiguiendo que la investigación avance. La acción de algún sector de la justicia, nos está mostrando que a la corrupción hay que atacarla en sus madrigueras; que se puede reaccionar contra los males imperantes; que mientras queden magistrados probos no todo está perdido; que vale la pena golpear las puertas con vigor e insistencia; que hay que perseverar en la lucha por el bien, pues la maltrecha moral pública puede ser restaurada si la sociedad reacciona con la energía que las circunstancias reclaman. Siempre, a través de los siglos, hubo el imperativo moral de luchar contra las podredumbres, pero ahora no se trata sólo de un imperativo moral: es una cuestión de vida o muerte, porque la corrupción nos está tapando, nos está ahogando, nos asfixia y nos aniquilará si no somos capaces de vencerla.La corrupción tiene muchas tácticas para disimularse y para pasar inadvertidas. También para aparentar que son inocuas, que no tienen mayor importancia. Una de esas tácticas es la de sostenerque todo está podrido, que putrefacción hubo siempre y que por lo tanto es inútil luchar contra ella, y que el único camino posible sería el de tolerarla, aceptarla como inevitable. “Todo es igual, nada es mejor”. “Quevachaché”.Pero no hay que dejarse llevar por delante. No es que todo sea malo, sino que hay bien y hay mal, y obligación de ciudadanos conscientes es distinguir la virtud del vicio, la honestidad del pecado, la dignidad de la bajeza, la decencia de la villanía.
Por JORGE BERNABE LOBO ARAGÓN
Estamos viviendo un momento espantoso en la vida de la Nación. Seguramente nunca hemos vivido un periodo tan lastimoso como la era Cristina en cuanto a la perversión. Digo corrupción en general, refiriéndome al peculado, la coima, el soborno, el cohecho, la mentira como acostumbrada norma, las dádivas interesadas y pervertidoras. Una corrupción generalizada en toda la sociedad, pero que resalta, se hace más notable y es más dolorosa en los ámbitos de los poderes del estado. Quizás lo que haga más afligente el actual estado de infección del cuerpo social, sea la actitud complaciente con que en el Senado de la Nación y en algunos ambientes se lo considera. Se dice que corrupciones hubo siempre como si eso fuera suficiente justificativo y motivo convincente para que nos allanemos a tolerarlas. Es claro que sí: desde que Adán comenzó a pecar los hombres le hemos heredado su naturaleza pecadora; pero que seamos proclives a cometer faltas no significa que debamos ser condescendientes con quienes dan mal ejemplo, se roban los dineros que la comunidad necesita, se enriquecen administrando los favores que el estado otorga indebidamente, niegan la justicia por favorecer a privilegiados. En una década a la que por las públicas inmoralidades se la ha calificado de infame, un legislador sorprendido en un cohecho, de vergüenza se suicidó. Había infamia, pero subsistía la vergüenza. Podría pensarse que ahora, para peor, la vergüenza ha desaparecido, y que por lo tanto la sociedad – desvinculada de la moral, del bien, de la verdad – se desbarrancara hacia miasmas putrefactos. Una tendencia ligada a la modernidad, y que por lo tanto aparece como irresistible, como inevitable. Y, a pesar de todos los obstáculos, algo de luz se va haciendo. Una claridad que se replegó frente al senado y se replicó en muchos sectores del País. Un resplandor que muestra panoramas tenebrosos, pero que es imprescindible examinar para demandar sanciones a los culpables. Se van descubriendo aspectos de la delincuencia que hasta hace unos años nos hubieran parecido inaccesibles, pues hubiéramos pensado que un enorme poder oculto conseguiría mantenerlos bajo su manto de oprobio. El pueblo indignado, con el apoyo de un lúcido periodismo -o el indignado periodismo, con el apoyo de un pueblo esclarecido, lo mismo da– va consiguiendo que la investigación avance. La acción de algún sector de la justicia, nos está mostrando que a la corrupción hay que atacarla en sus madrigueras; que se puede reaccionar contra los males imperantes; que mientras queden magistrados probos no todo está perdido; que vale la pena golpear las puertas con vigor e insistencia; que hay que perseverar en la lucha por el bien, pues la maltrecha moral pública puede ser restaurada si la sociedad reacciona con la energía que las circunstancias reclaman. Siempre, a través de los siglos, hubo el imperativo moral de luchar contra las podredumbres, pero ahora no se trata sólo de un imperativo moral: es una cuestión de vida o muerte, porque la corrupción nos está tapando, nos está ahogando, nos asfixia y nos aniquilará si no somos capaces de vencerla. La corrupción tiene muchas tácticas para disimularse y para pasar inadvertidas. También para aparentar que son inocuas, que no tienen mayor importancia. Una de esas tácticas es la de sostenerque todo está podrido, que putrefacción hubo siempre y que por lo tanto es inútil luchar contra ella, y que el único camino posible sería el de tolerarla, aceptarla como inevitable. “Todo es igual, nada es mejor”. “Quevachaché”. Pero no hay que dejarse llevar por delante. No es que todo sea malo, sino que hay bien y hay mal, y obligación de ciudadanos conscientes es distinguir la virtud del vicio, la honestidad del pecado, la dignidad de la bajeza, la decencia de la villanía.
Dr. Jorge B. Lobo Aragón
jorgeloboaragon@gmail.com
PrisioneroEnArgentina.com
Agosto 21, 2018
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