Es tan evidente que el sentido común induce a reconocer con naturalidad al mérito como una virtud que llama la atención que el primer mandatario lo haya denostado tres veces en diez días. Sufrimos una larga crisis decadente. Nadie la discute porque la experimentamos. La mayoría atribuye esa declinación nacional a la caída de los valores morales, mucho más que a errores de política económica. Más aún, existe concordancia en que los desaciertos en materia económica se vinculan con ese extravío moral, más gravitantes que desenfoques o insensateces teórico-prácticos en esa área. En materia de asistencia social, por caso, sólo una deformación ética puede explicar que se haya optado por la ayuda en lugar del trabajo. Con los mismos recursos dinerarios de entrada se pudo y se debió contribuir para integrar un salario digno para los necesitados – aportándole un suplemento al que abonan los empresarios, sobre todo Pymes – en lugar del auxilio directo sin contraprestación laboral. Sin intermediarios es una ficción pues siempre se supo, desde el inicio de este sistema que nos ha ido hundiendo, que mediaban – y lucraban – los llamados ‘punteros’, los emergentes dirigentes de los movimientos sociales y una variopinta runfla. ‘Dirigentes’ es una palabra impropia para denominar a estos individuos ya que la etimología lo impide. Dirigir es guiar el camino recto, que es exactamente lo contrario de lo que hacen.
Cuando los desaguisados del último medio siglo que se fueron adunando cual capas adiposas hasta hacer de la esplendidez argentina una fofa, mediocre, grisácea desfiguración, reaparece en boca del presidente el objetivo de la igualdad, inclusive antepuesto a la justicia y, para peor, enfrentado con el mérito. El nuevo enemigo de la mitad pobre de la Argentina – cuadro de situación a la que la llevaron proclamando la justicia social y las conquistas de decenas de derechos y de escasísimas obligaciones – es que hay algunos ‘desiguales’ que, cual ‘avivados y ventajeros’ se esforzaron y destacaron. Esos meritorios son inadmisibles porque patentizan la desigualdad, la agravan. Generan un claroscuro inaceptable. Entonces, arremetamos contra el mérito de modo de logra cuanto ante esa ‘soñada’ Argentina igualitaria.
Empero, ¿Qué igualdad? La de todos bajando el nivel, todos dentro de la medianía. En las escuelas no hay más ‘cuadros de honor’ porque eso estigmatiza, discrimina, desiguala. No importa que el manual básico de la organización social indique que es menester estimular el mérito, incentivar el esfuerzo, impulsar la laboriosidad, el compromiso con el trabajo, con el ejercicio de la imaginación, de la creatividad. No interesa que ese breviario aconseje nivelar para arriba y caracterizar a la igualdad como un deseable fin, pero asociado a un vocablo clave: oportunidad. Todos debemos tener similares posibilidades desde el inicio de la vida. Luego, ese azaroso y hasta misterioso camino, con sus meandros, sus sorpresas y también con algunas certezas, signará las diferencias. La vida no puede eliminar las disparidades porque no le resulta factible soslayar algo que le es ínsito, natural. Eso de certezas trae una aseveración necesaria: generalmente quien se esfuerza más obtiene mejores rendimientos.
Falta poco para que desde las altas cumbres del mando pontifiquen en contra de la productividad y cuestionen la ecuación costo-beneficio aduciendo que ‘beneficio’ se asocia a privilegio y a ganancia voraz o estigmas por el estilo.
El magistrado, desde el primero al último, también son guías de la sociedad. Son quienes señalan el rumbo. En estos días, podríamos apuntar una constelación de yerros, pero sobresale la denigración del mérito porque ataca al corazón mismo de nuestra posible recuperación. El mal está en el desplome espiritual y en el derrumbe moral. El cambio, pues debe tener en su mira central el restablecimiento de ambos. Allí ingresa omnipresente, con toda su plausible potencia, el mérito.
Vituperar al mérito es dispararse a los pies o escupir para arriba. Es insólito e inextricable que el jefe del Estado se detenga a menospreciar al mérito y, más deplorable aún, a identificarlo como un conspirador contra la igualdad.
Muchas veces el follaje de la narración, la frondosidad del relato a la que nos tienen habituados el actual régimen político, nos llena de hastío hasta producir indiferencia. Pero con este ataque frontal al mérito pudo conmover nuestra displicencia. Obviamente, para azorarnos. Para que nos invadan previsiones sombrías. Porque si el gran enemigo a derrotar es el mérito, el triunfador será la Argentina sin horizonte, literalmente sin destino. Más tétrico que una victoria pírrica. Será un éxito desastroso.
No dudo en consignar que el agravio al mérito se vincula con el miedo a la libertad. El esfuerzo, al abrirnos el horizonte, nos libera. Ya se sabe, un pueblo libre jamás será manipulado. Es impenetrable a las falacias.
Decía Ortega y Gasset que “vivimos originariamente hacia el futuro, disparados hacia él”. Nuestro porvenir, al que estamos ‘disparados’, es oscuro si la execración del mérito se impone.
Es lógico que hagamos una mención a la grieta y a la unión argentina ¡Claro que la queremos a esta y desechamos a aquella! Empero, ¿cómo unirnos con quienes ponderan el demérito y nos proponen una nivelación descendente? El diálogo – como todo en esta viña – requiere de algunas reglas compartidas y por encima de todo exige algunas valoraciones convergentes. De lo contrario, la grieta emerge sola, sin que la busquemos ni la queramos. Ni que un estratega nos la recomiende. Por eso, este demérito del mérito cobra un relieve inusitado y demasiado inquietante.
No bajemos la guardia en este y otros asuntos cruciales. No es lo mismo un gil que un profesor. Tampoco la ‘viveza’ es igual a la agudeza. Es tiempo una vez más de separar la paja del trigo.
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Por Alberto Asseff*
Es tan evidente que el sentido común induce a reconocer con naturalidad al mérito como una virtud que llama la atención que el primer mandatario lo haya denostado tres veces en diez días. Sufrimos una larga crisis decadente. Nadie la discute porque la experimentamos. La mayoría atribuye esa declinación nacional a la caída de los valores morales, mucho más que a errores de política económica. Más aún, existe concordancia en que los desaciertos en materia económica se vinculan con ese extravío moral, más gravitantes que desenfoques o insensateces teórico-prácticos en esa área. En materia de asistencia social, por caso, sólo una deformación ética puede explicar que se haya optado por la ayuda en lugar del trabajo. Con los mismos recursos dinerarios de entrada se pudo y se debió contribuir para integrar un salario digno para los necesitados – aportándole un suplemento al que abonan los empresarios, sobre todo Pymes – en lugar del auxilio directo sin contraprestación laboral. Sin intermediarios es una ficción pues siempre se supo, desde el inicio de este sistema que nos ha ido hundiendo, que mediaban – y lucraban – los llamados ‘punteros’, los emergentes dirigentes de los movimientos sociales y una variopinta runfla. ‘Dirigentes’ es una palabra impropia para denominar a estos individuos ya que la etimología lo impide. Dirigir es guiar el camino recto, que es exactamente lo contrario de lo que hacen.
Cuando los desaguisados del último medio siglo que se fueron adunando cual capas adiposas hasta hacer de la esplendidez argentina una fofa, mediocre, grisácea desfiguración, reaparece en boca del presidente el objetivo de la igualdad, inclusive antepuesto a la justicia y, para peor, enfrentado con el mérito. El nuevo enemigo de la mitad pobre de la Argentina – cuadro de situación a la que la llevaron proclamando la justicia social y las conquistas de decenas de derechos y de escasísimas obligaciones – es que hay algunos ‘desiguales’ que, cual ‘avivados y ventajeros’ se esforzaron y destacaron. Esos meritorios son inadmisibles porque patentizan la desigualdad, la agravan. Generan un claroscuro inaceptable. Entonces, arremetamos contra el mérito de modo de logra cuanto ante esa ‘soñada’ Argentina igualitaria.
Empero, ¿Qué igualdad? La de todos bajando el nivel, todos dentro de la medianía. En las escuelas no hay más ‘cuadros de honor’ porque eso estigmatiza, discrimina, desiguala. No importa que el manual básico de la organización social indique que es menester estimular el mérito, incentivar el esfuerzo, impulsar la laboriosidad, el compromiso con el trabajo, con el ejercicio de la imaginación, de la creatividad. No interesa que ese breviario aconseje nivelar para arriba y caracterizar a la igualdad como un deseable fin, pero asociado a un vocablo clave: oportunidad. Todos debemos tener similares posibilidades desde el inicio de la vida. Luego, ese azaroso y hasta misterioso camino, con sus meandros, sus sorpresas y también con algunas certezas, signará las diferencias. La vida no puede eliminar las disparidades porque no le resulta factible soslayar algo que le es ínsito, natural. Eso de certezas trae una aseveración necesaria: generalmente quien se esfuerza más obtiene mejores rendimientos.
Falta poco para que desde las altas cumbres del mando pontifiquen en contra de la productividad y cuestionen la ecuación costo-beneficio aduciendo que ‘beneficio’ se asocia a privilegio y a ganancia voraz o estigmas por el estilo.
El magistrado, desde el primero al último, también son guías de la sociedad. Son quienes señalan el rumbo. En estos días, podríamos apuntar una constelación de yerros, pero sobresale la denigración del mérito porque ataca al corazón mismo de nuestra posible recuperación. El mal está en el desplome espiritual y en el derrumbe moral. El cambio, pues debe tener en su mira central el restablecimiento de ambos. Allí ingresa omnipresente, con toda su plausible potencia, el mérito.
Vituperar al mérito es dispararse a los pies o escupir para arriba. Es insólito e inextricable que el jefe del Estado se detenga a menospreciar al mérito y, más deplorable aún, a identificarlo como un conspirador contra la igualdad.
Muchas veces el follaje de la narración, la frondosidad del relato a la que nos tienen habituados el actual régimen político, nos llena de hastío hasta producir indiferencia. Pero con este ataque frontal al mérito pudo conmover nuestra displicencia. Obviamente, para azorarnos. Para que nos invadan previsiones sombrías. Porque si el gran enemigo a derrotar es el mérito, el triunfador será la Argentina sin horizonte, literalmente sin destino. Más tétrico que una victoria pírrica. Será un éxito desastroso.
No dudo en consignar que el agravio al mérito se vincula con el miedo a la libertad. El esfuerzo, al abrirnos el horizonte, nos libera. Ya se sabe, un pueblo libre jamás será manipulado. Es impenetrable a las falacias.
Decía Ortega y Gasset que “vivimos originariamente hacia el futuro, disparados hacia él”. Nuestro porvenir, al que estamos ‘disparados’, es oscuro si la execración del mérito se impone.
Es lógico que hagamos una mención a la grieta y a la unión argentina ¡Claro que la queremos a esta y desechamos a aquella! Empero, ¿cómo unirnos con quienes ponderan el demérito y nos proponen una nivelación descendente? El diálogo – como todo en esta viña – requiere de algunas reglas compartidas y por encima de todo exige algunas valoraciones convergentes. De lo contrario, la grieta emerge sola, sin que la busquemos ni la queramos. Ni que un estratega nos la recomiende. Por eso, este demérito del mérito cobra un relieve inusitado y demasiado inquietante.
No bajemos la guardia en este y otros asuntos cruciales. No es lo mismo un gil que un profesor. Tampoco la ‘viveza’ es igual a la agudeza. Es tiempo una vez más de separar la paja del trigo.
*Diputado nacional (UNIR, Juntos por el Cambio).
Colaboración: DR. FRANCISCO BÉNARD
PrisioneroEnArgentina.com
Setiembre 27, 2020