Esther ha escogido un libro y, con la espalda muy recta y un lápiz en la mano derecha, empieza a leer. A cada dos renglones carraspea y frunce el ceño antes de apuntar algo en una libreta que la sigue a todas partes. Ideas sueltas para una historia, la llama.
De su moño no se escapa ni un solo pelo, de su blusa ni un solo botón queda sin abrochar, el planchado de su falda es impecable… como su prosa. Sobre técnicas de escritura lo sabe todo, pero de fantasías sabe poco, tan solo durante unos segundos al día cuando, en voz baja, pronuncia su nombre de futura escritora.
De repente, la puerta de la biblioteca se abre y aparece un hombre muy alto con una maleta descolorida en la mano. Aún es joven pero parece cansado, gastado como su traje cuyo brillo habla de miseria.
Le dice a Rosa, la bibliotecaria, que él no es de aquí, pero que le gustaría poder leer un rato. El hombre deja su maleta cerca de una de las mesas y busca un libro. Acaricia los lomos de los libros con sumo cuidado. Escoge uno –La Regenta– y se sienta.
Desde su mesa, Esther se percata de las terribles cicatrices de su rostro (¿acné, viruela?). Luego prosigue la lectura moviendo los labios, triturando las palabras; él lo hace como si sus ojos acariciasen las palabras antes de engullirlas, enteras, sin dañarlas.
Ya son las dos, la biblioteca va a cerrar. Esther recoge sus cosas y, con la palma de la mano, alisa su falda. El hombre vuelve a dejar el libro en su estante y pregunta a qué hora podrá volver para terminar de leerlo.
–¿Leer La Regenta en un día? –pregunta Esther, sorprendida, ya cerca de la puerta.
–¿Le extraña? Ese Clarín es un tío estupendo, me habría gustado emborracharme con él –contesta el hombre antes de salir con su maleta de papel cartón en la mano.
Esther no responde nada a tanta vulgaridad. Sin embargo, le sigue con la mirada mientras aquel ogro de las palabras entra en el bar contiguo a la biblioteca.
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por Dominique Vernay
Esther ha escogido un libro y, con la espalda muy recta y un lápiz en la mano derecha, empieza a leer. A cada dos renglones carraspea y frunce el ceño antes de apuntar algo en una libreta que la sigue a todas partes. Ideas sueltas para una historia, la llama.
De su moño no se escapa ni un solo pelo, de su blusa ni un solo botón queda sin abrochar, el planchado de su falda es impecable… como su prosa. Sobre técnicas de escritura lo sabe todo, pero de fantasías sabe poco, tan solo durante unos segundos al día cuando, en voz baja, pronuncia su nombre de futura escritora.
De repente, la puerta de la biblioteca se abre y aparece un hombre muy alto con una maleta descolorida en la mano. Aún es joven pero parece cansado, gastado como su traje cuyo brillo habla de miseria.
Le dice a Rosa, la bibliotecaria, que él no es de aquí, pero que le gustaría poder leer un rato. El hombre deja su maleta cerca de una de las mesas y busca un libro. Acaricia los lomos de los libros con sumo cuidado. Escoge uno –La Regenta– y se sienta.
Desde su mesa, Esther se percata de las terribles cicatrices de su rostro (¿acné, viruela?). Luego prosigue la lectura moviendo los labios, triturando las palabras; él lo hace como si sus ojos acariciasen las palabras antes de engullirlas, enteras, sin dañarlas.
Ya son las dos, la biblioteca va a cerrar. Esther recoge sus cosas y, con la palma de la mano, alisa su falda. El hombre vuelve a dejar el libro en su estante y pregunta a qué hora podrá volver para terminar de leerlo.
–¿Leer La Regenta en un día? –pregunta Esther, sorprendida, ya cerca de la puerta.
–¿Le extraña? Ese Clarín es un tío estupendo, me habría gustado emborracharme con él –contesta el hombre antes de salir con su maleta de papel cartón en la mano.
Esther no responde nada a tanta vulgaridad. Sin embargo, le sigue con la mirada mientras aquel ogro de las palabras entra en el bar contiguo a la biblioteca.
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Septiembre 1, 2020