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  Por ALBERTO ASSEFF*

   Gran parte de la Argentina coincide en identificar al populismo como el origen de nuestra decadencia y desde hace tiempo como el cáncer que nos carcome con su siniestra realidad de pobreza general e igualdad hacia abajo. Empero, surgen dudas a la hora de definir políticamente – quizás también como fenómeno social – qué es en concreto populismo. En varios de mis escritos tratamos de acercarnos a ese concepto estableciendo que cual espejismo nos promete calmar nuestra sed, pero al adentrarnos comprobamos que era un espejismo. Un efecto óptico. Visible, pero tan inmaterial como inexistente. También, hemos contrastado lo popular con el populismo. Existen innúmeras – afortunadamente – decisiones ‘populares’ que coadyuvan a la mejora y progreso social, pero se producen lastimosamente muchas más que invocando los intereses populares – mejor llamados generales -, no sólo conspiran contra esas declamadas metas, sino que literalmente son atentatorias contra su efectivo logro.

   Pero la definición de mayor justeza acerca del populismo estimo que es la política que promueve que el poder se ubique por encima de la ley. El populismo altera todo el sistema porque lo enrevesa. Si la ley es la voluntad general traducida en una norma, cuando el poder la subordina y la ultrapasa, esa voluntad general se desvirtúa hasta su licuación. El populismo es anomia.

   Con poder sin ley se abren las compuertas para la discrecionalidad, el descontrol, el despilfarro, el liderazgo mesiánico y, lo que es definitivamente nefasto, la ainstitucionalidad. Adicionalmente, con esa arquitectura del poder- bastarda porque nació fuera de la Constitución – las puertas para la corrupción se abren anchurosamente hasta desbordarnos y abrumarnos.

   Alguien dijo que el populismo juega un partido de fútbol a sus anchas: sin arcos, sin reglas, sin árbitro. Falta poco que sea sin oponente, por lo menos capaz de darle seria batalla política. Por eso no es un eufemismo ni una exorbitancia denunciar al populismo como la antesala que conduce a la recámara del autoritarismo. Y poco falta para que sea despotismo.

   El populismo no sólo no es republicano. Tampoco es genuinamente democrático porque falsifica la legitimidad originaria que brinda el voto al traicionarlo con la mentira. El populismo cree más en la magia que en la norma. Y por sobre todo tiene una lectura excluyente: el poder es la fuente de la legitimidad. No a la inversa.

   El populismo es agente naturalizador de las mayores aberraciones. Un corrupto es un preso político. Una caja de seguridad con más de cinco millones de dólares a nombre de una a la sazón menor de edad es el resultado de la sucesión – inconclusa –de su padre ý éste obtuvo esa fortuna como producto de su trabajo; beber whisky, fumar habanos y contar millones de dólares en una oficina ligada al poder es el fruto del ‘trabajo’, no de los cohechos; que el 90% de la obra pública – de por sí sobredimensionada y la mitad no terminada – de una provincia se oriente hacia un ex cajero bancario devenido en el Slim austral – con excusas para el empresario mexicano que nos merece el mayor de los respetos – es consecuencia natural de la Argentina populista, esa que produce el ascenso socio-económico de unos pocos privilegiados – la oligarquía siglo XXI – y el hundimiento en la pobreza de la enorme mayoría, incluyendo a la otrora esplendorosa clase media argentina.

   El populismo en su avance arrollador ahora embate contra el sistema que acuñó ese sobresaliente pensador,  perenne por su legado, Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu. La segunda ‘magistrada’ vernácula  ha dicho que la división de poderes es prehistórica y que la Constitución de 1853 ya no va porque fue sancionada antes de inventarse la electricidad. Sus palabras transparentan la intensidad de los designios del populismo: no sólo prohíja la patología socio-política peligrosísima del poder sobrepuesto  a la ley, sino que va por todo el poder sin ley ni cortapisas. Por el control del control. Por la anulación de los órganos contrapoder, esos que la ley creó precisamente para que las normativas y las instituciones se antepongan a quienes ejercen temporal y supuestamente alternadamente el poder.

   El populismo es socio de las mafias. En rigor, es parte de ellas. Uno de los más eficaces frutos del populismo es imponer crecientemente en la sociedad argentina la creencia de que jamás podremos dominar a las mafias y que por ende necesitaremos asociarnos con alguna parte disidente de ellas para tratar de desenvolver una propuesta alternativa viable.

   Más de la mitad de la Argentina, con pronóstico de aumentar su volumen, está convencida que hay que librar una batalla político-institucional que marque un hito trascendental en nuestra vida nacional. Combate contra la Argentina populista, mafiosa, del poder exorbitado, corrupta hasta el tuétano en sus cumbres, con progresivas consecuencias nocivas en sus bases.

   El dilema es crucial: para dar esa lid ¿Necesitamos mafiosos ‘buenos’ para enfrentar a los malos? O para que no desemboquemos en otra frustración, ¿habrá que confiar en la fuerza de los buenos sin concesiones?

  Es posible que se tache de ingenua la idea. También de quimérica. Me permito decir que las utopías transformaron sucesivamente al mundo.

  Eso sí, los buenos no pueden darse ningún lujo desidioso y mucho menos confiar en la inorganicidad. Al populismo se le ganará con organización, además de con valores. Los republicanos unidos y organizados, tal cual proclamaban los populistas falazmente. Naturalmente, para solidificar las bases institucionales hay un punto de partida fundamental e insoslayable: volver a la Constitución. Esta bandera es mucho más popular de lo que el populismo menosprecia. No nos intimidemos. El as está en nuestras manos.

*Diputado nacional de Juntos por el Cambio, partido UNIR.

Colaboración: Dr. Francisco Bénard

 


PrisioneroEnArgentina.com

Marzo 16, 2021


 

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