En el balotaje – reduccionista, dilemático como siempre lo es – confrontaron dos miedos, el de la continuidad y el del cambio. La prolongación del régimen multiplicador de pobreza y dilatador del Estado – presente en todas partes e inútil y costoso sistemáticamente – fue mayoritariamente rechazada. La expectativa de un cambio – que también atemoriza por la incertidumbre que conlleva – fue respaldada por la cuarta votación más abultada de nuestra historia, luego de la de 1928, 1951 y septiembre de 1973. Automáticamente se inició el receteo a fondo – con final incierto – de la política argentina.
Hace tiempo la sociedad estaba gestando un movimiento contracultural. Las cien modalidades de la llamada ‘viveza criolla’, de la conducta ventajera, del acomodo, de la trampa a la ley, del sálvese quien pueda y del dale que va se hallaban en la picota, enjuiciadas por una creciente legión ciudadana. Las marchas republicanas fueron clara exteriorización de esa cada vez más nutrida conciencia colectiva. La postura de que se podía salir adelante mediante gambetas al trabajo fue perdiendo adictos. La molicie no paga bien. Esta maceración social es la que se expresó el 19 de noviembre. En rigor, también el voto contuvo un fuerte contenido de bronca y en algún rincón de esperanza.
¿Cuánto de insatisfacción, de protesta y cuánto de esperanza? Dilucidar esta incógnita apareja saber de antemano cuánta paciencia tendrá la sociedad en la transición hacia un rumbo sostenido que nos lleve a la tranquilidad espiritual y a la prosperidad material.
Llegamos a esta decadencia pobrista por la persistencia en seguir con ideas envejecidas de un súper Estado intervencionista, omnipresente con un correlativo combate al capital, demonizado cual el apocalipsis. Tenedores privados de ahorro en dólares al grado de ser los segundos del planeta y paralelamente pedigüeños como nadie en el mundo, rascando el fondo de la olla del Banco Central para encontrar un ‘verde’ para pagar las bananas que trajimos de Paraguay y de Bolivia ¡Kafkiano! Una patética caricatura de “la Argentina potencia”. Una descripción de esta Argentina absurda. A esta dramática estación nos condujo el tren populista.
Soy testigo que en la Cámara de Diputados altos pontífices del oficialismo hinchaban su voz para denostar al ‘maldito mérito’ por el agravio que supuestamente propina a la ‘anhelada igualdad’. Eso se llama no entender esencialmente nada. Ni de la vida ni de la economía. Una necedad absoluta. Este tipo de ideas o, mejor, (des) conceptos, nos trajeron al 45/50% de pobreza y a la Argentina inviable como estado nacional. Un país mediocre, más oscuro que “el hombre mediocre” de José Ingenieros. A propósito de este médico y pensador, ¡qué bueno sería aprehender eso de que “hay que enseñar a perdonar, pero también enseñar a no ofender”!
Para cimentar y ensanchar la cuotaparte de esperanza que tuvo el sufragio de noviembre es menester el reseteo, la reconfiguración del mapa político. No es necesario que forcemos o induzcamos desde la teoría un nuevo croquis. La sociedad lo forjó con ese 56% del 19 de noviembre. Lo que los dirigentes no pudimos realizar, lo plasmó la ciudadanía uniendo en solo haz Libertad, Cambio y Modernidad. Ya se juntaron los liberales, los cambiemistas, los peronistas ansiosos de modernidad y miles y miles de radicales de a pie. También los auto percibidos independientes de variopinta laya. Este espacio debe articularse como un conjunto y ser el mediador entre el flamante gobierno y el llano. Ese es el primer gran pacto, la concertación más prioritaria. De su solidez dimanará la del gobierno y su rumbo.
Esta vez deberá ser absolutamente veraz – y no una frase oportunista – eso de “estamos mal, pero vamos bien”. Si la gente del común intuye, olfatea que el rumbo es el correcto, la decisión es firme y los timoneles son idóneos confiará. Se sabe empíricamente la formidable capacidad para auxiliar una transformación que posee la ‘señora’ confianza. Es más importante que un banco de crédito. La confianza es la primera proveedora de eso que necesitamos: tiempo y recursos.
La reestructuración de la política es clave. No habrá buena economía sin disponer previamente de buena política. Lo que falló en grado inconmensurable hasta ahora fue el sistema político. No funcionan los partidos, se fragmentan peor que plato caído, son un (des) concierto de egos en vez de una formación cohesionada y mejor inspirada para el más que olvidado bien común (¿existirá todavía esa noble idea…?).
En estos días, salvo quienes vislumbran que se acercan tiempos sombríos para sus privilegios y sus actitudes mafiosas, la sociedad está en un expectante sosiego. En estado de ebullición, así, se encuentra la política. Más en sus cúpulas que en sus bases. Estas se confunden con los ciudadanos independientes en esa aspiracional búsqueda del la Argentina normal.
El fenómeno del nuevo presidente fue un terremoto. Del seísmo se sale reconstruyendo. Es el momento para reformatearnos. Para la audacia de ir hacia una Argentina moderna. Libre y cambiada.
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Por Alberto Asseff*
En el balotaje – reduccionista, dilemático como siempre lo es – confrontaron dos miedos, el de la continuidad y el del cambio. La prolongación del régimen multiplicador de pobreza y dilatador del Estado – presente en todas partes e inútil y costoso sistemáticamente – fue mayoritariamente rechazada. La expectativa de un cambio – que también atemoriza por la incertidumbre que conlleva – fue respaldada por la cuarta votación más abultada de nuestra historia, luego de la de 1928, 1951 y septiembre de 1973. Automáticamente se inició el receteo a fondo – con final incierto – de la política argentina.
Hace tiempo la sociedad estaba gestando un movimiento contracultural. Las cien modalidades de la llamada ‘viveza criolla’, de la conducta ventajera, del acomodo, de la trampa a la ley, del sálvese quien pueda y del dale que va se hallaban en la picota, enjuiciadas por una creciente legión ciudadana. Las marchas republicanas fueron clara exteriorización de esa cada vez más nutrida conciencia colectiva. La postura de que se podía salir adelante mediante gambetas al trabajo fue perdiendo adictos. La molicie no paga bien. Esta maceración social es la que se expresó el 19 de noviembre. En rigor, también el voto contuvo un fuerte contenido de bronca y en algún rincón de esperanza.
¿Cuánto de insatisfacción, de protesta y cuánto de esperanza? Dilucidar esta incógnita apareja saber de antemano cuánta paciencia tendrá la sociedad en la transición hacia un rumbo sostenido que nos lleve a la tranquilidad espiritual y a la prosperidad material.
Llegamos a esta decadencia pobrista por la persistencia en seguir con ideas envejecidas de un súper Estado intervencionista, omnipresente con un correlativo combate al capital, demonizado cual el apocalipsis. Tenedores privados de ahorro en dólares al grado de ser los segundos del planeta y paralelamente pedigüeños como nadie en el mundo, rascando el fondo de la olla del Banco Central para encontrar un ‘verde’ para pagar las bananas que trajimos de Paraguay y de Bolivia ¡Kafkiano! Una patética caricatura de “la Argentina potencia”. Una descripción de esta Argentina absurda. A esta dramática estación nos condujo el tren populista.
Soy testigo que en la Cámara de Diputados altos pontífices del oficialismo hinchaban su voz para denostar al ‘maldito mérito’ por el agravio que supuestamente propina a la ‘anhelada igualdad’. Eso se llama no entender esencialmente nada. Ni de la vida ni de la economía. Una necedad absoluta. Este tipo de ideas o, mejor, (des) conceptos, nos trajeron al 45/50% de pobreza y a la Argentina inviable como estado nacional. Un país mediocre, más oscuro que “el hombre mediocre” de José Ingenieros. A propósito de este médico y pensador, ¡qué bueno sería aprehender eso de que “hay que enseñar a perdonar, pero también enseñar a no ofender”!
Para cimentar y ensanchar la cuotaparte de esperanza que tuvo el sufragio de noviembre es menester el reseteo, la reconfiguración del mapa político. No es necesario que forcemos o induzcamos desde la teoría un nuevo croquis. La sociedad lo forjó con ese 56% del 19 de noviembre. Lo que los dirigentes no pudimos realizar, lo plasmó la ciudadanía uniendo en solo haz Libertad, Cambio y Modernidad. Ya se juntaron los liberales, los cambiemistas, los peronistas ansiosos de modernidad y miles y miles de radicales de a pie. También los auto percibidos independientes de variopinta laya. Este espacio debe articularse como un conjunto y ser el mediador entre el flamante gobierno y el llano. Ese es el primer gran pacto, la concertación más prioritaria. De su solidez dimanará la del gobierno y su rumbo.
Esta vez deberá ser absolutamente veraz – y no una frase oportunista – eso de “estamos mal, pero vamos bien”. Si la gente del común intuye, olfatea que el rumbo es el correcto, la decisión es firme y los timoneles son idóneos confiará. Se sabe empíricamente la formidable capacidad para auxiliar una transformación que posee la ‘señora’ confianza. Es más importante que un banco de crédito. La confianza es la primera proveedora de eso que necesitamos: tiempo y recursos.
La reestructuración de la política es clave. No habrá buena economía sin disponer previamente de buena política. Lo que falló en grado inconmensurable hasta ahora fue el sistema político. No funcionan los partidos, se fragmentan peor que plato caído, son un (des) concierto de egos en vez de una formación cohesionada y mejor inspirada para el más que olvidado bien común (¿existirá todavía esa noble idea…?).
En estos días, salvo quienes vislumbran que se acercan tiempos sombríos para sus privilegios y sus actitudes mafiosas, la sociedad está en un expectante sosiego. En estado de ebullición, así, se encuentra la política. Más en sus cúpulas que en sus bases. Estas se confunden con los ciudadanos independientes en esa aspiracional búsqueda del la Argentina normal.
El fenómeno del nuevo presidente fue un terremoto. Del seísmo se sale reconstruyendo. Es el momento para reformatearnos. Para la audacia de ir hacia una Argentina moderna. Libre y cambiada.
*Diputado nacional (partido UNIR)
PrisioneroEnArgentina.com
Noviembre 25, 2023