El pasado 20 de marzo la Corte Suprema clausuró el funcionamiento del Poder Judicial, un acto para el que carece de facultades constitucionales, y dejó a los habitantes de esta Nación sin Justicia. Esto no ocurre desde 1853. Hemos tenido desde entonces distintos tipos de gobernantes: algunos respetuosos del orden constitucional como Marcelo T. De Alvear, otros competentes como Julio A. Roca —quién fijó los límites de la Patria en la materialidad de los hechos— y otros surgidos de golpes de Estado, pero ninguno de ellos cerró virtualmente el Poder Judicial como ha ocurrido este 20 de marzo —en lo que concierne al orden nacional, a la capital de la República y a la provincia de Buenos Aires—.
La Constitución Nacional no permite un acto como este, ya que adoptó para el gobierno de la Patria la forma republicana, representativa y federal, compuesta por tres poderes que son las autoridades de la Nación. En ninguna parte de nuestro texto constitucional se menciona la posibilidad de que uno de esos poderes suprima su propio funcionamiento o el de cualquiera de los otros dos —ni en momentos de paz ni en momentos de guerra—. La Constitución incluye una norma en defensa de su propia existencia y razón de ser al prohibir al Congreso conceder al Poder Ejecutivo facultades extraordinarias o la suma del Poder Público; lo mismo ocurre al no permitirle sumisiones o supremacías a partir de las cuales la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de un gobierno o de persona alguna.
No cabe duda de que el rol institucional del Poder Judicial no es solamente “administrar justicia”, sino que cada Juez es lisa y llanamente un gobernante, como lo son los Jueces de la Corte Suprema, los legisladores y el titular del Poder Ejecutivo. En consecuencia, ninguno de los mencionados puede abandonar su puesto so pretexto del peligro de contraer coronavirus o de cualquier otro peligro o amenaza, ya sea real o supuesta. Si una persona eligió estos cargos de honor y responsabilidad, eligió entonces servir al pueblo tanto en la guerra como en la paz, en la bonanza como en la adversidad. No puede abandonar su puesto ante el peligro. Lúcidos estaríamos si llegada la hora suprema de defender a la Patria, algún oficial o soldado se rehusara a abrazar su bandera y luchar por ella.
De esta forma, cada sentencia de un Magistrado judicial es un acto de gobierno, por más nimia que sea la controversia. En este momento, y por decisión de la Corte Suprema —que ha abusado de las atribuciones de su cargo— se le ha quitado a los Magistrados Judiciales su facultad de impartir justicia. El pueblo anhela y necesita la Justicia tanto como la Libertad —ambas prometidas en la Constitución Nacional— y ahora observa cómo su más Alto Tribunal cierra, justamente, las puertas de los Tribunales. Debe haber muchos Magistrados de ambos sexos —seguramente una mayoría cercana a la unanimidad— que no aceptan este estado de cosas y que, por su sentido del honor y por la dignidad de su cargo, quieren continuar dándole a la comunidad uno de sus bienes más preciados: Justicia. Según el criterio de la pluma que escribe —y que no representa a nada ni a nadie— los Magistrados Judiciales deberían reflexionar acerca de si deben obedecer o no a la Corte Suprema, institución que les ha prohibido de hecho ejercitar su augusto ministerio.
QUÉ REPRESENTA LA JUSTICIA EN LA VIDA HUMANA
La justicia, sin duda, es una de las grandes aspiraciones del hombre, tan importante como la libertad; y lo que es más, ambas están tan interrelacionadas que no puede existir una sin la otra. Resulta inconcebible la existencia de la libertad sin una justicia que le imponga sus límites. Para asegurar la libertad, el pensamiento occidental, con el correr de los siglos, advirtió y entendió que era imprescindible separar las instituciones que establecen las normas de conducta de las que aplican o resuelven las controversias con los gobernados o las de estos entre sí. De lo contrario, se podría hacer de la vida, fortuna y honor de ellos lo que le pareciera a la institución a cargo sin ningún tipo de supervisión. Como dijera en una inmortal frase Lord Acton, político y profesor inglés fallecido en 1902: “El poder corrompe y el poder absoluto, corrompe absolutamente”. Cuando en una sociedad, o en cualquier segmento de ella, no está dividido el poder, es inevitable que haya corrupción, que se tomen decisiones que no buscan el bien común sino beneficios para algunos a expensas de todos los demás.
Si bien Aristóteles, ilustre filósofo griego, ya lo había mencionado en su Política, fue Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) quien explicó que, para resguardar las libertades del despotismo de los gobernantes, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial debían estar separados. Esta idea de la separación de poderes fue retomada y reformulada más tarde por el pensamiento norteamericano que atraviesa la Constitución de 1787, donde se hablaba de “separación con mutuo control”, y por el fallo que el Presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, John Marshall, dictó en la causa “Madbury vs Madison” (1803). Montesquieu sostenía en su libro que “no hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo”, y detallaba luego que “de los tres poderes de los que hemos hecho mención, el de juzgar es casi nulo”.
Correspondió entonces al genio jurídico norteamericano incorporar dos principios fundamentales para defender la libertad del hombre: el federalismo —del cual no nos vamos a ocupar en este trabajo— y la atribución al Poder Judicial de preservar la Constitución Nacional por encima de cualquier ley en las controversias que llegaran a sus estrados. “Esto se resolvió en el caso mencionado Madbury vs. Madison y la evolución doctrinaria posterior, de manera que puso en manos del Poder Judicial la atribución de decretar la invalidez de una norma legislativa o emanada del Poder Ejecutivo Nacional o de los poderes Legislativo y Ejecutivo de los Estados provinciales, diríamos nosotros- si violaba la Constitución Nacional.” Este inmenso poder, que es también la esencia del Poder Judicial argentino, le ha sido negado a los Tribunales inferiores de la Nación por la Corte Suprema. La cuestión, sin embargo, es todavía peor dado que la Corte Suprema solamente conoce en la mayoría de las causas por apelación de los Tribunales de menor rango y estos no están funcionando; es decir, que el Poder Judicial se ha negado a sí mismo ejercer una de sus atribuciones esenciales y así le ha causado un daño inmenso a la República.
LA CUESTIÓN HUMANA
Decenas de miles de abogados hicieron de su profesión un modo de vida. A día de hoy, les han quitado el derecho a trabajar y, por ende, a ganar su pan en una tarea que es útil para la sociedad. También se lo han negado a las personas que trabajan en el Poder Judicial como contadores, médicos, ingenieros o calígrafos, entre otras profesiones, así como a decenas de miles de empleados que ahora no saben qué ocurrirá, ya que no es tan fácil pedirle a alguien que no tiene ingresos que les pague su sueldo. Además, los abogados no son como los muchos empleados públicos que, vayan o no al trabajo, cobran igual sobre la base de los impuestos que paga la sociedad aunque el Estado les haya impedido a los contribuyentes tener el dinero con que hacerlo.
Por otra parte, la cuarentena contiene en sí misma una injusticia feroz, ya que el esfuerzo debería haber sido puesto en la búsqueda y cura de los infectados y no en el aislamiento de los sanos. Lo que se ha hecho con los ancianos es algo inadmisible: se les ha prohibido caminar por la calle, tomar aire y, sobre todo, sol, algo importantísimo para su existencia. El sol les trae alegría, bienestar y es, además, la fábrica más eficiente de vitamina D que se conoce. La solución es, como ya he mencionado, curar a los enfermos y permitir una vida normal a quienes no lo están. Día a día vemos a gente de edad avanzada realizar proezas deportivas e intelectuales, muchos de ellos están al frente de empresas u organizaciones y tienen un rendimiento mayor al de algunos jóvenes ya que aúnan experiencia y conocimientos, una combinación generadora de notables éxitos. Como ya se dijo en el Martín Fierro: “El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo”.
Hace un par de años —el 4 de abril de 2018—, el autor de estas cuartillas publicó en La Prensa un artículo titulado “Censo sanitario para luchar contra la intolerable pobreza”. Dicho censo, de haberse comenzado en su momento, nos habría indicado qué sector de la población es más vulnerable y se hubiera podido trabajar en fortalecerlo, por lo que hoy sería más difícil que fueran presa del morbo de moda —y utilizo el término “de moda” porque existen en nuestro territorio enfermedades mucho más letales y que causan muchas más víctimas que la Covid-19—.
Para terminar, quisiera rendir tributo a los hombres y mujeres valientes que, más allá de acechanzas y dificultades, construyeron una República basada en la división de los tres poderes del gobierno y en su efectivo funcionamiento con el propósito de que fuera una luz de esperanza para la libertad humana.
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Por Juan José Guaresti (nieto)
El pasado 20 de marzo la Corte Suprema clausuró el funcionamiento del Poder Judicial, un acto para el que carece de facultades constitucionales, y dejó a los habitantes de esta Nación sin Justicia. Esto no ocurre desde 1853. Hemos tenido desde entonces distintos tipos de gobernantes: algunos respetuosos del orden constitucional como Marcelo T. De Alvear, otros competentes como Julio A. Roca —quién fijó los límites de la Patria en la materialidad de los hechos— y otros surgidos de golpes de Estado, pero ninguno de ellos cerró virtualmente el Poder Judicial como ha ocurrido este 20 de marzo —en lo que concierne al orden nacional, a la capital de la República y a la provincia de Buenos Aires—.
La Constitución Nacional no permite un acto como este, ya que adoptó para el gobierno de la Patria la forma republicana, representativa y federal, compuesta por tres poderes que son las autoridades de la Nación. En ninguna parte de nuestro texto constitucional se menciona la posibilidad de que uno de esos poderes suprima su propio funcionamiento o el de cualquiera de los otros dos —ni en momentos de paz ni en momentos de guerra—. La Constitución incluye una norma en defensa de su propia existencia y razón de ser al prohibir al Congreso conceder al Poder Ejecutivo facultades extraordinarias o la suma del Poder Público; lo mismo ocurre al no permitirle sumisiones o supremacías a partir de las cuales la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de un gobierno o de persona alguna.
No cabe duda de que el rol institucional del Poder Judicial no es solamente “administrar justicia”, sino que cada Juez es lisa y llanamente un gobernante, como lo son los Jueces de la Corte Suprema, los legisladores y el titular del Poder Ejecutivo. En consecuencia, ninguno de los mencionados puede abandonar su puesto so pretexto del peligro de contraer coronavirus o de cualquier otro peligro o amenaza, ya sea real o supuesta. Si una persona eligió estos cargos de honor y responsabilidad, eligió entonces servir al pueblo tanto en la guerra como en la paz, en la bonanza como en la adversidad. No puede abandonar su puesto ante el peligro. Lúcidos estaríamos si llegada la hora suprema de defender a la Patria, algún oficial o soldado se rehusara a abrazar su bandera y luchar por ella.
De esta forma, cada sentencia de un Magistrado judicial es un acto de gobierno, por más nimia que sea la controversia. En este momento, y por decisión de la Corte Suprema —que ha abusado de las atribuciones de su cargo— se le ha quitado a los Magistrados Judiciales su facultad de impartir justicia. El pueblo anhela y necesita la Justicia tanto como la Libertad —ambas prometidas en la Constitución Nacional— y ahora observa cómo su más Alto Tribunal cierra, justamente, las puertas de los Tribunales. Debe haber muchos Magistrados de ambos sexos —seguramente una mayoría cercana a la unanimidad— que no aceptan este estado de cosas y que, por su sentido del honor y por la dignidad de su cargo, quieren continuar dándole a la comunidad uno de sus bienes más preciados: Justicia. Según el criterio de la pluma que escribe —y que no representa a nada ni a nadie— los Magistrados Judiciales deberían reflexionar acerca de si deben obedecer o no a la Corte Suprema, institución que les ha prohibido de hecho ejercitar su augusto ministerio.
QUÉ REPRESENTA LA JUSTICIA EN LA VIDA HUMANA
La justicia, sin duda, es una de las grandes aspiraciones del hombre, tan importante como la libertad; y lo que es más, ambas están tan interrelacionadas que no puede existir una sin la otra. Resulta inconcebible la existencia de la libertad sin una justicia que le imponga sus límites. Para asegurar la libertad, el pensamiento occidental, con el correr de los siglos, advirtió y entendió que era imprescindible separar las instituciones que establecen las normas de conducta de las que aplican o resuelven las controversias con los gobernados o las de estos entre sí. De lo contrario, se podría hacer de la vida, fortuna y honor de ellos lo que le pareciera a la institución a cargo sin ningún tipo de supervisión. Como dijera en una inmortal frase Lord Acton, político y profesor inglés fallecido en 1902: “El poder corrompe y el poder absoluto, corrompe absolutamente”. Cuando en una sociedad, o en cualquier segmento de ella, no está dividido el poder, es inevitable que haya corrupción, que se tomen decisiones que no buscan el bien común sino beneficios para algunos a expensas de todos los demás.
Si bien Aristóteles, ilustre filósofo griego, ya lo había mencionado en su Política, fue Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) quien explicó que, para resguardar las libertades del despotismo de los gobernantes, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial debían estar separados. Esta idea de la separación de poderes fue retomada y reformulada más tarde por el pensamiento norteamericano que atraviesa la Constitución de 1787, donde se hablaba de “separación con mutuo control”, y por el fallo que el Presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, John Marshall, dictó en la causa “Madbury vs Madison” (1803). Montesquieu sostenía en su libro que “no hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo”, y detallaba luego que “de los tres poderes de los que hemos hecho mención, el de juzgar es casi nulo”.
Correspondió entonces al genio jurídico norteamericano incorporar dos principios fundamentales para defender la libertad del hombre: el federalismo —del cual no nos vamos a ocupar en este trabajo— y la atribución al Poder Judicial de preservar la Constitución Nacional por encima de cualquier ley en las controversias que llegaran a sus estrados. “Esto se resolvió en el caso mencionado Madbury vs. Madison y la evolución doctrinaria posterior, de manera que puso en manos del Poder Judicial la atribución de decretar la invalidez de una norma legislativa o emanada del Poder Ejecutivo Nacional o de los poderes Legislativo y Ejecutivo de los Estados provinciales, diríamos nosotros- si violaba la Constitución Nacional.” Este inmenso poder, que es también la esencia del Poder Judicial argentino, le ha sido negado a los Tribunales inferiores de la Nación por la Corte Suprema. La cuestión, sin embargo, es todavía peor dado que la Corte Suprema solamente conoce en la mayoría de las causas por apelación de los Tribunales de menor rango y estos no están funcionando; es decir, que el Poder Judicial se ha negado a sí mismo ejercer una de sus atribuciones esenciales y así le ha causado un daño inmenso a la República.
LA CUESTIÓN HUMANA
Decenas de miles de abogados hicieron de su profesión un modo de vida. A día de hoy, les han quitado el derecho a trabajar y, por ende, a ganar su pan en una tarea que es útil para la sociedad. También se lo han negado a las personas que trabajan en el Poder Judicial como contadores, médicos, ingenieros o calígrafos, entre otras profesiones, así como a decenas de miles de empleados que ahora no saben qué ocurrirá, ya que no es tan fácil pedirle a alguien que no tiene ingresos que les pague su sueldo. Además, los abogados no son como los muchos empleados públicos que, vayan o no al trabajo, cobran igual sobre la base de los impuestos que paga la sociedad aunque el Estado les haya impedido a los contribuyentes tener el dinero con que hacerlo.
Por otra parte, la cuarentena contiene en sí misma una injusticia feroz, ya que el esfuerzo debería haber sido puesto en la búsqueda y cura de los infectados y no en el aislamiento de los sanos. Lo que se ha hecho con los ancianos es algo inadmisible: se les ha prohibido caminar por la calle, tomar aire y, sobre todo, sol, algo importantísimo para su existencia. El sol les trae alegría, bienestar y es, además, la fábrica más eficiente de vitamina D que se conoce. La solución es, como ya he mencionado, curar a los enfermos y permitir una vida normal a quienes no lo están. Día a día vemos a gente de edad avanzada realizar proezas deportivas e intelectuales, muchos de ellos están al frente de empresas u organizaciones y tienen un rendimiento mayor al de algunos jóvenes ya que aúnan experiencia y conocimientos, una combinación generadora de notables éxitos. Como ya se dijo en el Martín Fierro: “El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo”.
Hace un par de años —el 4 de abril de 2018—, el autor de estas cuartillas publicó en La Prensa un artículo titulado “Censo sanitario para luchar contra la intolerable pobreza”. Dicho censo, de haberse comenzado en su momento, nos habría indicado qué sector de la población es más vulnerable y se hubiera podido trabajar en fortalecerlo, por lo que hoy sería más difícil que fueran presa del morbo de moda —y utilizo el término “de moda” porque existen en nuestro territorio enfermedades mucho más letales y que causan muchas más víctimas que la Covid-19—.
Para terminar, quisiera rendir tributo a los hombres y mujeres valientes que, más allá de acechanzas y dificultades, construyeron una República basada en la división de los tres poderes del gobierno y en su efectivo funcionamiento con el propósito de que fuera una luz de esperanza para la libertad humana.