De pronto, todas las cabezas desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de perforar con la mirada la luz de los reflectores implacables. Sobre el campo, los jugadores corrían en todas direcciones. Un sordo, pavoroso clamor envolvía sus cuerpos sin cabezas. Agitaban sus brazos confusamente. Como si dirigieran su propia macabra danza. La danza macabra.
Él estaba tenso. El ruido martilleaba sus tímpanos. Creció su miedo. Ahora los rostros giraban en la cancha. Reflejaban un terror indescriptible. Su propio terror. No perseguían la pelota. Huían desesperados. Brincaban absurdamente. Con el salto mortal del soldado. Desaparecían. Volvían a emerger. Volaban. Destruidos en pedazos al chocar unos contra otros.
Empezó a oír el graznido de las ametralladoras. El ruido del mar. El ruido del miedo. El silbatazo de ataque. Y grito. Gritos espantosos que le taladraban la espina dorsal. ¿Llegaría a disparar por fin el cañón camuflado bajo la malla del arco?
Reaparecieron las cabezas y los cuerpos. Las cabezas subían y bajaban las gradas. Saltaban a la izquierda y a la derecha. Uno, dos. Uno, dos. A la derecha y a la izquierda. Uno, dos. Rodaban unas sobre otras. Saltaban unas sobre otras. Uno, dos. Lo aplastaban. Iban a aplastarlo. Uno, dos. Y los gritos…
Se lanzó por las escaleras. A ganar la playa. A esconderse en las trincheras. La salida. A empellones. Empujando los cadáveres móviles que cerraban el paso.
La puerta. La plaza. Arriba, siempre el cielo. El cielo.
Detuvo el taxi: al hotel.
Cerró los ojos. Los abrió de nuevo. ¿Y el chofer? Había desaparecido. Él iba solo sobre el tanque que devoraba las avenidas. Traspasaba los muros. Se estrellaba contra los árboles. Mil reflectores enfocaban su marcha. Más aprisa. Aprisa.
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Por Edmundo Valadés
De pronto, todas las cabezas desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de perforar con la mirada la luz de los reflectores implacables. Sobre el campo, los jugadores corrían en todas direcciones. Un sordo, pavoroso clamor envolvía sus cuerpos sin cabezas. Agitaban sus brazos confusamente. Como si dirigieran su propia macabra danza. La danza macabra.
Él estaba tenso. El ruido martilleaba sus tímpanos. Creció su miedo. Ahora los rostros giraban en la cancha. Reflejaban un terror indescriptible. Su propio terror. No perseguían la pelota. Huían desesperados. Brincaban absurdamente. Con el salto mortal del soldado. Desaparecían. Volvían a emerger. Volaban. Destruidos en pedazos al chocar unos contra otros.
Empezó a oír el graznido de las ametralladoras. El ruido del mar. El ruido del miedo. El silbatazo de ataque. Y grito. Gritos espantosos que le taladraban la espina dorsal. ¿Llegaría a disparar por fin el cañón camuflado bajo la malla del arco?
Reaparecieron las cabezas y los cuerpos. Las cabezas subían y bajaban las gradas. Saltaban a la izquierda y a la derecha. Uno, dos. Uno, dos. A la derecha y a la izquierda. Uno, dos. Rodaban unas sobre otras. Saltaban unas sobre otras. Uno, dos. Lo aplastaban. Iban a aplastarlo. Uno, dos. Y los gritos…
Se lanzó por las escaleras. A ganar la playa. A esconderse en las trincheras. La salida. A empellones. Empujando los cadáveres móviles que cerraban el paso.
La puerta. La plaza. Arriba, siempre el cielo. El cielo.
Detuvo el taxi: al hotel.
Cerró los ojos. Los abrió de nuevo. ¿Y el chofer? Había desaparecido. Él iba solo sobre el tanque que devoraba las avenidas. Traspasaba los muros. Se estrellaba contra los árboles. Mil reflectores enfocaban su marcha. Más aprisa. Aprisa.
Luego, lo de siempre: el silencio largo.
“¿Le pasa algo?”
Pagó. Entró en el hotel. A su cuarto.
Se desplomó sobre la cama.
A gemir la paz definitivamente perdida para él.
PrisioneroEnArgentina.com
Setiembre 13, 2020