La ciega ambición, el ego personal, la falta de sentido común componen el perfil de la mayoría de los políticos y por cierto refleja al del expresidente de Colombia Juan Manuel Santos. El abanderado de la paz se otorga este y otros honores con el uso de la notoriedad pura del lenguaje (que es exitoso, aunque solo por él confirmado). En el contexto de evitar la violencia, tal vez se concede mucho. Demasiado. La razón, si lo desea, es restaurada a su trono, y el prosaico y el profesional tienen su momento de honor y gloria. Pero miremos más detenidamente. Ahora, ex jefes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia manifiestan que están tomando las armas nuevamente después de lo que consideran el fracaso de un acuerdo de paz de 2016 para garantizar sus derechos políticos. A estos derechos mencionados, Santos les había adjuntado propiedades, puestos en el Senado, en la Cámara Baja y hasta estaciones de radio a cambio de la deposición de las armas, un precio que gran parte de la población colombiana aún hoy se pregunta por qué hubo de pagar.
El grupo dice que lanzará una nueva ofensiva, amenazando con reanudar varios años de conflicto armado en la nación sudamericana. El motivo expuesto es que los tratados firmados en La Habana no han sido respetados. Según terroristas como (a) Iván Márquez, el estado no ha cumplido con su obligación más importante, que es garantizar la vida de sus ciudadanos y especialmente evitar asesinatos por razones políticas. Demanda curiosa si se entiende que el accionar de las FARC dejó un tendal de asesinatos selectivos, abusos sexuales, torturas, secuestros y desapariciones. Las cifran rozan los 220.000 muertos documentados, 5,7 millones de desplazados en las zonas rurales, más de 25.000 desaparecidos y casi 30.000 secuestrados.
El grupo dice que su objetivo ahora es la instalación de un gobierno que apoye la paz. Esta nueva administración luchará contra la corrupción y exigirá pagos de quienes participan en economías ilegales y de compañías multinacionales.
Desde el gobierno insisten que estas nuevas organizaciones armadas se encuentran traicionando el deseo de paz de otros miembros de las FARC. Sin embargo, afirman que la capacidad militar del grupo es limitada y que no es algo que el país deba temer, mientras tantos -y sin que el pueblo sienta temor- estas bandas siguen secuestrando y acechando a los ciudadanos. Es cierto, muy difícilmente lleguen a ser, por ahora, una amenaza directa para bien protegidos burócratas. Tal vez aún estos nuevos pastores de la “Revolución” no son tan insurgentes o incendiarios como su representativo historial y popular nombre podría sugerir, pero no faltará el hoy callado profeta que cuando sea tarde declame: “Yo lo advertí”.
La ciega ambición, el ego personal, la falta de sentido común componen el perfil de la mayoría de los políticos y por cierto refleja al del expresidente de Colombia Juan Manuel Santos. El abanderado de la paz se otorga este y otros honores con el uso de la notoriedad pura del lenguaje (que es exitoso, aunque solo por él confirmado). En el contexto de evitar la violencia, tal vez se concede mucho. Demasiado. La razón, si lo desea, es restaurada a su trono, y el prosaico y el profesional tienen su momento de honor y gloria. Pero miremos más detenidamente. Ahora, ex jefes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia manifiestan que están tomando las armas nuevamente después de lo que consideran el fracaso de un acuerdo de paz de 2016 para garantizar sus derechos políticos. A estos derechos mencionados, Santos les había adjuntado propiedades, puestos en el Senado, en la Cámara Baja y hasta estaciones de radio a cambio de la deposición de las armas, un precio que gran parte de la población colombiana aún hoy se pregunta por qué hubo de pagar.
El grupo dice que lanzará una nueva ofensiva, amenazando con reanudar varios años de conflicto armado en la nación sudamericana. El motivo expuesto es que los tratados firmados en La Habana no han sido respetados. Según terroristas como (a) Iván Márquez, el estado no ha cumplido con su obligación más importante, que es garantizar la vida de sus ciudadanos y especialmente evitar asesinatos por razones políticas. Demanda curiosa si se entiende que el accionar de las FARC dejó un tendal de asesinatos selectivos, abusos sexuales, torturas, secuestros y desapariciones. Las cifran rozan los 220.000 muertos documentados, 5,7 millones de desplazados en las zonas rurales, más de 25.000 desaparecidos y casi 30.000 secuestrados.
El grupo dice que su objetivo ahora es la instalación de un gobierno que apoye la paz. Esta nueva administración luchará contra la corrupción y exigirá pagos de quienes participan en economías ilegales y de compañías multinacionales.
Desde el gobierno insisten que estas nuevas organizaciones armadas se encuentran traicionando el deseo de paz de otros miembros de las FARC. Sin embargo, afirman que la capacidad militar del grupo es limitada y que no es algo que el país deba temer, mientras tantos -y sin que el pueblo sienta temor- estas bandas siguen secuestrando y acechando a los ciudadanos. Es cierto, muy difícilmente lleguen a ser, por ahora, una amenaza directa para bien protegidos burócratas. Tal vez aún estos nuevos pastores de la “Revolución” no son tan insurgentes o incendiarios como su representativo historial y popular nombre podría sugerir, pero no faltará el hoy callado profeta que cuando sea tarde declame: “Yo lo advertí”.
PrisioneroEnArgentina.com
Agosto 30, 2019
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