La política es el arte de la sinfonía, no de los solistas. También es el modo de sortear los conflictos. Jamás dejarán de existir ni las discrepancias ni los intereses contrapuestos. Precisamente la política está para anudar acuerdos y superar enfrentamientos. Cuanto más acuerdos y menos diferencias, más éxito político.
La política también está para gobernar el orden social e impulsar el progreso. La política es incompatible con el desorden y con el atraso, pues todo gobierno – eso es la política, para eso se creó, para gobernar organizadamente – tiene una mandato natural: promover el progreso o como dice la Constitución “promover el bienestar general”.
La grieta argentina no nació en estos años. Tiene larga y penosa historia. Historia que vamos a ahorrar en estas líneas porque es conocida y resulta estéril memorarla. Empezó entre morenistas y saavedristas en 1810 y hogaño nos divide entre autoritarios y republicanos.
Otro asunto es quiénes son sus postreros – y actuales – gestores de la grieta. Algunos simplifican y sostienen que como la grieta es interfuncional y les sirve a los dos contendientes, la responsabilidad de que hoy la continuemos padeciendo está compartida entre ambos bandos. Discrepo. En 2002 fue tan colapsante la crisis que se dio en la práctica una concertación simbolizada por el acuerdo de Duhalde con Alfonsín, aupado por el Episcopado católico. Prescindo de cómo se llegó a esa situación porque es cuestión ajena a estas líneas. El presidente electo en abril de 2003 no arribó encabalgado en la fiereza de la confrontación, sino sostenido por el consenso generalizado. Paradojalmente obtuvo apenas un 23% de los votos, pero su respaldo se elevó ipso facto a la gran mayoría del país. La ansiedad por superar el impacto inenarrable de la crisis de 2001 fue más poderosa que cualquier disidencia o reparo.
Sin embargo, ese flamante presidente de origen sureño, en vez de trabajar para el bienestar general – que la doctrina social también denomina bien común – aplicó enormes energías para construir su poder – muy frágil en el génesis de su candidatura – sustentado en el enfrentamiento sistémico. Se dedicó a generar enemigos para así reunir los amigos que le faltaban. Ese señor autollamado ‘pingüino’ asignó gran parte de su tiempo a confrontar. Además de su confesa adoración por las cajas fuertes. No supo ni quiso enhebrar voluntades y forjar, cual iluminado orfebre, la unión a partir de un gran programa de coincidencias. Contrastantemente, se propuso cavar una enorme fosa disociadora. Su sucesora prometió en 2007 que subsanaría esa burda construcción con una ‘sintonía fina’ caracterizada por un cuidado de lo institucional. Todos sabemos que esa fineza se quedó en vana e hipócrita promesa. Sus ocho años fueron una penosa ristra de demasías y peor, de exacerbación de los rencores clasistas. Sin mentar la corrupción organizada, también cuestión para otro análisis. Nos retrotrajo a aquellos viejos tiempos de la universidad setentista donde pululaban los exaltadores del odio de clases. Época que se ha revivido ahora donde ser “combativo clasista” es un timbre de honor, justo cuando el mundo ha comprobado que la productividad y el conocimiento generan más trabajo y beneficios que la puja permanente que neutraliza energías y resultados.
El gran problema es hasta donde llega el límite del acuerdo que necesitamos para conmover al país y revertir esta decadencia ¿Puede haber acuerdo con todos? Un pacto así de abarcativo no permitiría remover las causas de nuestro atraso. Sería una concordancia para ir tirando, no para ir progresando. No se puede converger con los causantes de esta insufrible situación que padecemos. Es inadmisible una avenencia con las mafias so peligro de que consagremos definitivamente el triunfo de la corrupción y su matriz, la impunidad. Se necesita sí, el concordato de todos los sectores que estén prestos, prontos y listos para reformar la Argentina.
Ya vivimos diez intentos de concertación en tiempos contemporáneos, pero fueron más fotos ocasionales que sustanciales entendimientos ¿Transar – quizás ‘trenzar’ -con quien tiene todas sus fichas puestas para que nada cambie? La base de la convergencia es la sinceridad, la buena fe. Algo que a todas luces falta. Ni siquiera para afrontar la peste hemos podido apartarnos de las chicanas y de las especulaciones bastardas a título de algún supuesto rédito electoral. El virus se incubó y propagó desde la Recoleta, expresan sin rubor los oficialistas. Y, naturalmente, reciben respuestas – con mejores modales y más razones -, pero que no contribuyen a lo principal, contener juntos los contagios y bajar los peligros. Hasta la educación cayó en este arrasador juego macabro. En lugar ‘todos por la educación’, la más poderosa vacuna antipobreza, terminamos en que los favorables a la presencialidad somos insensibles a la letalidad del virus y los otros son los que quieren presuntamente salvar vidas aún a costa de más indigencia y más depresión anímica. Nos enfrentamos para ver quién nos lleva primero al cementerio.
El Acuerdo requiere apearnos de arcaísmos, abrir nuestras mentes a la modernidad, abandonar el pánico a las reformas, limitar lo conservador a la preservación de valores y tradiciones, ‘angelizar’ la emocionante tarea de cambiar la Argentina. Es decir, ponerle emoción y pasión a aumentar los resultados y logros materiales con la perspectiva de devolvernos algo intangible, pero de inconmensurable fuerza: el orgullo de pertenencia.
Pacto sí, pero no a cualquier precio, de cualquier manera y con cualquiera. Con todos los que con buena voluntad aspiren a cambiar a nuestro país.
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Por Alberto Asseff*.
La política es el arte de la sinfonía, no de los solistas. También es el modo de sortear los conflictos. Jamás dejarán de existir ni las discrepancias ni los intereses contrapuestos. Precisamente la política está para anudar acuerdos y superar enfrentamientos. Cuanto más acuerdos y menos diferencias, más éxito político.
La política también está para gobernar el orden social e impulsar el progreso. La política es incompatible con el desorden y con el atraso, pues todo gobierno – eso es la política, para eso se creó, para gobernar organizadamente – tiene una mandato natural: promover el progreso o como dice la Constitución “promover el bienestar general”.
La grieta argentina no nació en estos años. Tiene larga y penosa historia. Historia que vamos a ahorrar en estas líneas porque es conocida y resulta estéril memorarla. Empezó entre morenistas y saavedristas en 1810 y hogaño nos divide entre autoritarios y republicanos.
Otro asunto es quiénes son sus postreros – y actuales – gestores de la grieta. Algunos simplifican y sostienen que como la grieta es interfuncional y les sirve a los dos contendientes, la responsabilidad de que hoy la continuemos padeciendo está compartida entre ambos bandos. Discrepo. En 2002 fue tan colapsante la crisis que se dio en la práctica una concertación simbolizada por el acuerdo de Duhalde con Alfonsín, aupado por el Episcopado católico. Prescindo de cómo se llegó a esa situación porque es cuestión ajena a estas líneas. El presidente electo en abril de 2003 no arribó encabalgado en la fiereza de la confrontación, sino sostenido por el consenso generalizado. Paradojalmente obtuvo apenas un 23% de los votos, pero su respaldo se elevó ipso facto a la gran mayoría del país. La ansiedad por superar el impacto inenarrable de la crisis de 2001 fue más poderosa que cualquier disidencia o reparo.
Sin embargo, ese flamante presidente de origen sureño, en vez de trabajar para el bienestar general – que la doctrina social también denomina bien común – aplicó enormes energías para construir su poder – muy frágil en el génesis de su candidatura – sustentado en el enfrentamiento sistémico. Se dedicó a generar enemigos para así reunir los amigos que le faltaban. Ese señor autollamado ‘pingüino’ asignó gran parte de su tiempo a confrontar. Además de su confesa adoración por las cajas fuertes. No supo ni quiso enhebrar voluntades y forjar, cual iluminado orfebre, la unión a partir de un gran programa de coincidencias. Contrastantemente, se propuso cavar una enorme fosa disociadora. Su sucesora prometió en 2007 que subsanaría esa burda construcción con una ‘sintonía fina’ caracterizada por un cuidado de lo institucional. Todos sabemos que esa fineza se quedó en vana e hipócrita promesa. Sus ocho años fueron una penosa ristra de demasías y peor, de exacerbación de los rencores clasistas. Sin mentar la corrupción organizada, también cuestión para otro análisis. Nos retrotrajo a aquellos viejos tiempos de la universidad setentista donde pululaban los exaltadores del odio de clases. Época que se ha revivido ahora donde ser “combativo clasista” es un timbre de honor, justo cuando el mundo ha comprobado que la productividad y el conocimiento generan más trabajo y beneficios que la puja permanente que neutraliza energías y resultados.
El gran problema es hasta donde llega el límite del acuerdo que necesitamos para conmover al país y revertir esta decadencia ¿Puede haber acuerdo con todos? Un pacto así de abarcativo no permitiría remover las causas de nuestro atraso. Sería una concordancia para ir tirando, no para ir progresando. No se puede converger con los causantes de esta insufrible situación que padecemos. Es inadmisible una avenencia con las mafias so peligro de que consagremos definitivamente el triunfo de la corrupción y su matriz, la impunidad. Se necesita sí, el concordato de todos los sectores que estén prestos, prontos y listos para reformar la Argentina.
Ya vivimos diez intentos de concertación en tiempos contemporáneos, pero fueron más fotos ocasionales que sustanciales entendimientos ¿Transar – quizás ‘trenzar’ -con quien tiene todas sus fichas puestas para que nada cambie? La base de la convergencia es la sinceridad, la buena fe. Algo que a todas luces falta. Ni siquiera para afrontar la peste hemos podido apartarnos de las chicanas y de las especulaciones bastardas a título de algún supuesto rédito electoral. El virus se incubó y propagó desde la Recoleta, expresan sin rubor los oficialistas. Y, naturalmente, reciben respuestas – con mejores modales y más razones -, pero que no contribuyen a lo principal, contener juntos los contagios y bajar los peligros. Hasta la educación cayó en este arrasador juego macabro. En lugar ‘todos por la educación’, la más poderosa vacuna antipobreza, terminamos en que los favorables a la presencialidad somos insensibles a la letalidad del virus y los otros son los que quieren presuntamente salvar vidas aún a costa de más indigencia y más depresión anímica. Nos enfrentamos para ver quién nos lleva primero al cementerio.
El Acuerdo requiere apearnos de arcaísmos, abrir nuestras mentes a la modernidad, abandonar el pánico a las reformas, limitar lo conservador a la preservación de valores y tradiciones, ‘angelizar’ la emocionante tarea de cambiar la Argentina. Es decir, ponerle emoción y pasión a aumentar los resultados y logros materiales con la perspectiva de devolvernos algo intangible, pero de inconmensurable fuerza: el orgullo de pertenencia.
Pacto sí, pero no a cualquier precio, de cualquier manera y con cualquiera. Con todos los que con buena voluntad aspiren a cambiar a nuestro país.
*Diputado nacional de UNIR, Juntos por el Cambio.
Colaboración: Dr. Francisco Benard
PrisineroEnArgentina.com
Mayo 23, 2021