Las sociedades tienen esencias que es necesario mantener para su vida, para su permanencia, para que siga siendo satisfactorio pertenecer a ellas. Características relacionadas con sus costumbres, con sus tradiciones y, sobre todo, con la moral. A la pérdida y al falseamiento de estas conductas es a lo que en general llamamos corrupción. Lamentablemente hemos vivido en esta bendita Argentina muchos años de corrupción. Digo corrupción en general, refiriéndome al peculado, la coima, el soborno, el cohecho, la mentira como acostumbrada norma. Las dádivas interesadas y pervertidoras. Una corrupción generalizada en toda la sociedad, pero que resalta, se hace más notable y es más dolorosa en los ámbitos de la administración pública, de los gobernantes y, peor aún, de la justicia. Se dice que corrupciones hubo siempre como si eso fuera suficiente justificativo y motivo convincente para que nos allanemos a tolerarlas. Es claro que sí: desde que Adán comenzó a pecar los hombres le hemos heredado su naturaleza pecadora; pero que seamos proclives a cometer faltas no significa que debamos ser condescendientes con quienes dan mal ejemplo, se roban los dineros que la comunidad necesita, se enriquecen administrando los favores que el estado otorga indebidamente, niegan la justicia por favorecer a privilegiados. En una década a la que por las públicas inmoralidades se la ha calificado de infame, un legislador sorprendido en un cohecho, de vergüenza se suicidó. Había infamia, pero subsistía la vergüenza. Podría pensarse que ahora, para peor, la vergüenza ha desaparecido, y que por lo tanto la sociedad -desvinculada de la moral, del bien, de la verdad- se desbarrancara hacia miasmas putrefactos. Una tendencia ligada a la modernidad, y que por lo tanto aparece como irresistible, como inevitable. Y, a pesar de todos los obstáculos, algo de luz se va haciendo. Una luz que muestra panoramas tenebrosos, pero que es imprescindible examinar para demandar sanciones a los culpables.
Se van descubriendo aspectos de la delincuencia que hasta hace unos años nos hubieran parecido inaccesibles, pues hubiéramos pensado que un enorme poder oculto conseguiría mantenerlos bajo su manto de oprobio. Se está mostrando lo que vengo sosteniendo desde décadas, que existen mafias y que la droga es una realidad. Que a la corrupción hay que atacarla en sus madrigueras; que se puede reaccionar contra los males imperantes; que mientras queden magistrados probos no todo está perdido; que vale la pena golpear las puertas con vigor e insistencia; que hay que perseverar en la lucha por el bien, pues la maltrecha moral pública puede ser restaurada si la sociedad reacciona con la energía que las circunstancias reclaman. Por eso sostengo que el político o el funcionario que nos está gobernando deben ser juzgados con muchísima mayor severidad que los que se dedican a otras actividades. Está en boca de todo el concepto de que nadie es culpable mientras el juez no lo condene. Está bien, así debe ser, pero sólo en materia criminal, cuando se acusa de delitos. Las inmoralidades, como la mentira, el engaño, el aprovechar la ignorancia, la buena fe o el descuido de los demás, no son delitos tipificados por el código, por lo tanto nunca un juez va a condenar esas faltas. Sostener que alguien es inocente porque la justicia no lo condene conduce a un error que desgraciadamente se generaliza. Los inmorales, los que transgreden las normas de corrección, son culpables, muy culpables. La sociedad ha establecido penas para los que cometen delitos y no para los inmorales, ni menos para quienes apliquen preceptos de una ética ajena a la sana doctrina. Hay una razón más fuerte que los obliga con mayor rigor que a los demás prójimos, y es que la vida pública se suele tomar como ejemplo, como modelo de las conductas privadas. El que se siente inclinado a largarse por un mal camino puede razonar: ¿por qué no voy a hacer esto yo, si legisladores, gobernadores, presidentes, ministros, hacen cosas peores. El pueblo desea una sociedad austera, decente, limpia, honesta. Lo único que podría dar resultados es que ese mismo pueblo vigile la moral de sus políticos y los condene con energía y severidad. Por los delitos, si los hubiere, sí, que intervengan los jueces y que actúen como sea su deber; pero por las inmoralidades, sobre las que la justicia no tiene jurisdicción, debe ser el pueblo, la opinión pública, la que se pronuncie cada vez que haga falta y con todo el rigor correspondiente.
Por JORGE BERNABE LOBO ARAGÓN·
Las sociedades tienen esencias que es necesario mantener para su vida, para su permanencia, para que siga siendo satisfactorio pertenecer a ellas. Características relacionadas con sus costumbres, con sus tradiciones y, sobre todo, con la moral. A la pérdida y al falseamiento de estas conductas es a lo que en general llamamos corrupción. Lamentablemente hemos vivido en esta bendita Argentina muchos años de corrupción. Digo corrupción en general, refiriéndome al peculado, la coima, el soborno, el cohecho, la mentira como acostumbrada norma. Las dádivas interesadas y pervertidoras. Una corrupción generalizada en toda la sociedad, pero que resalta, se hace más notable y es más dolorosa en los ámbitos de la administración pública, de los gobernantes y, peor aún, de la justicia. Se dice que corrupciones hubo siempre como si eso fuera suficiente justificativo y motivo convincente para que nos allanemos a tolerarlas. Es claro que sí: desde que Adán comenzó a pecar los hombres le hemos heredado su naturaleza pecadora; pero que seamos proclives a cometer faltas no significa que debamos ser condescendientes con quienes dan mal ejemplo, se roban los dineros que la comunidad necesita, se enriquecen administrando los favores que el estado otorga indebidamente, niegan la justicia por favorecer a privilegiados. En una década a la que por las públicas inmoralidades se la ha calificado de infame, un legislador sorprendido en un cohecho, de vergüenza se suicidó. Había infamia, pero subsistía la vergüenza. Podría pensarse que ahora, para peor, la vergüenza ha desaparecido, y que por lo tanto la sociedad -desvinculada de la moral, del bien, de la verdad- se desbarrancara hacia miasmas putrefactos. Una tendencia ligada a la modernidad, y que por lo tanto aparece como irresistible, como inevitable. Y, a pesar de todos los obstáculos, algo de luz se va haciendo. Una luz que muestra panoramas tenebrosos, pero que es imprescindible examinar para demandar sanciones a los culpables.
Se van descubriendo aspectos de la delincuencia que hasta hace unos años nos hubieran parecido inaccesibles, pues hubiéramos pensado que un enorme poder oculto conseguiría mantenerlos bajo su manto de oprobio. Se está mostrando lo que vengo sosteniendo desde décadas, que existen mafias y que la droga es una realidad. Que a la corrupción hay que atacarla en sus madrigueras; que se puede reaccionar contra los males imperantes; que mientras queden magistrados probos no todo está perdido; que vale la pena golpear las puertas con vigor e insistencia; que hay que perseverar en la lucha por el bien, pues la maltrecha moral pública puede ser restaurada si la sociedad reacciona con la energía que las circunstancias reclaman. Por eso sostengo que el político o el funcionario que nos está gobernando deben ser juzgados con muchísima mayor severidad que los que se dedican a otras actividades. Está en boca de todo el concepto de que nadie es culpable mientras el juez no lo condene. Está bien, así debe ser, pero sólo en materia criminal, cuando se acusa de delitos. Las inmoralidades, como la mentira, el engaño, el aprovechar la ignorancia, la buena fe o el descuido de los demás, no son delitos tipificados por el código, por lo tanto nunca un juez va a condenar esas faltas. Sostener que alguien es inocente porque la justicia no lo condene conduce a un error que desgraciadamente se generaliza. Los inmorales, los que transgreden las normas de corrección, son culpables, muy culpables. La sociedad ha establecido penas para los que cometen delitos y no para los inmorales, ni menos para quienes apliquen preceptos de una ética ajena a la sana doctrina. Hay una razón más fuerte que los obliga con mayor rigor que a los demás prójimos, y es que la vida pública se suele tomar como ejemplo, como modelo de las conductas privadas. El que se siente inclinado a largarse por un mal camino puede razonar: ¿por qué no voy a hacer esto yo, si legisladores, gobernadores, presidentes, ministros, hacen cosas peores. El pueblo desea una sociedad austera, decente, limpia, honesta. Lo único que podría dar resultados es que ese mismo pueblo vigile la moral de sus políticos y los condene con energía y severidad. Por los delitos, si los hubiere, sí, que intervengan los jueces y que actúen como sea su deber; pero por las inmoralidades, sobre las que la justicia no tiene jurisdicción, debe ser el pueblo, la opinión pública, la que se pronuncie cada vez que haga falta y con todo el rigor correspondiente.
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