Cierta tradición de la teoría política, cuyos orígenes modernos se remontan a Thomas Hobbes, entiende que los hombres formamos un Estado para delegar en él el uso de la fuerza que, de otra manera, haría imposible nuestra sana convivencia. Con todas las reservas que se puedan tener respecto de la filosofía hobbesiana, hoy todos entendemos que el Estado es precisamente esa institución que, al decir de Max Weber, monopoliza el uso de la fuerza legítima sobre un territorio.
Los discursos político-ideológicos que vemos circular hoy por los principales medios de comunicación y que escuchamos salir de la boca de importantes dirigentes políticos y sociales construyen un Estado al cual no le asiste ninguna legitimidad en el uso de la fuerza, lo cual es, en última instancia, una negación de todo Estado como tal. Así pues, la preocupación ya no es que grupos extremistas arrasen con toda una ciudad, destruyendo toda propiedad pública y privada que encuentren a su paso. El tema de preocupación tampoco son los damnificados ni la suerte de aquellos que reciben la orden estatal de contener la violencia, sino la seguridad de los mismos revoltosos que eligieron la violencia como medio de expresión política.
Hay un poder ideológico que protege a quienes violentan la ley y niegan las instituciones republicanas a través de las cuales los procesos democráticos tienen lugar. Ese poder se estructura a partir de la idea de que toda violación de la ley es legítima en la medida en que se lleve adelante en el marco de una movilización política (encabezada por las izquierdas, claro): “No criminalizar la protesta social” es un exitoso eslogan que significa, en la práctica, “los crímenes cometidos en protestas sociales son legítimos”.
Así se logra invertir la ecuación; ahora los victimarios son las víctimas y los villanos son aquellos que reciben del Estado la orden de contener la violencia política. Tiene su lógica: si la legitimidad del uso de la fuerza en una protesta social no la tiene más el Estado, ¿por qué esos hombres uniformados deben entrometerse en la “sana violencia” de los militantes políticos?
Esta es la ideología típicamente progresista en la materia, que no sólo desarma en la práctica al Estado frente al extremismo, sino que además cosifica a esos hombres y mujeres que, detrás de un uniforme, representan a las fuerzas de seguridad.
Mientras se votaba la reforma previsional en el Congreso Nacional, en las redes sociales corrían numerosas fotos de hombres y mujeres policías severamente heridos en las calles de Buenos Aires. Una de aquellas destacaba: una mujer policía tendida en el piso, agonizando, con la cara ensangrentada.
¿Qué tiene para decirnos al respecto la ideología dominante que estamos analizando? Pues que lo que está tendido en el suelo no es ni una persona ni una mujer: es un policía. Y como policía, no tiene humanidad y, por supuesto, tampoco género. Es un mero artefacto represivo que “viola derechos humanos” y, como tal, ningún derecho humano puede asistirle. Las cosas, claro, no tienen derechos; tampoco inspiran empatía alguna.
Como cosa que es, el policía puede entonces recibir un piedrazo contra su cabeza, un linchamiento masivo o una bomba molotov, y absolutamente nada habrá ocurrido. En efecto, hemos sido formateados para asumir que el policía, en tanto que cosa, no puede sufrir el dolor; su vida es pura virtualidad y, por añadidura, es no vida. La muerte de la no vida no suscita ninguna conmoción. El dolor de lo insensible no despierta sensibilidad alguna. Solo la muerte de los vivos compunge, y sólo el dolor de los que pueden sentir duele. ¿Y no podríamos arriesgarnos a adivinar que ese “absolutamente nada habrá ocurrido” podría cumplirse incluso con la eventual muerte de algún policía?
La ideología progresista cosifica al policía: es la cosa que representa todo lo que debe ser arrasado y, al mismo tiempo, es el primer obstáculo para perpetrar el arrasamiento. El policía es la cosa a través de la cual se canalizan los odios y las frustraciones sociales. Su función ya no es más la de repeler con la fuerza legítima la fuerza ilegítima de quienes protestan violentando la ley: su función es la de colocarse frente a estos últimos y absorber con sus propios cuerpos toda la violencia que puedan absorber, sin reaccionar, a los efectos de proteger los cuerpos de aquellos que desde la política bajan las órdenes mientras despotrican contra la represión policial. Si tuviéramos que decir qué cosa es hoy el policía bajo la ideología del progresismo, posiblemente esa cosa tendría la forma de una bolsa de boxeo.
Como efecto de la cosificación, el policía deviene en una cosa que, además de no ser, ha sido desactivada también en su hacer. El policía, al final del día, es una cosa que no puede siquiera actuar como debería: una cosa desactivada por una ideología que hizo de aquellos que hacen de la violencia el fundamento de su praxis política, los nuevos dueños de la Argentina.
Por AGUSTÍN LAJE.
Cierta tradición de la teoría política, cuyos orígenes modernos se remontan a Thomas Hobbes, entiende que los hombres formamos un Estado para delegar en él el uso de la fuerza que, de otra manera, haría imposible nuestra sana convivencia. Con todas las reservas que se puedan tener respecto de la filosofía hobbesiana, hoy todos entendemos que el Estado es precisamente esa institución que, al decir de Max Weber, monopoliza el uso de la fuerza legítima sobre un territorio.
Los discursos político-ideológicos que vemos circular hoy por los principales medios de comunicación y que escuchamos salir de la boca de importantes dirigentes políticos y sociales construyen un Estado al cual no le asiste ninguna legitimidad en el uso de la fuerza, lo cual es, en última instancia, una negación de todo Estado como tal. Así pues, la preocupación ya no es que grupos extremistas arrasen con toda una ciudad, destruyendo toda propiedad pública y privada que encuentren a su paso. El tema de preocupación tampoco son los damnificados ni la suerte de aquellos que reciben la orden estatal de contener la violencia, sino la seguridad de los mismos revoltosos que eligieron la violencia como medio de expresión política.
Hay un poder ideológico que protege a quienes violentan la ley y niegan las instituciones republicanas a través de las cuales los procesos democráticos tienen lugar. Ese poder se estructura a partir de la idea de que toda violación de la ley es legítima en la medida en que se lleve adelante en el marco de una movilización política (encabezada por las izquierdas, claro): “No criminalizar la protesta social” es un exitoso eslogan que significa, en la práctica, “los crímenes cometidos en protestas sociales son legítimos”.
Así se logra invertir la ecuación; ahora los victimarios son las víctimas y los villanos son aquellos que reciben del Estado la orden de contener la violencia política. Tiene su lógica: si la legitimidad del uso de la fuerza en una protesta social no la tiene más el Estado, ¿por qué esos hombres uniformados deben entrometerse en la “sana violencia” de los militantes políticos?
Esta es la ideología típicamente progresista en la materia, que no sólo desarma en la práctica al Estado frente al extremismo, sino que además cosifica a esos hombres y mujeres que, detrás de un uniforme, representan a las fuerzas de seguridad.
Mientras se votaba la reforma previsional en el Congreso Nacional, en las redes sociales corrían numerosas fotos de hombres y mujeres policías severamente heridos en las calles de Buenos Aires. Una de aquellas destacaba: una mujer policía tendida en el piso, agonizando, con la cara ensangrentada.
¿Qué tiene para decirnos al respecto la ideología dominante que estamos analizando? Pues que lo que está tendido en el suelo no es ni una persona ni una mujer: es un policía. Y como policía, no tiene humanidad y, por supuesto, tampoco género. Es un mero artefacto represivo que “viola derechos humanos” y, como tal, ningún derecho humano puede asistirle. Las cosas, claro, no tienen derechos; tampoco inspiran empatía alguna.
Como cosa que es, el policía puede entonces recibir un piedrazo contra su cabeza, un linchamiento masivo o una bomba molotov, y absolutamente nada habrá ocurrido. En efecto, hemos sido formateados para asumir que el policía, en tanto que cosa, no puede sufrir el dolor; su vida es pura virtualidad y, por añadidura, es no vida. La muerte de la no vida no suscita ninguna conmoción. El dolor de lo insensible no despierta sensibilidad alguna. Solo la muerte de los vivos compunge, y sólo el dolor de los que pueden sentir duele. ¿Y no podríamos arriesgarnos a adivinar que ese “absolutamente nada habrá ocurrido” podría cumplirse incluso con la eventual muerte de algún policía?
La ideología progresista cosifica al policía: es la cosa que representa todo lo que debe ser arrasado y, al mismo tiempo, es el primer obstáculo para perpetrar el arrasamiento. El policía es la cosa a través de la cual se canalizan los odios y las frustraciones sociales. Su función ya no es más la de repeler con la fuerza legítima la fuerza ilegítima de quienes protestan violentando la ley: su función es la de colocarse frente a estos últimos y absorber con sus propios cuerpos toda la violencia que puedan absorber, sin reaccionar, a los efectos de proteger los cuerpos de aquellos que desde la política bajan las órdenes mientras despotrican contra la represión policial. Si tuviéramos que decir qué cosa es hoy el policía bajo la ideología del progresismo, posiblemente esa cosa tendría la forma de una bolsa de boxeo.
Como efecto de la cosificación, el policía deviene en una cosa que, además de no ser, ha sido desactivada también en su hacer. El policía, al final del día, es una cosa que no puede siquiera actuar como debería: una cosa desactivada por una ideología que hizo de aquellos que hacen de la violencia el fundamento de su praxis política, los nuevos dueños de la Argentina.
Nota de INFOBAE
PrisioneroEnArgentina.com
Diciembre 20, 2017