La cumbre de las mentes bellas

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A principios del siglo XX hubo otra de esas sacudidas que abrieron una nueva era para el conocimiento. Aunque los investigadores del siglo XIX habían pensado que pronto podrían describir todos los procesos físicos conocidos utilizando las ecuaciones de Isaac Newton y James Clerk Maxwell, nuevas e inesperadas observaciones de un puñado de curiosos científicos cambiaron el panorama. En cuestión de unos años, salieron a la luz fenómenos que alteraban radicalmente la que hasta entonces había sido la conmprensión de la naturaleza y auguraban una revolución en la que varias de las certezas centenarias serían reemplazadas por otras verdades. Desde rayos X y el efecto fotoeléctrico hasta la radiación nuclear y los electrones estaban agrietando los cimientos de la física. Ante tal situación, no sorprende que se sintiera la necesidad de reunir a las mentes más brillantes de la época en un simposio internacional para debatir nuevas teorías y conciliar enfoques. La idea entusiasmó a Ernest Solvay, un químico industrial belga, quien gracias a un invento propio, había amasado una riqueza considerable en el siglo XIX y la utilizaba para financiar el conocimiento científico, a menudo a través de la fundación de institutos como el de Fisiología (1895), Escuela de Negocios (1903) y Sociología (1902).

En 1911 Solvay convocó el simposio en el que se debatieron los problemas de tener dos ramas en la física: La mecánica clásica, que había logrado describir el movimiento de los planetas, el comportamiento de la electricidad y el magnetismo y la relación entre sólidos, líquidos y gases, y hasta entonces dominaba el pensamiento científico, y la mecánica cuántica, una nueva corriente que abarcaba los fenómenos recientemente observados en experimentos científicos que apuntaban a que las creencias anteriores no eran adecuadas, pero aún no contaba con suficientes bases sólidas para respaldarla incondicionalmente. Pasaría a la historia como la primera conferencia de Solvay pues, como dijo el mismo Solvay cuando concluyó, “a pesar de los hermosos resultados obtenidos en este congreso, no han resuelto los problemas reales, que siguen en primer plano“. Entonces estableció una reunión anual para que continuara el debate, así que habría una segunda, tercera…

La más célebre es la quinta conferencia internacional de Solvay sobre electrones y fotones que tuvo lugar del 24 al 29 de octubre de 1927. Sus repercusiones se siguen sintiendo: mucho de lo que sabemos y de lo que sabemos que no sabemos sobre los misterios de la física se debe a los fundamentos establecidos en ella. Ya desde antes de empezar, el evento era especial. Era la primera ocasión en que se había vuelto a invitar a alemanes y austríacos desde que en 1914 un grupo de 93 prominentes científicos, eruditos y artistas alemanes firmaron una proclama titulada “¡Al mundo civilizado!”, declarando su irrevocable apoyo a las acciones militares alemanas en la Primera Guerra Mundial, conocidas por el bando contrario como la Violación de Bélgica. La profunda hostilidad de los científicos e instituciones franceses y belgas hacia la idea de una renovación de las relaciones científicas con Alemania después de la guerra sólo se empezó a resolver en vísperas de la celebración de la quinta conferencia de Solvay.

Marcaba también el retorno de Albert Einstein, quien se había distinguido por asumir una posición pacifista y no estaba en el grupo de los excluidos, pero se había negado a volver hasta que todos fueran readmitidos. Al final, los invitados eran una selecta colección de luminarias de la ciencia. Y decir ‘luminarias’ no es un exageración. Estamos hablando de gigantes, entre ellos varios considerados como padres, como el de la teoría cuántica Max Planck, el del modelo atómico Niels Bohr y el del principio de la incertidumbre cuántica, Werner Heisenberg. Y una gran madre, la de la física moderna Marie Curie, la única mujer presente en las 7 primeras ediciones del evento y la única galardonada con dos premios Nobel y en dos categorías distintas: el de física en 1903 por su descubrimiento de la radiactividad y el de química en 1911 por el aislamiento de los isótopos de radio y polonio. Otros 16 de los asistentes también habían recibido o recibirían premios Nobel, incluido el físico neerlandés Hendrik Lorentz, quien presidía las reuniones. No por nada el retrato oficial del evento es conocido como la “foto más inteligente de la historia”. Ese exquisito grupo de prodigios estaban ahí para examinar esa disciplina revolucionaría y contraintuitiva llamada mecánica cuántica.

Bahr y Einstein

Su génesis se remontaba al principio de ese siglo, cuando se publicaron dos ensayos científicos clave, uno, de 1900, publicado por Planck, y otro, de 1905, publicado por Einstein. Habían introducido una extraña característica de la luz que discrepaba con el concepto ahora obsoleto de un éter luminífero, que supuestamente era el medio a través del cual viajaban las ondas de luz, al igual que las ondas de agua viajan a través del océano. La teoría de Planck, corroborada por el trabajo de Einstein sobre el efecto fotoeléctrico, indicaba que la luz podía comportarse como una onda y como una partícula (o un cuanto). Fascinados con las implicaciones de esta idea, durante los años siguientes los físicos exploraron ese novedoso dominio, tratando de comprender su papel, las leyes que lo regían y el significado de su existencia. Del trabajo del danés Bohr y su equipo en Copenhague, así como el de otros científicos, entre ellos el alemán Werner Heisenberg, el polaco Max Born y el austriaco Erwin Schroëdinger, se conocieron algunos de los fenómenos más extraños de la física cuántica, que desafíaban la comprensión de la realidad.

Uno de ellos es el entrelazamiento cuántico, el cual indica que dos partículas pueden estar entrelazadas, de manera que cualquier cambio que afecte a una también afectará a la otra, incluso si están a distancia. “Esto quiere decir que en mecánica cuántica no puedes hablar de objetos separados, y es algo que Einstein ya había visto en los años 20”, le dijo a BBC Mundo Antony Valentini, profesor de física de la Universidad de Clemson. Otro es la superposición cuántica, en el que una partícula puede estar en dos estados al tiempo y arrojar distintos resultados a la hora de medirla. Esas ideas resultaban contraintuitivas y añadían incertidumbre a la hora de explicar fenómenos físicos. Pero, a pesar de que con los años se había cimentado aquello que en 1908 la Real Academia Sueca de Ciencias había calificado como “una hipótesis inaceptable”, cuando se negó a concederle el premio Nobel de Física a Plank por su descubrimiento, los científicos estaban lejos de un consenso sobre lo que era la mecánica cuántica.

En el periódico bruselense Le Soir del 23 de octubre de 1927, exponiendo su punto de vista sobre lo que estaba en juego en la reunión de Solvay, Lorentz señaló que las propuestas de los físicos “exhiben algunas divergencias sorprendentes, a pesar de su unidad subyacente. Por lo tanto, se pueden esperar ‘choques de opiniones’ que conduzcan a un acercamiento más cercano a la verdad“. Y no se equivocó.

La conferencia fue el escenario de uno de los debates más notables de toda la historia de la ciencia, un choque de dos filosofías contradictorias sobre la naturaleza de la realidad y la posible representación científica de ella. Por un lado, estaban los que abogaban por el concepto de la física cuántica conocido como la “interpretación de Copenhague”, liderados por Bohr y Heisenberg. Por otro, un número significativo de los principales participantes, en particular Einstein, Schrödinger y el francés Louis de Broglie, a quienes no les convencía. Los que emergieron como protagonistas del legendario choque fueron Einstein y Bohr, aunque los detalles de lo ocurrido entre ellos no fueron incluidos en el registro oficial del evento. Según Franklin Lambert, físico matemático y miembro de los Institutos Solvay, se reunieron en privado durante los cinco días de la conferencia a discutir cara a cara sus diferencias. No obstante, se sabe en qué consistía el desacuerdo. El entusiasmo de Einstein por la teoría cuántica había ido disminuyendo considerablemente. Como le había escrito a su amigo Born unos meses antes, seguía pensando que aunque era ciertamente imponente, decía mucho y merecía todo su respeto, en todo caso, “estoy convencido de que Dios no juega a los dados“, decía.

Ese Dios era uno que se revelaba en la armonía de las leyes del universo, una armonía que seguía los principios físicos de causa y efecto. Hasta sus teorías especial y general de la relatividad, que habían cambiado radicalmente la forma de concebir el espacio y el tiempo y sus interacciones activas con la materia y la energía, eran consistentes con ella. Por eso, le parecía inaceptable que esa armonía se deshiciera tan completamente a escala atómica, trayendo indeterminismo e incertidumbre sin ley, con efectos que no pueden predecirse a partir de sus causas. Desde su punto de vista, hasta que la física cuántica pudiera explicar fenómenos observados, no podía considerarse una teoría cerrada. La respuesta de Niels Bohr era: “Einstein, deja de decirle a Dios lo que tiene que hacer“.Para él, había llegado el momento de renunciar a esas preconcepciones.

“No hay un mundo cuántico. Sólo hay una descripción abstracta de la física cuántica. Es erróneo pensar que la tarea de la física es averiguar cómo es la naturaleza. La física se ocupa de lo que podemos decir sobre la naturaleza”, declaró.

Había que adentrarse en un mundo regido por el principio de incertidumbre de Heisenberg, uno en el que las causas y los efectos eran inciertas, uno en el que nunca se podría conocer con exactitud la posición y la velocidad de una partícula subatómica en un momento dado, solo la probabilidad de que estuviera allí. A Einstein le chocaba que la teoría, como la proponían, le pusiera límite al saber. En sus memorias de la quinta conferencia de Solvay, Bohr dijo que su debate con Einstein se centró en una cuestión:

¿Deberíamos considerar que la descripción que ofrece la mecánica cuántica agota todas las posibilidades de explicación de los fenómenos observables, o deberíamos, como propugna Einstein, llevar el análisis más allá para obtener una descripción más completa de estos fenómenos?“.

Para Bohr, las explicaciones eran innecesarias; la mecánica cuántica acogía la contradicción y no importaba que fuera casi imposible de entender. Es más, llegó a decir que si a alguien no lo confundía la mecánica cuántica, seguramente no la había entendido. Al final, Bohr y sus colegas se declararon triunfadores, y Heisenberg elogió la conferencia como “oficialmente, la finalización de la teoría cuántica“. Varios historiadores concordaron con que la interpretación de Copenhague dominó y marcó el camino durante las siguientes décadas. Pero, desde un principio, no todos tenían la misma impresión. El físico francés Paul Langevin comentó que en el evento “la confusión de ideas alcanzó su punto máximo“, y el austríaco Paul Ehrenfest lo comparó con la Torre de Babel. Y, como dice Valentini, “el consenso sobre Copenhague se ha evaporado en los últimos 30 años y ahora sólo hay posibles interpretaciones, sin consenso, de los problemas que se discutían en los años 20”.

En ese sentido, agrega, “si ves lo que pasó en la conferencia de Solvay de 1927, yo diría que fue extraordinariamente contemporánea”. “Básicamente estaban discutiendo todas las cosas que discutimos hoy y por las que nos seguimos preocupando”.

Eso no ha impedido que, como teoría del átomo, la mecánica cuántica haya sido tremendamente existosa. Le ha permitido a físicos, químicos y técnicos calcular y predecir el resultado de una gran cantidad de experimentos y crear tecnología nueva y avanzada.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Noviembre 3, 2023


 

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