Hace pocos días, la Cámara Federal de Casación Penal rechazó otra vez más proporcionar el arresto domiciliario a Miguel Etchecolatz, ex comisario bonaerense, condenado a prisión perpetua en múltiples causas por crímenes de lesa humanidad. Por ley, como prerrogativa humanitaria, un condenado de 70 años tiene derecho a pedir domiciliaria. En la práctica, la justicia casi nunca niega domiciliario a los septuagenarios, y solo en casos en que la excarcelación de un condenado pone en peligro la sociedad. Los condenados por crímenes de lesa humanidad marcan una excepción. Desde que empezó la pandemia, y el peligro de muerte que sufren los presos mundialmente, la justicia argentina ha negado el arresto domiciliario a más de 80 presos de más de 70 años cada uno, todos condenados por crímenes de lesa humanidad. Etchecolatz se contagió del coronavirus en la cárcel. Pero a pesar de los peligros todavía mal entendidos de la enfermedad, la corte determinó un diagnóstico risible y sin fundación médica que le mantiene a Etchecolatz, un hombre de 91 años, encerrado en Campo de Mayo. Según la justicia, Etchecolatz sufre de un “COVID-19 no detectable” que aparentemente significa que está en buena salud. Con esa determinación kafkiana, la corte reafirmó dos decisiones anteriores de la justicia, igualmente absurdas, que Etchecolatz representa un peligro a la sociedad y que estará mejor cuidado en prisión que en casa.
Señalado de manera simple, en un acto vengativo y en contra de la ley, es una condena de muerte. Y el caso de Etchecolatz es uno de muchos que no solamente ponen en duda la democracia argentina, pero refuerza lo que saben muchos argentinos. Las instituciones que más tendrían que representar la democracia – en este caso, la justicia — son politizadas y corruptas hasta el punto de sepsis.
¿De dónde viene el fracaso de la justicia?
Tiene sus orígenes en los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín cuando el presidente y sus aliados en el Congreso empezaron a aplicar la ley selectivamente y según sus necesidades políticas. Tres casos han sido bien documentados internacionalmente, pero son poco conocidos en la Argentina.
Durante la presidencia de Alfonsín, una serie de leyes nulificaron las condenas a terroristas de cortes civiles y militares del período 1975-1983. La Ley 23.807, por ejemplo, bajó las sentencias de todos los condenados durante aquellos años.
En 1979, Héctor Gerónimo López Aurelli fue condenado a prisión por el Juzgado Federal de Córdoba No. 1 por haber sido encontrado en posesión de armas de guerra, por secuestros, y por asesinatos, entre otros crímenes. Después de 1983, López Aurelli apeló repetidamente su condena a la justicia. A pesar de su derecho a la libertad, según las leyes de la nueva democracia y en la opinión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el gobierno de Alfonsín lo mantuvo encarcelado. En 1985, Osvaldo Antonio López también apeló a la CIDH después de haber sido negado la excarcelación por el gobierno de Alfonsín. En 1979, había sido condenado a 24 años de prisión por un ataque en contra de un aeronave de la Fuerza Aérea y por haber revelado secretos militares a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Quedó encarcelado durante el gobierno de Alfonsín. Y en 1976, Jacobo Isaac Grossman (más tarde el abogado de Amado Boudou) fue condenado a 39 años de prisión como miembro de los Montoneros por extorción, por secuestros, y por estar en posesión de armas de guerra. A pesar de presión internacional de parte de Amnistía Internacional y de la CIDH a favor de la excarcelación de Grossman, por leyes promulgadas durante la democracia de Alfonsín a favor de la liberación de los presos condenados durante el gobierno militar, Grossman quedó encarcelado hasta 1991.
En cada uno de los tres casos, Raúl Alfonsín tomó un interés particular, en parte por el peligro político que representaron las críticas de Amnistía Internacional y de la CIDH; Alfonsín había definido su carrera y su identidad política por su posición pro derechos humanos. Ahora se encontró criticado por las máximas organizaciones internacionales en el campo. ¿Por qué resistió las críticas? ¿Por qué quedó firme en esos casos cuando la ley les otorgó la libertad a los tres, y cuando en decenas de casos parecidos, los presos fueron encarcelados?
En primer lugar, Alfonsín y sus consejeros quedaron convencidos que las condenas eran merecidas. Segundo, Alfonsín politizó la justicia en estos casos. Un partidario de la “teoría de los dos demonios” y frente a una crisis económica cada vez peor en los años ochenta, no quiso saber nada de la inestabilidad política (una posición reivindicada en parte por el ataque guerrillero al regimiento de La Tablada en 1989). No quiso saber nada ni de Montoneros, ni del ERP, ni de otros guerrilleros. Alfonsín estaba dispuesto a dejarlos encarcelados por aquellos motivos, a vez de seguir las leyes a favor de su excarcelación – leyes avanzados por su propio gobierno.
A veces, no se puede volver a meter al genio en su botella. La justicia debe ser ciega y ajena a la política. Una vez corrompida y torcida para que favorezca uno y no a otro, desvía la sociedad democrática hacía una sepsis y resulta en abusos de gente de 91 años.
*Doctor en historia, Departamento de Historia en la Universidad de Trent, Peterborough, Ontario, Canadá Universidad de Trent – Premio a la investigación distinguida – 2017 Nombrado “profesor favorito” – Universidad de Trent (Christine Ibarra y Blair Trudell, The Student’s Guide to Canadian)
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Por David M. K. Sheinin*
Hace pocos días, la Cámara Federal de Casación Penal rechazó otra vez más proporcionar el arresto domiciliario a Miguel Etchecolatz, ex comisario bonaerense, condenado a prisión perpetua en múltiples causas por crímenes de lesa humanidad. Por ley, como prerrogativa humanitaria, un condenado de 70 años tiene derecho a pedir domiciliaria. En la práctica, la justicia casi nunca niega domiciliario a los septuagenarios, y solo en casos en que la excarcelación de un condenado pone en peligro la sociedad. Los condenados por crímenes de lesa humanidad marcan una excepción. Desde que empezó la pandemia, y el peligro de muerte que sufren los presos mundialmente, la justicia argentina ha negado el arresto domiciliario a más de 80 presos de más de 70 años cada uno, todos condenados por crímenes de lesa humanidad. Etchecolatz se contagió del coronavirus en la cárcel. Pero a pesar de los peligros todavía mal entendidos de la enfermedad, la corte determinó un diagnóstico risible y sin fundación médica que le mantiene a Etchecolatz, un hombre de 91 años, encerrado en Campo de Mayo. Según la justicia, Etchecolatz sufre de un “COVID-19 no detectable” que aparentemente significa que está en buena salud. Con esa determinación kafkiana, la corte reafirmó dos decisiones anteriores de la justicia, igualmente absurdas, que Etchecolatz representa un peligro a la sociedad y que estará mejor cuidado en prisión que en casa.
Señalado de manera simple, en un acto vengativo y en contra de la ley, es una condena de muerte. Y el caso de Etchecolatz es uno de muchos que no solamente ponen en duda la democracia argentina, pero refuerza lo que saben muchos argentinos. Las instituciones que más tendrían que representar la democracia – en este caso, la justicia — son politizadas y corruptas hasta el punto de sepsis.
¿De dónde viene el fracaso de la justicia?
Tiene sus orígenes en los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín cuando el presidente y sus aliados en el Congreso empezaron a aplicar la ley selectivamente y según sus necesidades políticas. Tres casos han sido bien documentados internacionalmente, pero son poco conocidos en la Argentina.
Durante la presidencia de Alfonsín, una serie de leyes nulificaron las condenas a terroristas de cortes civiles y militares del período 1975-1983. La Ley 23.807, por ejemplo, bajó las sentencias de todos los condenados durante aquellos años.
En 1979, Héctor Gerónimo López Aurelli fue condenado a prisión por el Juzgado Federal de Córdoba No. 1 por haber sido encontrado en posesión de armas de guerra, por secuestros, y por asesinatos, entre otros crímenes. Después de 1983, López Aurelli apeló repetidamente su condena a la justicia. A pesar de su derecho a la libertad, según las leyes de la nueva democracia y en la opinión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el gobierno de Alfonsín lo mantuvo encarcelado. En 1985, Osvaldo Antonio López también apeló a la CIDH después de haber sido negado la excarcelación por el gobierno de Alfonsín. En 1979, había sido condenado a 24 años de prisión por un ataque en contra de un aeronave de la Fuerza Aérea y por haber revelado secretos militares a miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Quedó encarcelado durante el gobierno de Alfonsín. Y en 1976, Jacobo Isaac Grossman (más tarde el abogado de Amado Boudou) fue condenado a 39 años de prisión como miembro de los Montoneros por extorción, por secuestros, y por estar en posesión de armas de guerra. A pesar de presión internacional de parte de Amnistía Internacional y de la CIDH a favor de la excarcelación de Grossman, por leyes promulgadas durante la democracia de Alfonsín a favor de la liberación de los presos condenados durante el gobierno militar, Grossman quedó encarcelado hasta 1991.
En cada uno de los tres casos, Raúl Alfonsín tomó un interés particular, en parte por el peligro político que representaron las críticas de Amnistía Internacional y de la CIDH; Alfonsín había definido su carrera y su identidad política por su posición pro derechos humanos. Ahora se encontró criticado por las máximas organizaciones internacionales en el campo. ¿Por qué resistió las críticas? ¿Por qué quedó firme en esos casos cuando la ley les otorgó la libertad a los tres, y cuando en decenas de casos parecidos, los presos fueron encarcelados?
En primer lugar, Alfonsín y sus consejeros quedaron convencidos que las condenas eran merecidas. Segundo, Alfonsín politizó la justicia en estos casos. Un partidario de la “teoría de los dos demonios” y frente a una crisis económica cada vez peor en los años ochenta, no quiso saber nada de la inestabilidad política (una posición reivindicada en parte por el ataque guerrillero al regimiento de La Tablada en 1989). No quiso saber nada ni de Montoneros, ni del ERP, ni de otros guerrilleros. Alfonsín estaba dispuesto a dejarlos encarcelados por aquellos motivos, a vez de seguir las leyes a favor de su excarcelación – leyes avanzados por su propio gobierno.
A veces, no se puede volver a meter al genio en su botella. La justicia debe ser ciega y ajena a la política. Una vez corrompida y torcida para que favorezca uno y no a otro, desvía la sociedad democrática hacía una sepsis y resulta en abusos de gente de 91 años.
*Doctor en historia, Departamento de Historia en la Universidad de Trent, Peterborough, Ontario, Canadá
Universidad de Trent – Premio a la investigación distinguida – 2017
Nombrado “profesor favorito” – Universidad de Trent (Christine Ibarra y Blair Trudell, The Student’s Guide to Canadian)
COLABORACIÓN: Ana Barreiro
PrisioneroEnArgentina.com
Setiembre 22, 2020