Con profundo asombro, en La Nación del 12 de Febrero de 2017, he comprobado que a Jorge Fernández Díaz de golpe se le ha hecho la luz y ha “descubierto” que en Argentina hubo terrorismo, sólo que aún continúa padeciendo de amnesia, toda vez que, inconsciente o deliberadamente, solamente se refiere a terrorismo vinculado al peronismo, omitiendo las organizaciones terroristas vinculadas con el radicalismo y comunismo.
En su artículo “La historia que nadie quiere volver a oír”, con esa rara forma que tienen los periodistas para eludir sus responsabilidades, habla en tercera persona, es decir colocándose como fiscalen lugar de reo. Dijo que “cualquier crítica a la guerrilla era galvanizada bajo el insulto de “la teoría de los dos demonios””.
Hubiera querido responderle, pero su columna tiene impedida la posibilidad de hacer Comentarios, tal vez por temor a encontrarse acribillado por críticas ante su perenne cinismo e hipocresía demostrando el poco apego que tiene a la remanida “libertad de expresión”.
El artículo da para mucho, pero solamente me voy a referir a la abusada “teoría de los dos demonios”, por cuanto ya estoy harto que se haga el reduccionismo binario de responsabilizar de lo acaecido en la década del ’70, solamente a quienes tuvimos la desgracia de ejercer la violencia, unos para lograr su objetivo de la toma del poder y los otros para impedir que ello se pudiera concretar.
Es así que me voy a referir a los múltiples demonios que fueron culpables de la tragedia que nos tocó vivir a todos los argentinos, sin que el orden en que serán mencionados haga a unos más responsables que a otros, dado que todos lo fuimos por igual.
El “primer demonio” fueron las organizaciones terroristas que, por medio de la violencia, quisieron hacerse del poder para imponernos el modelo castro-guevarista, o comunista, o socialista, o vietnamita, o maoísta, o estalinista, o marxista-leninista, o soviético, o como cada uno quiera denominarlo. El resultado final hubiera sido el mismo. Ya hemos visto los padecimientos de los pueblos cubano, colombiano, venezolano, vietnamita, camboyano, norcoreano, chino o de cualquiera de las naciones que quedaron detrás de la Cortina de Hierro o del Muro de Berlin.
Y pensar que por haberle evitado al pueblo argentino esos sufrimientos más de 2 mil miembros de las FF.AA., de Seguridad, Policiales, Penitenciarias y civiles hoy purgan ilegal, ilegítima e injusta privación de libertad, mientras casi 400 ya han sido asesinados en el marco del plan criminal y sistemático de un sector de la población diseñado por la corporación política (incluida la de Cambiemos) y ejecutada por la judicial. De ellos 60 fueron ejecutados a partir del 10 de Diciembre de 2016, es decir desde que Macri asumió como presidente.
El “segundo demonio” fuimos las FF.AA., de Seguridad y Policiales que, por orden de un gobierno constitucional, primero, y de otro de facto, después, ante el clamor popular que pedía a gritos que pusiéramos fin al flagelo terrorista, tuvimos que empuñar las armas para impedir que los objetivos de las organizaciones armadas pudieran ser alcanzados y así, pues, asegurar la libertad que, hasta hoy, hemos podido disfrutar.
El “tercer demonio”, la corporación política, sin lugar a dudas, la de mayor responsabilidad en la tragedia, que alentó tanto a terroristas como a quienes los combatimos, en el proceso de destrucción de la República. Recordemos la actitud cobarde del líder del radicalismo, Ricardo Balbín, que, cuando Perón le propuso integrar la fórmula presidencial se negó, no por desacuerdos programáticos, sino porque sabía que el fundador del Justicialismo tenía poca cuerda en el carretel de la vida. Recordemos también la negativa de los peronistas a esa fórmula, dado que por las mismas causas no aceptaron que el poder quedara en manos de los radicales, sin importarles que el país pudiera quedar en manos de una persona sin la idoneidad necesaria para asumir el poder en un momento tan crítico como el que se atravesaba en 1973. Recordemos lo expresado por Balbín a Videla: “lo que tengan que hacer, háganlo lo antes posible”. Ni hablar de los comunistas y radicales que se sumaron al gobierno “dictatorial” y del resto de los políticos que, contumaces en el oportunismo, no dudaron un instante en sembrar la semilla que germinaría el 24 de Marzo de 1976, fecha hoy repudiada hasta por los mismos que la sembraron. Muchos de ellos, aún continúan enquistados en el poder de turno.
El “cuarto demonio”, la corporación judicial que, luego del asesinato del extraordinario Dr. José Vicente Quiroga, no quiso comprometerse ni arriesgarse, negándose a asumir sus responsabilidades en el juzgamiento de los terroristas capturados.
El “quinto demonio”, el constituido por los periodistas y los medios de comunicación social que apoyaron, tanto a unos como a los otros, sin que en aquellos años les importara cómo combatíamos, en tanto y en cuanto se lograran los objetivos fijados (sea el asalto al poder, sea impedirlo). Debemos recordar que muchos de ellos hasta revistaron en las filas de las organizaciones terroristas, tales como Horacio Verbitsky, Liliana Franco, León Rozichtner, Rodolfo Walsh, Jorge Lanata, Alfredo Leuco y tantos otros.
El “sexto demonio”, los intelectuales, que actuaron con la misma “ligereza” que los periodistas, apoyando tanto a terroristas como a las Fuerzas Legales, según sus ideologías, angustias u oportunismo. Muchos de ellos integraron las organizaciones terroristas, entre los que podemos recordar a Eduardo Anguita, Martín Caparrós, Miguel Bonasso, Juan Gelman, Mempo Giardinelli y tantos otros.
El “séptimo demonio”, la Iglesia Católica, que envió a la muerte a miles de jóvenes enrolados en la Teología de la Liberación o el tercermundismo, instándolos a sumarse a las organizaciones terroristas.
El “octavo demonio”, los docentes de colegios secundarios y universitarios que, al igual que los curas tercermundistas, les llenaban la cabeza a sus alumnos reclamándoles empuñar las armas contra la sociedad argentina.
El “noveno demonio”, el insaciable empresariado y la burguesía nacionales (industrial, financiera, comerciantes o el vinculado a la obra pública) que, por cobardía o connivencia, por un lado, financió a las organizaciones terroristas y, por el otro, nos exigía poner fin al flagelo que los había tomado de rehenes.
El “décimo demonio”, la propia sociedad argentina, que nos reclamaba que le devolviéramos la tranquilidad y le aseguráramos la libertad. Un 10% apoyó a los terroristas, otro tanto a las Fuerzas Legales y el 80% restante, como bien lo definió el General Perón, obró como “bosta de paloma”. Pasados los años y aseguradas la tranquilidad y la libertad, con total impudicia, cinismo e hipocresía, los mismos que nos habían alentado, no tuvieron ningún prurito en levantar su dedo acusador para condenarnos por lo que habíamos hecho, elevando a los altares a aquéllos que en los ’70 los habían agredido.
Todos los “demonios” tuvieron un común denominador: a ninguno le importó la metodología que empleáramos en el logro de los objetivos impuestos. Nadie mayor de 55 años puede alegar ignorancia sobre los hechos del pasado. Sin embargo hoy vemos cómo, sin ningún tipo de vergüenza, los mismos periodistas e intelectuales que fueron miembros de las organizaciones terroristas que asolaron nuestra Patria no satisfechos con el daño que nos hicieron en los ’70, hoy continúan agitando las aguas para mantener abiertas las heridas del pasado.
Emilio Guillermo Nani es Teniente Coronel (R) del Ejército Argentino y panelista del programa radia De Eso No Se Habla.
Escribe Jorge Fernández Díaz para el diario La Nación.
“Desde octubre de 1975, bajo el gobierno de Isabel Perón, nosotros sabíamos que se gestaba un golpe militar para marzo del año siguiente. No tratamos de impedirlo porque al fin y al cabo formaba parte de la lucha interna del movimiento peronista.” La frase pertenece a Firmenich, es una admisión pública de que la conducción de “la juventud maravillosa” prefería los militares de la dictadura a la represión ilegal de su propio partido y también de que hasta entonces los 70 eran leídos principalmente como una monstruosa interna armada entre “compañeros”. Se trata de una confesión periodística, y por lo tanto algunos kirchneristas folklóricos podrían aducir que es otra mentira de la prensa hegemónica. Hay un problema: el periodista que entrevistó entonces a Firmenich era Gabriel García Márquez, y consta en la página 106 de su libro Por la libre.
La flagrante falsificación de la historia de aquellos años fue anterior al kirchnerismo, y en esa operación cultural de la negación estuvimos casi todos involucrados. Mi generación anhelaba el enjuiciamiento de los terroristas de Estado que a partir de 1976 habían organizado una cacería repugnante, y fue entonces porosa a la idea de no revolver la prehistoria para no justificar a los represores, cuyo plan sistemático ya está en los anales de la aberración universal. Raúl Alfonsín, con su mira en la gobernabilidad, tampoco quiso ir a fondo con las responsabilidades que le tocaron al peronismo. Cualquier crítica a la guerrilla era galvanizada bajo el insulto de “la teoría de los dos demonios”, y así fue como con el correr de los años se instaló una serie de mentiras inconmovibles: Perón nada tuvo que ver con la Triple A ni con la criminal escalada contra la izquierda peronista, y murió perdonando a los que mataron a Rucci; las acciones de su secretario privado, su esposa y sus amanuenses sindicales y políticos fueron independientes, fruto de sus propias iniciativas. Y los setentistas eran pibes tiernos que dieron su vida para cambiar el mundo y además lumbreras de la política nacional.
Durante doce años, los Kirchner no hicieron más que montar una siniestra glorificación de aquella “gesta”, mientras impulsaban algo necesario: el castigo judicial a los responsables del Proceso. Hoy la inmensa mayoría de esos jerarcas están condenados y asoma por primera vez la posibilidad de un revisionismo sin miedos ni prohibiciones.
Marcelo Larraquy, un historiador incontaminado de cualquier narrativa de encubrimiento, prepara un libro monumental sobre la violencia política y ya anticipó en Los 70, una historia violenta algunos datos que habían sido cuidadosamente sustraídos de la memoria. No sólo demuestra las demenciales y homicidas faenas de la JP montonera y las ideas calamitosas de una camada que siempre se ha autoproclamado como la más brillante del siglo XX, sino que pone el dedo en la llaga al recordarnos qué hizo Perón cuando se le rebelaron.
La primera reacción ocurrió el 1º de octubre de 1973. Dictado por su propio líder, el Consejo Nacional del PJ elaboró un documento que decía: “El Movimiento Justicialista entra en estado de movilización de todos sus elementos humanos y materiales para enfrentar esta guerra. Debe excluirse de los locales partidarios a todos aquellos que se manifiesten en cualquier modo vinculados al marxismo. En todos los distritos se organizará un sistema de inteligencia al servicio de esta lucha”. Quien firmaba el texto era a un mismo tiempo presidente electo y máxima autoridad del órgano partidario.
A partir de su directiva comenzó un impiadoso operativo de “depuración”, que consistió en una feroz persecución de los “infiltrados”. Perón obligó al justicialismo a entrar en combate y delación, dio luz verde para que el sindicalismo ortodoxo hiciera “tronar el escarmiento” y batallara a sangre y fuego al gremialismo clasista en las fábricas, instruyó a López Rega para que armara un grupo parapolicial dentro del Estado; le dio amplios poderes al comisario Alberto Villar, que llevaría a cabo la represión ilegal, y ascendió a los hombres fundamentales de lo que sería la Triple A. Enseguida sobrevendrían la primera lista de “condenados” a muerte y los atentados con metralleta y explosivos, y una serie de golpes destituyentes a gobernadores legalmente elegidos en las urnas, pero con simpatías por la Tendencia Revolucionaria: Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Salta y Santa Cruz.
Perón tampoco se guardaba nada. Les dijo a sus militantes que no debían permitir que se introdujeran ideologías y doctrinas “totalmente extrañas a nuestra manera de sentir”: “¿Qué hacen en el justicialismo? Porque si yo fuera comunista me voy al Partido Comunista y no me quedo ni en el Partido ni el Movimiento”. A esa altura, el General no hacía distingos entre el ERP y Montoneros. Envió al Congreso una reforma del Código Penal para endurecer las penas contra la “subversión”, superando incluso la severidad de la dictadura de Lanusse. “A la lucha, y yo soy técnico en eso, no hay nada que hacer más que imponerle y enfrentarla con la lucha -dijo Perón-. Nosotros, desgraciadamente, tenemos que actuar dentro de la ley, porque si en este momento no tuviéramos que actuar dentro de la ley ya lo habríamos terminado en una semana… Pero si no contamos con la ley, entonces tendremos que salirnos de la ley y sancionar en forma directa, como hacen ellos… Porque formo una fuerza suficiente, lo voy a buscar a usted y lo mato. Si no tenemos la ley, el camino será otro. Y les aseguro que puestos a enfrentar la violencia con la violencia, nosotros tenemos más medios para aplastarla, y lo haremos a cualquier precio.”
Por televisión, Perón pronuncia en esos días la palabra “aniquilación”. Luego dice: “La decisión soberana de las grandes mayorías nacionales de protagonizar una revolución en paz y el repudio unánime de la ciudadanía harán que el reducido número de psicópatas que va quedando sea exterminado uno a uno para el bien de la República”.
El mensaje hacia adentro y hacia afuera no podía ser más contundente. Bandas compuestas por policías y delincuentes comunes, pesados de la GGT y las 62 Organizaciones, y dirigentes justicialistas de grueso calibre actuaban bajo las consignas del momento: macartismo, espionaje, purga, guerra, exterminio y aniquilamiento. La crónica de esos sucesos se entrelaza con la carnicería montonera, que vengaba cada muerto con fusilamientos y bombas. Los setentistas, a posteriori, intentaron dos camelos: separar a Perón de la persecución ilegal presentándolo como un hombre enfermo y manipulable, y luego relativizar la inquina que les había tomado. Es que pretendían seguir usufructuando el mito, y verdaderamente lo lograron, a pesar de toda evidencia. Perón tuvo lucidez plena hasta tres días antes de su muerte, expiró odiando con toda su alma a los “estúpidos e imberbes” y dejó como misión borrarlos del mapa. No otra cosa hicieron su viuda y su secretario, que continuaron su política.
Los conceptos públicos de Perón serían luego utilizados y perfeccionados por las Fuerzas Armadas. Montoneros no hizo nada para frenar el golpe; por lo tanto, también fue cómplice de la noche más larga y oscura. El justicialismo cometió crímenes de lesa humanidad, que nadie se atrevió a juzgar: hubo en ese período cerca de mil desaparecidos y más de mil quinientos muertos, y el financiamiento de esa masacre surgió del erario. Casi todos son culpables en esta historia de clisés e infames falacias que nadie quiere volver a escuchar.
Escribe Emilio Guillermo Nani
[two_third padding=”0 30px 0 0″]Con profundo asombro, en La Nación del 12 de Febrero de 2017, he comprobado que a Jorge Fernández Díaz de golpe se le ha hecho la luz y ha “descubierto” que en Argentina hubo terrorismo, sólo que aún continúa padeciendo de amnesia, toda vez que, inconsciente o deliberadamente, solamente se refiere a terrorismo vinculado al peronismo, omitiendo las organizaciones terroristas vinculadas con el radicalismo y comunismo.
En su artículo “La historia que nadie quiere volver a oír”, con esa rara forma que tienen los periodistas para eludir sus responsabilidades, habla en tercera persona, es decir colocándose como fiscalen lugar de reo. Dijo que “cualquier crítica a la guerrilla era galvanizada bajo el insulto de “la teoría de los dos demonios””.
Hubiera querido responderle, pero su columna tiene impedida la posibilidad de hacer Comentarios, tal vez por temor a encontrarse acribillado por críticas ante su perenne cinismo e hipocresía demostrando el poco apego que tiene a la remanida “libertad de expresión”.
El artículo da para mucho, pero solamente me voy a referir a la abusada “teoría de los dos demonios”, por cuanto ya estoy harto que se haga el reduccionismo binario de responsabilizar de lo acaecido en la década del ’70, solamente a quienes tuvimos la desgracia de ejercer la violencia, unos para lograr su objetivo de la toma del poder y los otros para impedir que ello se pudiera concretar.
Es así que me voy a referir a los múltiples demonios que fueron culpables de la tragedia que nos tocó vivir a todos los argentinos, sin que el orden en que serán mencionados haga a unos más responsables que a otros, dado que todos lo fuimos por igual.
El “primer demonio” fueron las organizaciones terroristas que, por medio de la violencia, quisieron hacerse del poder para imponernos el modelo castro-guevarista, o comunista, o socialista, o vietnamita, o maoísta, o estalinista, o marxista-leninista, o soviético, o como cada uno quiera denominarlo. El resultado final hubiera sido el mismo. Ya hemos visto los padecimientos de los pueblos cubano, colombiano, venezolano, vietnamita, camboyano, norcoreano, chino o de cualquiera de las naciones que quedaron detrás de la Cortina de Hierro o del Muro de Berlin.
Y pensar que por haberle evitado al pueblo argentino esos sufrimientos más de 2 mil miembros de las FF.AA., de Seguridad, Policiales, Penitenciarias y civiles hoy purgan ilegal, ilegítima e injusta privación de libertad, mientras casi 400 ya han sido asesinados en el marco del plan criminal y sistemático de un sector de la población diseñado por la corporación política (incluida la de Cambiemos) y ejecutada por la judicial. De ellos 60 fueron ejecutados a partir del 10 de Diciembre de 2016, es decir desde que Macri asumió como presidente.
El “segundo demonio” fuimos las FF.AA., de Seguridad y Policiales que, por orden de un gobierno constitucional, primero, y de otro de facto, después, ante el clamor popular que pedía a gritos que pusiéramos fin al flagelo terrorista, tuvimos que empuñar las armas para impedir que los objetivos de las organizaciones armadas pudieran ser alcanzados y así, pues, asegurar la libertad que, hasta hoy, hemos podido disfrutar.
El “tercer demonio”, la corporación política, sin lugar a dudas, la de mayor responsabilidad en la tragedia, que alentó tanto a terroristas como a quienes los combatimos, en el proceso de destrucción de la República. Recordemos la actitud cobarde del líder del radicalismo, Ricardo Balbín, que, cuando Perón le propuso integrar la fórmula presidencial se negó, no por desacuerdos programáticos, sino porque sabía que el fundador del Justicialismo tenía poca cuerda en el carretel de la vida. Recordemos también la negativa de los peronistas a esa fórmula, dado que por las mismas causas no aceptaron que el poder quedara en manos de los radicales, sin importarles que el país pudiera quedar en manos de una persona sin la idoneidad necesaria para asumir el poder en un momento tan crítico como el que se atravesaba en 1973. Recordemos lo expresado por Balbín a Videla: “lo que tengan que hacer, háganlo lo antes posible”. Ni hablar de los comunistas y radicales que se sumaron al gobierno “dictatorial” y del resto de los políticos que, contumaces en el oportunismo, no dudaron un instante en sembrar la semilla que germinaría el 24 de Marzo de 1976, fecha hoy repudiada hasta por los mismos que la sembraron. Muchos de ellos, aún continúan enquistados en el poder de turno.
El “cuarto demonio”, la corporación judicial que, luego del asesinato del extraordinario Dr. José Vicente Quiroga, no quiso comprometerse ni arriesgarse, negándose a asumir sus responsabilidades en el juzgamiento de los terroristas capturados.
El “quinto demonio”, el constituido por los periodistas y los medios de comunicación social que apoyaron, tanto a unos como a los otros, sin que en aquellos años les importara cómo combatíamos, en tanto y en cuanto se lograran los objetivos fijados (sea el asalto al poder, sea impedirlo). Debemos recordar que muchos de ellos hasta revistaron en las filas de las organizaciones terroristas, tales como Horacio Verbitsky, Liliana Franco, León Rozichtner, Rodolfo Walsh, Jorge Lanata, Alfredo Leuco y tantos otros.
El “sexto demonio”, los intelectuales, que actuaron con la misma “ligereza” que los periodistas, apoyando tanto a terroristas como a las Fuerzas Legales, según sus ideologías, angustias u oportunismo. Muchos de ellos integraron las organizaciones terroristas, entre los que podemos recordar a Eduardo Anguita, Martín Caparrós, Miguel Bonasso, Juan Gelman, Mempo Giardinelli y tantos otros.
El “séptimo demonio”, la Iglesia Católica, que envió a la muerte a miles de jóvenes enrolados en la Teología de la Liberación o el tercermundismo, instándolos a sumarse a las organizaciones terroristas.
El “octavo demonio”, los docentes de colegios secundarios y universitarios que, al igual que los curas tercermundistas, les llenaban la cabeza a sus alumnos reclamándoles empuñar las armas contra la sociedad argentina.
El “noveno demonio”, el insaciable empresariado y la burguesía nacionales (industrial, financiera, comerciantes o el vinculado a la obra pública) que, por cobardía o connivencia, por un lado, financió a las organizaciones terroristas y, por el otro, nos exigía poner fin al flagelo que los había tomado de rehenes.
El “décimo demonio”, la propia sociedad argentina, que nos reclamaba que le devolviéramos la tranquilidad y le aseguráramos la libertad. Un 10% apoyó a los terroristas, otro tanto a las Fuerzas Legales y el 80% restante, como bien lo definió el General Perón, obró como “bosta de paloma”. Pasados los años y aseguradas la tranquilidad y la libertad, con total impudicia, cinismo e hipocresía, los mismos que nos habían alentado, no tuvieron ningún prurito en levantar su dedo acusador para condenarnos por lo que habíamos hecho, elevando a los altares a aquéllos que en los ’70 los habían agredido.
Todos los “demonios” tuvieron un común denominador: a ninguno le importó la metodología que empleáramos en el logro de los objetivos impuestos. Nadie mayor de 55 años puede alegar ignorancia sobre los hechos del pasado. Sin embargo hoy vemos cómo, sin ningún tipo de vergüenza, los mismos periodistas e intelectuales que fueron miembros de las organizaciones terroristas que asolaron nuestra Patria no satisfechos con el daño que nos hicieron en los ’70, hoy continúan agitando las aguas para mantener abiertas las heridas del pasado.
Emilio Guillermo Nani es Teniente Coronel (R) del Ejército Argentino y panelista del programa radia De Eso No Se Habla.
Febrero 16, 2017
[/two_third] [one_third_last padding=”0 0 0 30px”]La historia que nadie quiere volver a oír
Escribe Jorge Fernández Díaz para el diario La Nación.
“Desde octubre de 1975, bajo el gobierno de Isabel Perón, nosotros sabíamos que se gestaba un golpe militar para marzo del año siguiente. No tratamos de impedirlo porque al fin y al cabo formaba parte de la lucha interna del movimiento peronista.” La frase pertenece a Firmenich, es una admisión pública de que la conducción de “la juventud maravillosa” prefería los militares de la dictadura a la represión ilegal de su propio partido y también de que hasta entonces los 70 eran leídos principalmente como una monstruosa interna armada entre “compañeros”. Se trata de una confesión periodística, y por lo tanto algunos kirchneristas folklóricos podrían aducir que es otra mentira de la prensa hegemónica. Hay un problema: el periodista que entrevistó entonces a Firmenich era Gabriel García Márquez, y consta en la página 106 de su libro Por la libre.
La flagrante falsificación de la historia de aquellos años fue anterior al kirchnerismo, y en esa operación cultural de la negación estuvimos casi todos involucrados. Mi generación anhelaba el enjuiciamiento de los terroristas de Estado que a partir de 1976 habían organizado una cacería repugnante, y fue entonces porosa a la idea de no revolver la prehistoria para no justificar a los represores, cuyo plan sistemático ya está en los anales de la aberración universal. Raúl Alfonsín, con su mira en la gobernabilidad, tampoco quiso ir a fondo con las responsabilidades que le tocaron al peronismo. Cualquier crítica a la guerrilla era galvanizada bajo el insulto de “la teoría de los dos demonios”, y así fue como con el correr de los años se instaló una serie de mentiras inconmovibles: Perón nada tuvo que ver con la Triple A ni con la criminal escalada contra la izquierda peronista, y murió perdonando a los que mataron a Rucci; las acciones de su secretario privado, su esposa y sus amanuenses sindicales y políticos fueron independientes, fruto de sus propias iniciativas. Y los setentistas eran pibes tiernos que dieron su vida para cambiar el mundo y además lumbreras de la política nacional.
Durante doce años, los Kirchner no hicieron más que montar una siniestra glorificación de aquella “gesta”, mientras impulsaban algo necesario: el castigo judicial a los responsables del Proceso. Hoy la inmensa mayoría de esos jerarcas están condenados y asoma por primera vez la posibilidad de un revisionismo sin miedos ni prohibiciones.
Marcelo Larraquy, un historiador incontaminado de cualquier narrativa de encubrimiento, prepara un libro monumental sobre la violencia política y ya anticipó en Los 70, una historia violenta algunos datos que habían sido cuidadosamente sustraídos de la memoria. No sólo demuestra las demenciales y homicidas faenas de la JP montonera y las ideas calamitosas de una camada que siempre se ha autoproclamado como la más brillante del siglo XX, sino que pone el dedo en la llaga al recordarnos qué hizo Perón cuando se le rebelaron.
La primera reacción ocurrió el 1º de octubre de 1973. Dictado por su propio líder, el Consejo Nacional del PJ elaboró un documento que decía: “El Movimiento Justicialista entra en estado de movilización de todos sus elementos humanos y materiales para enfrentar esta guerra. Debe excluirse de los locales partidarios a todos aquellos que se manifiesten en cualquier modo vinculados al marxismo. En todos los distritos se organizará un sistema de inteligencia al servicio de esta lucha”. Quien firmaba el texto era a un mismo tiempo presidente electo y máxima autoridad del órgano partidario.
A partir de su directiva comenzó un impiadoso operativo de “depuración”, que consistió en una feroz persecución de los “infiltrados”. Perón obligó al justicialismo a entrar en combate y delación, dio luz verde para que el sindicalismo ortodoxo hiciera “tronar el escarmiento” y batallara a sangre y fuego al gremialismo clasista en las fábricas, instruyó a López Rega para que armara un grupo parapolicial dentro del Estado; le dio amplios poderes al comisario Alberto Villar, que llevaría a cabo la represión ilegal, y ascendió a los hombres fundamentales de lo que sería la Triple A. Enseguida sobrevendrían la primera lista de “condenados” a muerte y los atentados con metralleta y explosivos, y una serie de golpes destituyentes a gobernadores legalmente elegidos en las urnas, pero con simpatías por la Tendencia Revolucionaria: Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Salta y Santa Cruz.
Perón tampoco se guardaba nada. Les dijo a sus militantes que no debían permitir que se introdujeran ideologías y doctrinas “totalmente extrañas a nuestra manera de sentir”: “¿Qué hacen en el justicialismo? Porque si yo fuera comunista me voy al Partido Comunista y no me quedo ni en el Partido ni el Movimiento”. A esa altura, el General no hacía distingos entre el ERP y Montoneros. Envió al Congreso una reforma del Código Penal para endurecer las penas contra la “subversión”, superando incluso la severidad de la dictadura de Lanusse. “A la lucha, y yo soy técnico en eso, no hay nada que hacer más que imponerle y enfrentarla con la lucha -dijo Perón-. Nosotros, desgraciadamente, tenemos que actuar dentro de la ley, porque si en este momento no tuviéramos que actuar dentro de la ley ya lo habríamos terminado en una semana… Pero si no contamos con la ley, entonces tendremos que salirnos de la ley y sancionar en forma directa, como hacen ellos… Porque formo una fuerza suficiente, lo voy a buscar a usted y lo mato. Si no tenemos la ley, el camino será otro. Y les aseguro que puestos a enfrentar la violencia con la violencia, nosotros tenemos más medios para aplastarla, y lo haremos a cualquier precio.”
Por televisión, Perón pronuncia en esos días la palabra “aniquilación”. Luego dice: “La decisión soberana de las grandes mayorías nacionales de protagonizar una revolución en paz y el repudio unánime de la ciudadanía harán que el reducido número de psicópatas que va quedando sea exterminado uno a uno para el bien de la República”.
El mensaje hacia adentro y hacia afuera no podía ser más contundente. Bandas compuestas por policías y delincuentes comunes, pesados de la GGT y las 62 Organizaciones, y dirigentes justicialistas de grueso calibre actuaban bajo las consignas del momento: macartismo, espionaje, purga, guerra, exterminio y aniquilamiento. La crónica de esos sucesos se entrelaza con la carnicería montonera, que vengaba cada muerto con fusilamientos y bombas. Los setentistas, a posteriori, intentaron dos camelos: separar a Perón de la persecución ilegal presentándolo como un hombre enfermo y manipulable, y luego relativizar la inquina que les había tomado. Es que pretendían seguir usufructuando el mito, y verdaderamente lo lograron, a pesar de toda evidencia. Perón tuvo lucidez plena hasta tres días antes de su muerte, expiró odiando con toda su alma a los “estúpidos e imberbes” y dejó como misión borrarlos del mapa. No otra cosa hicieron su viuda y su secretario, que continuaron su política.
Los conceptos públicos de Perón serían luego utilizados y perfeccionados por las Fuerzas Armadas. Montoneros no hizo nada para frenar el golpe; por lo tanto, también fue cómplice de la noche más larga y oscura. El justicialismo cometió crímenes de lesa humanidad, que nadie se atrevió a juzgar: hubo en ese período cerca de mil desaparecidos y más de mil quinientos muertos, y el financiamiento de esa masacre surgió del erario. Casi todos son culpables en esta historia de clisés e infames falacias que nadie quiere volver a escuchar.
PrisioneroEnArgentina.com
Febrero 16, 2017
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