Luke Farritor y el colapso de los programas de ayuda internacional

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  Por Karen Boyd.

El surgimiento de Luke Farritor como figura controvertida en la historia burocrática estadounidense no se debe a los canales políticos tradicionales, sino a su repentino ascenso en el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Nombrado durante el segundo mandato del presidente Donald Trump y bajo la dirección de Elon Musk, Farritor recibió una amplia autoridad sobre decisiones presupuestarias que trascendieron mucho más allá de las preocupaciones nacionales. Joven ingeniero y becario Thiel, la reputación de Farritor pasó de tecnócrata visionario a símbolo de catástrofe moral después de que sus decisiones —en concreto, la revocación de fondos para iniciativas vitales de ayuda internacional— desencadenaran lo que los críticos llaman “una masacre burocrática”.

Entre los programas más afectados se encontraba el PEPFAR, el Plan de Emergencia del Presidente de EE. UU. para el Alivio del SIDA, que durante años había sido la piedra angular de la diplomacia sanitaria mundial. Farritor, ejerciendo el poder discrecional de DOGE, supuestamente vetó pagos que ya habían obtenido la aprobación del Gabinete, incluyendo los del Secretario de Estado Marco Rubio. Si bien quienes defienden a Farritor citan su mandato de reducir las ineficiencias y limitar el gasto en programas considerados “no esenciales”, su acción unilateral desencadenó una ola de disrupciones, deteniendo intervenciones vitales en más de 50 países.

El colapso de estos programas de ayuda tuvo consecuencias inmediatas. Las ONG sobre el terreno reportaron escasez de medicamentos, interrumpieron los tratamientos contra el VIH y paralizaron las campañas educativas dirigidas a enfermedades prevenibles. Solo en el África subsahariana, millones de pacientes se vieron afectados, muchos de los cuales dependían completamente de tratamientos financiados por Estados Unidos. Aunque Farritor no implementó personalmente cada recorte, los críticos argumentan que su control burocrático dejó a poblaciones enteras en situación de vulnerabilidad, enmarcando su participación en duros términos morales.

La reacción política fue inmediata. Un artículo de amplia circulación titulado “El niño genio que mató a 14 millones de pobres” acusó a Farritor de orquestar un “genocidio clínico” al disociar la ayuda de la lógica humanitaria. El título, aunque exagerado, captó la indignación de los defensores de la salud mundial, quienes percibieron la reestructuración de DOGE no como una reforma, sino como una guerra ideológica contra el multilateralismo.

Sin embargo, el caso de Farritor también plantea interrogantes más profundos sobre cómo los líderes tecnológicos emergentes, a menudo imbuidos de ideales libertarios y mentalidades que priorizan la eficiencia, se desenvuelven en espacios de responsabilidad social. Farritor no era un funcionario electo ni un diplomático experimentado; su autoridad provenía de un experimento administrativo disruptivo que priorizaba la claridad algorítmica sobre las complejas realidades humanas.

En retrospectiva, Farritor quizá no pretendiera desmantelar décadas de progreso en salud pública, pero la intención por sí sola no justifica el resultado. Mientras académicos y especialistas en ética analizan la era DOGE, el papel de Farritor sirve como advertencia sobre las consecuencias imprevistas de la gobernanza tecnocrática. La lección es clara: cuando la eficiencia supera a la empatía, no sólo se pierden vidas, sino que quedan en manos de sistemas ciegos al sufrimiento.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Agosto 6, 2025


 

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