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  Por José Luis Milia.

Nada de lo que se lee a continuación, al fin y al cabo una fábula sobre una historia real, tiene que ver con la manera como se está llevando a cabo la lucha por el equilibrio fiscal y la baja de la inflación en Argentina. Sí tiene que ver con la estupidez de creer que la anarquía más el capitalismo suplantando la presencia de un estado mínimo pero eficiente, pueda ser una solución.

En un rincón olvidado de New Hampshire, donde la realidad era un mero accidente y las teorías económicas se tomaban más en serio que la necesidad de puertas surgió el experimento definitivo: Grafton, la ciudad sin Estado, sin otra regla que el normal desenvolvimiento del mercado; porque la consigna era clara: el mercado, en su infinita sabiduría, resolvería todos los problemas. ¿Conflictos judiciales? Se arreglarían con contratos voluntarios. ¿Problemas de violencia? Bastaría con precios dinámicos en servicios de seguridad privada. El dios mercado daba para todo.

 Por un tiempo, todo fue júbilo. Los libertarios, convencidos de que el mercado todo lo equilibra, eliminaron el Estado, los impuestos y, como resultado natural, cualquier concepto básico de urbanismo. Los caminos desaparecieron, el hospital del pueblo cerró, la policía se autodisolvió y la gestión de la basura se convirtió en un asunto filosófico. Nadie recogía los desechos porque hacerlo implicaba algún tipo de coordinación colectiva, y eso era marxismo disfrazado. En su lugar, los habitantes creyeron encontrar la prosperidad en mercados improvisados y en la libertad absoluta de ser responsables de sus propios destinos.

 Pero la historia tiene el humor cruel de un escritor con demasiada imaginación. Como el destino inevitable de las estirpes condenadas en “Cien Años de Soledad”, el pueblo avanzaba hacia su inexorable decadencia. Primero fueron las casas que nadie reparaba, luego las calles que parecían mapas del inframundo. Y finalmente llegaron los osos.

 Porque, como bien sabemos, cuando se abandona la gestión de la basura y nadie te dice donde tirarla, la naturaleza cobra su peaje. Los osos, criaturas astutas y oportunistas, pronto descubrieron que el pueblo era una cornucopia improvisada de desperdicios. Se les veía recorriendo los jardines, husmeando en los porches, y protagonizando los videos de los celulares de los residentes. Cuando alguien dijo que los osos habían entendido demasiado bien el concepto de la libre oferta y demanda, nadie se mostró muy preocupado.

 Los libertarios, fieles a su lógica, debatieron largas noches en las asambleas locales sobre cómo enfrentar la invasión. ¿Sería prudente contratar un servicio privado de control de fauna? ¿Debería cada ciudadano gestionar su propio método de defensa? Incluso, unos cuantos llegaron a plantearse si el oso no era el último bastión de la verdadera libertad. Nadie llegó a un acuerdo. Y mientras las discusiones se eternizaban, los osos seguían llegando, testigos peludos de un experimento cuya moraleja sería, inevitablemente, escrita, no en los libros de historia sino como una ópera bufa.

 Así, armados con los principios de la Escuela Austríaca y con la certeza de que la dinámica del mercado podría domar incluso a la naturaleza, los libertarios decidieron que lo mejor era esperar. Porque, según la teoría, el problema de los osos debería resolverse por sí mismo. Si los osos, fuera de su gusto por los pedazos de pizza o pollo frito que podían recolectar de la basura, no tenían un incentivo de mercado para, eventualmente atacar a los humanos, evidentemente no lo harían.

 Pero en Grafton, los osos habían tenido, por primera vez, acceso a una especie de estado de bienestar o, mejor dicho, a lo más parecido, para ellos, a una sociedad de consumo. Esto hizo que, luego de los restos de pizzas, hamburguesas y pollo frito que recolectaban de la basura, volvieran a pensar en la mejor fuente de proteínas: el animal vivo.

 Aunque ignorantes de las leyes económicas y sin tener idea de que era la Escuela Austríaca, los osos siguieron con su particular ajuste de mercado: primero la basura, luego una viuda que olvidó que las puertas son un invento útil, días después, una pareja que solía pescar en el río Pemigewasset y finalmente tres libertarios que, en su máximo compromiso con la utopía, decidieron que las carpas en el bosque eran una alternativa superior a la propiedad privada. Como en el pueblo no se llevaban registros de ingresos o egresos de habitantes, estas cifras pueden ser engañosas.

 Se llamó a una asamblea de urgencia. Hubo propuestas creativas. Un hombre sugirió que los osos podían ser integrados al sistema productivo, quizá como reguladores espontáneos de conflictos vecinales. Otro propuso asignarles una criptomoneda para incentivarlos a abandonar el canibalismo. Hubo quienes abogaron por educar a los osos en economía de mercado, aunque se descartó la idea de enseñarles economía porque a nadie le interesó ser profesor.

 Finalmente, se planteó lo evidente: si se dejaba que el mercado actuara, los osos encontrarían su propio equilibrio. Hubo un breve silencio. Un oso, que observaba la reunión desde la ventana, pareció asentir con un gesto grave. Nadie supo si eso era una señal de aprobación o simplemente que la siguiente fase del mercado ya estaba en marcha.

 Así terminó el sueño libertario de Grafton, con más osos que habitantes, con teorías económicas desmoronadas bajo el peso de la realidad y con el único modelo de autorregulación que sí funcionó: el de los osos, quienes establecieron el primer sistema de consumo eficiente, sin impuestos, sin Estado y sin debates innecesarios. Porque, al final, la verdadera lección libertaria fue esta: si no regulas el caos, el caos te devora… literalmente.

JOSE LUIS MILIA

Non nobis, Domine, non nobis. Sed Nomini tuo da gloriam.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Mayo 12, 2025


 

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