El cambio en la Argentina tiene muchos obstáculos y trabas. Luego de tantas décadas de ir estructurando esta Argentina enrevesada y decadente no es sencillo reformarla. Se ha naturalizado la distorsión. Un caso clarísimo es el piqueterismo imperante. Tal es la gravedad, recurrencia, naturalización de esta anomalía que en estos días acaeció algo desopilante: un policía esposó y detuvo a un ciudadano que ‘osó’ circular cruzando el piquete que le impedía ejercer su derecho constitucional de transitar libremente. Ese mismo policía estaba amparando el corte de la avenida. Su función no era la de asegurar el ejercicio de los derechos sino la de garantir su violación. Más aún, pareciera que no existe un protocolo policial sobre cómo obrar en caso de que un ciudadano pretenda esgrimir su derecho. Lo insólito devino en hábito. Es el país al revés.
Al dialogar con la gente – no exagero si digo que de todos los estamentos sociales y de todas las latitudes – la coincidencia es inmensa en el sentido de que así no se puede continuar. Es inviable seguir con la ‘industria del juicio laboral’, con los presos cobrando más que seis millones de jubilados, con todos los días más presión impositiva y rumores de que proseguirán los incrementos tributarios, con una inflación que amenaza escalar – síntoma febril de hondos desajustes -, con asistidos sociales que tienen mayores ingresos que trabajadores formales, con paros docentes porque se procesó a un congénere que intentó incendiar un edificio público, con la demonización del empresario, con el constante engrosamiento del Estado, con la estabilidad del empleado público malinterpretando la garantía constitucional – que es para evitar persecuciones políticas y no para proteger al parasitismo burocrático-, con desestímulos a los emprendedores e inversores, con la falaz creencia de que el Estado promoverá el desarrollo emitiendo moneda sin respaldo, con gremios que impunemente bloquean el acceso de los trabajadores a sus empresas para compelerlos a que se encuadren en el sindicato. En fin, sería inagotable la lista de tropelías que la Argentina está permitiendo que se cometan cotidianamente. Todo esto está promoviendo la peor sangría: argentinos talentosos, formados, emprendedores no ven otro horizonte que emigrar.
Un capítulo entero amerita la corrupción sistémica y la impunidad que la prohíja. Saquea las arcas, pero además hiere a todas las almas limpias del país. Es un factor formidable de desaliento espiritual y de ahuyentamiento de capitales que podrían imprimirle dinámica a la economía lánguida.
El cambio es tan inexorable como ineludible. Empero, ¿cuál es la piedra más obstaculizante? Que el país piensa que los impedimentos de todo tipo que se oponen a las reformas y se aferran a los intereses creados, a la telaraña que nos atrapa, no la podrá solucionar nadie por más buena intención que posea.
Si gobernando un tridente que invoca al partido nacido el 17 de octubre de 1945 para representar a los trabajadores, los movimientos llamados sociales lo enloquecen diariamente – aún más de lo están de desquiciados ideológicamente –, ¿cómo sería el descalabro si conduce el país el republicanismo? Este interrogante encierra una duda que apareja dos consecuencias: como los dirigentes no están convencidos, mal pueden transmitir convicción a la ciudadanía y se avizora una suerte de aprensión a adoptar resoluciones enérgicas como lo exige el cuadro clínico de enfermo agudo – en vías de terminal – que exhibe la Argentina. Se otea en el horizonte el gradualismo que sería la antesala del naufragio de la oportunidad de cambio de ciclo histórico que tendremos en 2023.
Hay algo esencial que favorece al cambio. Esta vez hay creciente conciencia de su necesidad y de su perentoriedad. Y en estas circunstancias se ganan más votos diciendo la verdad que engañando con palabras tan hueras como demagógicas. En contraste con aquello que confesaba el presidente de los noventa, ‘si decía a verdad nadie me votaba’, hoy si se miente pocos apoyarán.
La clave es marcar el rumbo en los primeros cien días con respaldo en la legitimidad del mandato recibido. Ante la primera traba importante – si la hubiere en ese lapso inicial – habrá que convocar a una consulta popular – comúnmente denominado plebiscito – que establece el art. 40 de la Constitución ¿Quiere el pueblo de la nación que sigamos en esta decadencia o aspira a reformular a fondo las grandes políticas para retomar el rumbo de la prosperidad? ¿Quiere que la educación sea un servicio público esencial o permitirá que siga en el plano inclinado en el que desliza para embargar el futuro patrio? ¿Acepta que la iniciativa privada sea abrumada de impuestos hasta impulsar la fuga de inversores y capitales o debidamente regulada se incentivará la creación de empresas y de empleos? ¿Esperaremos todo del Estado o apostamos a la Argentina llena de creatividad y ganas de emprender?
La gobernabilidad empieza por clarificar el rumbo y demostrar que el timón se toma con firmeza. Todos los acuerdos son necesarios y bienvenidos para cimentar el rumbo de cambio a fondo. Ningún compromiso para adoptar las medias tintas o, peor, para autoengañarnos y engatusar al país con manos de pintura en la fachada para que todo siga igual y nada mute de verdad.
La gobernabilidad depende y mucho de la ejemplaridad y de la confianza restaurada. La nación enseguida entenderá que esta vez el cambio llega para hacerse.
⚖
Por Alberto Asseff*
El cambio en la Argentina tiene muchos obstáculos y trabas. Luego de tantas décadas de ir estructurando esta Argentina enrevesada y decadente no es sencillo reformarla. Se ha naturalizado la distorsión. Un caso clarísimo es el piqueterismo imperante. Tal es la gravedad, recurrencia, naturalización de esta anomalía que en estos días acaeció algo desopilante: un policía esposó y detuvo a un ciudadano que ‘osó’ circular cruzando el piquete que le impedía ejercer su derecho constitucional de transitar libremente. Ese mismo policía estaba amparando el corte de la avenida. Su función no era la de asegurar el ejercicio de los derechos sino la de garantir su violación. Más aún, pareciera que no existe un protocolo policial sobre cómo obrar en caso de que un ciudadano pretenda esgrimir su derecho. Lo insólito devino en hábito. Es el país al revés.
Al dialogar con la gente – no exagero si digo que de todos los estamentos sociales y de todas las latitudes – la coincidencia es inmensa en el sentido de que así no se puede continuar. Es inviable seguir con la ‘industria del juicio laboral’, con los presos cobrando más que seis millones de jubilados, con todos los días más presión impositiva y rumores de que proseguirán los incrementos tributarios, con una inflación que amenaza escalar – síntoma febril de hondos desajustes -, con asistidos sociales que tienen mayores ingresos que trabajadores formales, con paros docentes porque se procesó a un congénere que intentó incendiar un edificio público, con la demonización del empresario, con el constante engrosamiento del Estado, con la estabilidad del empleado público malinterpretando la garantía constitucional – que es para evitar persecuciones políticas y no para proteger al parasitismo burocrático-, con desestímulos a los emprendedores e inversores, con la falaz creencia de que el Estado promoverá el desarrollo emitiendo moneda sin respaldo, con gremios que impunemente bloquean el acceso de los trabajadores a sus empresas para compelerlos a que se encuadren en el sindicato. En fin, sería inagotable la lista de tropelías que la Argentina está permitiendo que se cometan cotidianamente. Todo esto está promoviendo la peor sangría: argentinos talentosos, formados, emprendedores no ven otro horizonte que emigrar.
Un capítulo entero amerita la corrupción sistémica y la impunidad que la prohíja. Saquea las arcas, pero además hiere a todas las almas limpias del país. Es un factor formidable de desaliento espiritual y de ahuyentamiento de capitales que podrían imprimirle dinámica a la economía lánguida.
El cambio es tan inexorable como ineludible. Empero, ¿cuál es la piedra más obstaculizante? Que el país piensa que los impedimentos de todo tipo que se oponen a las reformas y se aferran a los intereses creados, a la telaraña que nos atrapa, no la podrá solucionar nadie por más buena intención que posea.
Si gobernando un tridente que invoca al partido nacido el 17 de octubre de 1945 para representar a los trabajadores, los movimientos llamados sociales lo enloquecen diariamente – aún más de lo están de desquiciados ideológicamente –, ¿cómo sería el descalabro si conduce el país el republicanismo? Este interrogante encierra una duda que apareja dos consecuencias: como los dirigentes no están convencidos, mal pueden transmitir convicción a la ciudadanía y se avizora una suerte de aprensión a adoptar resoluciones enérgicas como lo exige el cuadro clínico de enfermo agudo – en vías de terminal – que exhibe la Argentina. Se otea en el horizonte el gradualismo que sería la antesala del naufragio de la oportunidad de cambio de ciclo histórico que tendremos en 2023.
Hay algo esencial que favorece al cambio. Esta vez hay creciente conciencia de su necesidad y de su perentoriedad. Y en estas circunstancias se ganan más votos diciendo la verdad que engañando con palabras tan hueras como demagógicas. En contraste con aquello que confesaba el presidente de los noventa, ‘si decía a verdad nadie me votaba’, hoy si se miente pocos apoyarán.
La clave es marcar el rumbo en los primeros cien días con respaldo en la legitimidad del mandato recibido. Ante la primera traba importante – si la hubiere en ese lapso inicial – habrá que convocar a una consulta popular – comúnmente denominado plebiscito – que establece el art. 40 de la Constitución ¿Quiere el pueblo de la nación que sigamos en esta decadencia o aspira a reformular a fondo las grandes políticas para retomar el rumbo de la prosperidad? ¿Quiere que la educación sea un servicio público esencial o permitirá que siga en el plano inclinado en el que desliza para embargar el futuro patrio? ¿Acepta que la iniciativa privada sea abrumada de impuestos hasta impulsar la fuga de inversores y capitales o debidamente regulada se incentivará la creación de empresas y de empleos? ¿Esperaremos todo del Estado o apostamos a la Argentina llena de creatividad y ganas de emprender?
La gobernabilidad empieza por clarificar el rumbo y demostrar que el timón se toma con firmeza. Todos los acuerdos son necesarios y bienvenidos para cimentar el rumbo de cambio a fondo. Ningún compromiso para adoptar las medias tintas o, peor, para autoengañarnos y engatusar al país con manos de pintura en la fachada para que todo siga igual y nada mute de verdad.
La gobernabilidad depende y mucho de la ejemplaridad y de la confianza restaurada. La nación enseguida entenderá que esta vez el cambio llega para hacerse.
*Diputado nacional (JxC)
PrisioneroEnArgentina.com
Agosto 12, 2022