Usted sabe, esas tiendas donde se venden objetos usados… esos lugares donde se venden desde libros a botas de construcción, cañas de pescar, vajilla, pantalones, floreros o cuadros de autores desconocidos muy parecidos entre sí. Ese era el establecimiento de Julius Hirsch, que cada mañana, al levantarse de una desvencijada cama que tenía en un pequeño cuarto detrás del bazar y no sin antes tomar una taza de café, operaba cada jornada, cada semana, los 365 días del año.
Un caluroso domingo, mientras habilitaba una antigua caja registradora, unos puños golpearon los vidrios de la puerta, haciendo caer el cartel que indicaba que el comercio aún estaba cerrado.
Julius se dirigió hacia la puerta, recogió y señaló el cartel con la punta de su dedo índice. Pese a esta observación, el puño insistió. Julius buscó las llaves y dejó entrar a un robusto y barbado hombre vestido con una camisa de franela y un abrigo de piel pese al clima del verano y el sol que ya azotaba los techos.
Mientras Julius preguntaba que podía hacer por él, el morrudo visitante se dirigió hacia el escritorio de atención. Una vez allí, abrió su boca:
-Una libra de azúcar.
Julius le explicó que su negocio era uno de artículos usados. Extendió su brazo y mencionó que un mercado se encontraba a poco menos de un par de cuadras de allí, aunque tal vez era mejor idea dirigirse hasta la gasolinera encumbrada junto a la playa, ya que el primero no abría sus puertas hasta las 9 de la mañana.
-Una libra de azúcar -intimó el desconocido.
Julius extendió sus brazos, en clara indicación de que no podía ayudarlo. El hombre se volteó y abandonó el lugar.
Cada día, durante la semana, la bizarra escena se repitió hasta que el hartazgo de Julius llegó a un límite. Esa misma noche, Julius compró un paquete de una libra de azúcar y lo dejó junto a la caja registradora.
A la mañana siguiente, el curioso y corpulento personaje, como si fuera un sueño recurrente, se llegó hasta el escritorio mientras los dedos de Julius ya casi tocaban el paquete de azúcar, y habló:
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Por Gian-Carlos Attzzapittha
Usted sabe, esas tiendas donde se venden objetos usados… esos lugares donde se venden desde libros a botas de construcción, cañas de pescar, vajilla, pantalones, floreros o cuadros de autores desconocidos muy parecidos entre sí. Ese era el establecimiento de Julius Hirsch, que cada mañana, al levantarse de una desvencijada cama que tenía en un pequeño cuarto detrás del bazar y no sin antes tomar una taza de café, operaba cada jornada, cada semana, los 365 días del año.
Un caluroso domingo, mientras habilitaba una antigua caja registradora, unos puños golpearon los vidrios de la puerta, haciendo caer el cartel que indicaba que el comercio aún estaba cerrado.
Julius se dirigió hacia la puerta, recogió y señaló el cartel con la punta de su dedo índice. Pese a esta observación, el puño insistió. Julius buscó las llaves y dejó entrar a un robusto y barbado hombre vestido con una camisa de franela y un abrigo de piel pese al clima del verano y el sol que ya azotaba los techos.
Mientras Julius preguntaba que podía hacer por él, el morrudo visitante se dirigió hacia el escritorio de atención. Una vez allí, abrió su boca:
-Una libra de azúcar.
Julius le explicó que su negocio era uno de artículos usados. Extendió su brazo y mencionó que un mercado se encontraba a poco menos de un par de cuadras de allí, aunque tal vez era mejor idea dirigirse hasta la gasolinera encumbrada junto a la playa, ya que el primero no abría sus puertas hasta las 9 de la mañana.
-Una libra de azúcar -intimó el desconocido.
Julius extendió sus brazos, en clara indicación de que no podía ayudarlo. El hombre se volteó y abandonó el lugar.
Cada día, durante la semana, la bizarra escena se repitió hasta que el hartazgo de Julius llegó a un límite. Esa misma noche, Julius compró un paquete de una libra de azúcar y lo dejó junto a la caja registradora.
A la mañana siguiente, el curioso y corpulento personaje, como si fuera un sueño recurrente, se llegó hasta el escritorio mientras los dedos de Julius ya casi tocaban el paquete de azúcar, y habló:
-Dos libras de azúcar.
PrisioneroEnArgentina.com
Octubre 21, 2020