Un puñado de compañías ha obtenido grandes ganancias a través de los usuarios de sus plataformas, mientras que los Estados disponen de mecanismos para vigilar masivamente a los ciudadanos.
Ciudades seguras, enfermedades diagnosticadas a tiempo, servicios públicos eficientes, aprovechamiento máximo de la tierra cultivable, protección de las fuentes de agua y control de pandemias forman parte de las posibilidades que ofrecen las tecnologías desarrolladas a partir del procesamiento de grandes volúmenes de datos, conocidas bajo el nombre genérico de ‘big data’.
Su principal materia prima son las huellas que dejan los internautas mientras navegan o publican contenido en la red, instalan alguna aplicación, son captados por alguna cámara de seguridad o autorizan a un propietario de ‘software’ para que ingrese a su dispositivo electrónico.
Así, la mayoría de los usuarios deviene en consumidor a merced de una máquina de vigilancia y control que opera en las sombras, que resulta además una fuente privilegiada para el enriquecimiento en una élite muy reducida.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han advierte que en el presente la ciudadanía no se siente permanentemente vigilada, como ocurría en las sociedades distópicas que describía George Orwell en sus novelas, sino que, por lo contrario, se impone la “apariencia” de que se vive en un mundo donde la libertad y la comunicación no tienen límites.
Lo que no suele decirse es que en ese supuesto territorio de la libertad, los algoritmos –que funcionan con ‘big data’– le ofrecen a cada quien un menú exclusivo aparentemente gratuito basado en sus preferencias, pero al precio de su privacidad y seguridad.
Mientras tanto, unas pocas corporaciones tecnológicas incrementan sus ganancias sin que sus prácticas sean puestas suficientemente bajo el escrutinio público y las potencias aprovechan la coyuntura para hacer de este terreno otro campo de disputa.
Cuando de vigilancia masiva se trata, los Estados suelen estar en el banquillo de los acusados, pues hay suficientes razones para creer que la recopilación masiva de datos de los ciudadanos acaba por socavar derechos fundamentales y contribuye a exacerbar desigualdades ya existentes.
Acaso la revelación más significativa en este orden se produjo en 2013, cuando Edward Snowden, excontratista de la Agencia de Seguridad Nacional de los EE.UU. (NSA, por sus siglas en inglés), destapó al mundo el programa de vigilancia y espionaje masivo de Washington, también aplicado por el Reino Unido.
En su decir, durante la década de 2000, los Gobiernos de esos dos países interceptaron comunicaciones privadas, incluyendo correos electrónicos, historiales médicos y mensajes de texto, de miles de personas en todo el mundo, incluso dentro de EE.UU., cuya legislación proscribe explícitamente estas prácticas.
Los Gobiernos están en capacidad de vigilar masivamente a sus ciudadanos bajo el paraguas de la seguridad nacional, sin que se les puedan fijar límites realistas y eficaces para impedirlo.
El escándalo subió de nivel cuando Snowden develó que estos espionajes se extendieron a representantes de Gobiernos presuntamente aliados, como ocurrió en la cumbre del G20 que se celebró en Londres en abril de 2009. El tiempo solo ha demostrado que tenía razón y que EE.UU. espió durante años a líderes europeos, como la excancillera alemana Angela Merkel.
Además, divulgaciones de The Intercept basadas en archivos desclasificados, dan cuenta de la existencia de un sistema de búsqueda desarrollado por la NSA –a la manera de Google–, que permite explorar entre miles de millones de correos electrónicos, llamadas telefónicas, mensajes de texto y similares interceptados por distintas agencias de EE.UU. de aparatos electrónicos de ciudadanos comunes, no solo de presuntos terroristas.
El recuento es ilustrativo: potencialmente, los Gobiernos están en capacidad de vigilar masivamente a sus ciudadanos bajo el paraguas de la seguridad nacional, sin que se les puedan fijar límites realistas y eficaces para impedirlo.
Más allá de las tramas gubernamentales de alto nivel, hechos recientes como las medidas adoptadas para contener la pandemia del covid-19, han dejado fuera de cuestión que las denuncias formuladas por Snowden distan de ser exageraciones, que la vigilancia masiva es una realidad creciente y que las autoridades pueden sacar provecho de cualquier situación para recopilar datos de sus ciudadanos.
En un reportaje de The Associated Press publicado en diciembre de 2022, se llama a recordar que durante los primeros días de la crisis sanitaria, cuando reinaba el desconcierto, “millones de personas de todo el mundo” depositaron su confianza en los funcionarios que les pidieron datos confidenciales para desarrollar “herramientas tecnológicas” que permitieran frenar la propagación del virus.
Por vuelta, “los Gobiernos obtuvieron una gran cantidad de datos privados de salud de las personas, fotografías que capturaban sus medidas faciales y sus direcciones particulares”, asevera la agencia.
En el trabajo también se afirma que los datos se usaron para restringir la movilidad de “activistas y gente común, acosar a comunidades marginadas y vincular la información de salud de las personas con otras herramientas de vigilancia y aplicación de la ley”, y en algunos casos, incluso “se compartieron con agencias de espionaje”.
Esta situación, indicaron, se replicó en países gobernados por líderes de distintos signos ideológicos y sistemas políticos diferentes. La lista presentada incluye a EE.UU., Israel, India, Arabia Saudita, Corea del Sur, China, Reino Unido y Australia.
En este universo de vigilancia casi omnipresente, la reducción de la criminalidad ocupa un sitial destacado entre las ofertas que pueden formular los Gobiernos para justificar el desarrollo de tecnologías masivas de recopilación de datos, pues difícilmente un ciudadano se resiste a que los trasgresores sean castigados y menos todavía a la posibilidad de evitar los delitos.
Sobre esto se asientan los proyectos de “policía predictiva” desplegados en más de 50 países de los cinco continentes. Solo en EE.UU., esta tecnología se ha implementado en decenas de ciudades con índices de criminalidad considerados elevados.
En términos simples, se trata de utilizar los registros históricos de crímenes violentos –homicidios, asaltos, robos y robo de vehículos– o historiales delictivos de individuos para definir áreas “calientes” y predecir dónde es más probable que se repliquen estos hechos o pronosticar qué tan posible es que una persona delinca por primera vez o reincida en alguna actividad considerada ilegal.
Empero, el Brennan Center for Justice, una organización no gubernamental asentada en EE.UU., advierte que esta estrategia adolece de transparencia y añade que “si bien las empresas de ‘big data’ afirman que sus tecnologías pueden ayudar a eliminar los sesgos en la toma de decisiones policiales, los algoritmos que se basan en datos históricos corren el riesgo de reproducir esos mismos sesgos”.
Para el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), es un hecho que los algoritmos de la policía predictiva son reproductores del racismo y por tal razón deben abandonarse, como se recoge en un análisis publicado en 2020 en la revista MIT Technology Review.
El problema, apunta el trabajo, “radica en los datos de los que se alimentan los algoritmos”, ya que estos “se ven fácilmente sesgados por las tasas de arrestos”, sensiblemente más elevados entre poblaciones racializadas que entre personas blancas.
En el documento se reitera que en EE.UU., “una persona negra tiene cinco veces más probabilidades de ser detenida sin una causa justa que una persona blanca”.
Eso fue lo que le pasó a Damien Sardjoe, un joven negro residente de Ámsterdam (Países Bajos), que tras haberse visto implicado en un par de asaltos durante su adolescencia, fue incluido en una lista negra conocida con el nombre de TOP 600, donde figuran las personas, que según el modelo policial predictivo, tienen mayor riesgo de delinquir.
Estuvo bajo vigilancia y acoso largo tiempo y su nombre no fue retirado del listado aún después de haber cumplido su sentencia. Además, su hermano mayor fue sumado a otra lista negra, la TOP 400, compuesta por adolescentes sin antecedentes penales que tienen mayores posibilidades de quebrantar la ley, a pesar de que no había cometido ningún delito.
Por situaciones como la que vivieron Sardjoe y su familia, activistas y expertos advierten que los “modelos espaciales” para reducir el crimen se traducen en la estigmatización y victimización de minorías, por lo general racializadas y de bajos ingresos.
Es claro que las tecnologías basadas en el ‘big data’ pueden ser usadas –y se usan– con fines de vigilancia y control de la ciudadanía, como demuestran los casos de las aplicaciones para el rastreo de contactos y reporte de síntomas en el contexto pandémico y la policía predictiva, entre una amplia variedad de opciones.
No obstante, la recolección masiva de datos también puede emplearse con propósitos más nobles, como el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sustentable de la ONU (ODS), de particular urgencia en las naciones del Sur global.
Es lo que pretende el Centro Internacional de Investigaciones de ‘big data’ para el Desarrollo Sostenible de China (CBAS), un ‘think tank’ de financiamiento público creado para desarrollar “productos, métodos y tecnologías científicos desde escalas global a local para garantizar el acceso a la información más reciente y confiable sobre los indicadores de los ODS”, como se lee en su portal oficial.
En relación con su política de transparencia, el ente aclara que “trabajará para movilizar los recursos tecnológicos y de datos necesarios para analizar y visualizar información para acciones y políticas informadas, con acceso justo y abierto para todos”, a partir de imágenes capturadas “por una serie de satélites científicos (…), adaptadas para medir los indicadores de los ODS”.
Si bien no hay manera de asegurar fehacientemente que los datos recabados en este megaproyecto impulsado por el Estado chino no acaben por convertirse en una fuente para el espionaje o la vigilancia a gran escala, el enfoque colaborativo y de acceso abierto para todos los países, hablan en su favor.
En contraste de lo que sucede con los Estados, grandes tecnológicas como Google, Amazon, Apple o Meta* rara vez son señaladas por capturar masivamente datos de sus usuarios –aún en los ámbitos más privados– con fines económicos.
Se trata de lo que Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard, ha denominado “capitalismo de la vigilancia”.
“Invaden nuestra vida privada a través de la vigilancia, obtienen datos de comportamiento y consideran que esa cantidad de datos es de su propiedad. Así funciona el ‘capitalismo de vigilancia’. Es una operación fundamentalmente ilegítima”, apuntó la académica en un documental.
Este modelo, explica, se ha convertido en dominante gracias a la combinación de poderosos ‘lobbies’ en los centros del poder mundial, vacíos legales, políticas opacas, tolerancia gubernamental y desinterés generalizado de la ciudadanía, que como advierte Byung-Chul Han, ve en las plataformas digitales un espacio de libertad sin límites.
Muy al margen de las críticas avanzadas por Zuboff, los cuestionamientos hacia las gigantes de la tecnología están principalmente enfocados en la violación de las leyes antimonopolio vigentes en gran parte de los países occidentales, las deficiencias para proteger a personas vulnerables de abusos o en la guerra comercial contra China.
El caso de Google, que enfrenta un juicio en tribunales estadounidenses por atentar contra la libre competencia y ha preferido pagar una multa de 10.000 millones de dólares al año, a cambio de mantener su hegemonía como motor de búsquedas en internet, representa un buen ejemplo de hacia dónde se están enfocando los esfuerzos de control.
De forma semejante se han zafado otros consorcios como Apple, Amazon o Meta* cuando se les ha puesto bajo el escrutinio de la Justicia: pagando multas que representan una fracción insignificante dentro del capital que controlan, gracias a la ausencia de marcos regulatorios precisos y al trabajo de sus departamentos jurídicos, conformados por varios cientos de abogados.
Con todo, en el espacio de la UE, donde hay un fuerte activismo en favor de transparencia digital y del resguardo de la privacidad de los usuarios, el Parlamento se ha visto obligado a legislar para poner freno a las compañías tecnológicas, aunque sigue sin estar claro cómo se materializarán en la práctica, más allá de las sanciones monetarias.
Por otro lado, aplicaciones como TikTok y equipos fabricados por Huawei o ZTE se transformaron en blanco de críticas desde Washington y Bruselas porque, según se dijo, supuestamente son el medio que usa el Gobierno chino para recopilar datos de usuarios y poner en riesgo la seguridad de sus competidores.
Hasta ahora, ello se ha traducido en proscripciones para los funcionarios y en amenazas de nuevos embargos comerciales contra Beijing, aspecto que deja traslucir que los ataques contra las compañías tecnológicas chinas tienen motivaciones de mayor calado.
La reciente salida al mercado del Huawei Mate Pro 60 es ilustrativa en ese sentido. En EE.UU. se encendieron las alarmas, al comprobar que el dispositivo no solo exhibía un rendimiento en la red 5G comparable al iPhone 15, la última novedad de Apple en el ramo, sino que el chip Kirin 9000s en su interior dejó al descubierto la ineficacia de las sanciones impuestas por Washington a la industria china de semiconductores.
Pese a la evidencia disponible, la respuesta estadounidense frente a este desafío fue considerar la prohibición de cualquier exportación de tecnología a Huawei y a la Semiconductor Manufacturing International Corp (SMIC), principal fabricante de chips del gigante asiático.
Frente a este panorama, la discusión sobre el límite ético de los procedimientos de captura masiva de datos y las ganancias que las ‘Big Tech’ obtienen a partir de ‘big data’ no luce como una prioridad. Sin embargo, lo es. Al margen de las diatribas geopolíticas, el capitalismo de la vigilancia sigue generando riqueza para unos pocos a costa de miles de millones de personas, sin que aparezca un límite claro a la vista.
•
Ciudades seguras, enfermedades diagnosticadas a tiempo, servicios públicos eficientes, aprovechamiento máximo de la tierra cultivable, protección de las fuentes de agua y control de pandemias forman parte de las posibilidades que ofrecen las tecnologías desarrolladas a partir del procesamiento de grandes volúmenes de datos, conocidas bajo el nombre genérico de ‘big data’.
Su principal materia prima son las huellas que dejan los internautas mientras navegan o publican contenido en la red, instalan alguna aplicación, son captados por alguna cámara de seguridad o autorizan a un propietario de ‘software’ para que ingrese a su dispositivo electrónico.
Así, la mayoría de los usuarios deviene en consumidor a merced de una máquina de vigilancia y control que opera en las sombras, que resulta además una fuente privilegiada para el enriquecimiento en una élite muy reducida.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han advierte que en el presente la ciudadanía no se siente permanentemente vigilada, como ocurría en las sociedades distópicas que describía George Orwell en sus novelas, sino que, por lo contrario, se impone la “apariencia” de que se vive en un mundo donde la libertad y la comunicación no tienen límites.
Lo que no suele decirse es que en ese supuesto territorio de la libertad, los algoritmos –que funcionan con ‘big data’– le ofrecen a cada quien un menú exclusivo aparentemente gratuito basado en sus preferencias, pero al precio de su privacidad y seguridad.
Mientras tanto, unas pocas corporaciones tecnológicas incrementan sus ganancias sin que sus prácticas sean puestas suficientemente bajo el escrutinio público y las potencias aprovechan la coyuntura para hacer de este terreno otro campo de disputa.
Cuando de vigilancia masiva se trata, los Estados suelen estar en el banquillo de los acusados, pues hay suficientes razones para creer que la recopilación masiva de datos de los ciudadanos acaba por socavar derechos fundamentales y contribuye a exacerbar desigualdades ya existentes.
Acaso la revelación más significativa en este orden se produjo en 2013, cuando Edward Snowden, excontratista de la Agencia de Seguridad Nacional de los EE.UU. (NSA, por sus siglas en inglés), destapó al mundo el programa de vigilancia y espionaje masivo de Washington, también aplicado por el Reino Unido.
En su decir, durante la década de 2000, los Gobiernos de esos dos países interceptaron comunicaciones privadas, incluyendo correos electrónicos, historiales médicos y mensajes de texto, de miles de personas en todo el mundo, incluso dentro de EE.UU., cuya legislación proscribe explícitamente estas prácticas.
Los Gobiernos están en capacidad de vigilar masivamente a sus ciudadanos bajo el paraguas de la seguridad nacional, sin que se les puedan fijar límites realistas y eficaces para impedirlo.
El escándalo subió de nivel cuando Snowden develó que estos espionajes se extendieron a representantes de Gobiernos presuntamente aliados, como ocurrió en la cumbre del G20 que se celebró en Londres en abril de 2009. El tiempo solo ha demostrado que tenía razón y que EE.UU. espió durante años a líderes europeos, como la excancillera alemana Angela Merkel.
Además, divulgaciones de The Intercept basadas en archivos desclasificados, dan cuenta de la existencia de un sistema de búsqueda desarrollado por la NSA –a la manera de Google–, que permite explorar entre miles de millones de correos electrónicos, llamadas telefónicas, mensajes de texto y similares interceptados por distintas agencias de EE.UU. de aparatos electrónicos de ciudadanos comunes, no solo de presuntos terroristas.
El recuento es ilustrativo: potencialmente, los Gobiernos están en capacidad de vigilar masivamente a sus ciudadanos bajo el paraguas de la seguridad nacional, sin que se les puedan fijar límites realistas y eficaces para impedirlo.
Más allá de las tramas gubernamentales de alto nivel, hechos recientes como las medidas adoptadas para contener la pandemia del covid-19, han dejado fuera de cuestión que las denuncias formuladas por Snowden distan de ser exageraciones, que la vigilancia masiva es una realidad creciente y que las autoridades pueden sacar provecho de cualquier situación para recopilar datos de sus ciudadanos.
En un reportaje de The Associated Press publicado en diciembre de 2022, se llama a recordar que durante los primeros días de la crisis sanitaria, cuando reinaba el desconcierto, “millones de personas de todo el mundo” depositaron su confianza en los funcionarios que les pidieron datos confidenciales para desarrollar “herramientas tecnológicas” que permitieran frenar la propagación del virus.
Por vuelta, “los Gobiernos obtuvieron una gran cantidad de datos privados de salud de las personas, fotografías que capturaban sus medidas faciales y sus direcciones particulares”, asevera la agencia.
En el trabajo también se afirma que los datos se usaron para restringir la movilidad de “activistas y gente común, acosar a comunidades marginadas y vincular la información de salud de las personas con otras herramientas de vigilancia y aplicación de la ley”, y en algunos casos, incluso “se compartieron con agencias de espionaje”.
Esta situación, indicaron, se replicó en países gobernados por líderes de distintos signos ideológicos y sistemas políticos diferentes. La lista presentada incluye a EE.UU., Israel, India, Arabia Saudita, Corea del Sur, China, Reino Unido y Australia.
En este universo de vigilancia casi omnipresente, la reducción de la criminalidad ocupa un sitial destacado entre las ofertas que pueden formular los Gobiernos para justificar el desarrollo de tecnologías masivas de recopilación de datos, pues difícilmente un ciudadano se resiste a que los trasgresores sean castigados y menos todavía a la posibilidad de evitar los delitos.
Sobre esto se asientan los proyectos de “policía predictiva” desplegados en más de 50 países de los cinco continentes. Solo en EE.UU., esta tecnología se ha implementado en decenas de ciudades con índices de criminalidad considerados elevados.
En términos simples, se trata de utilizar los registros históricos de crímenes violentos –homicidios, asaltos, robos y robo de vehículos– o historiales delictivos de individuos para definir áreas “calientes” y predecir dónde es más probable que se repliquen estos hechos o pronosticar qué tan posible es que una persona delinca por primera vez o reincida en alguna actividad considerada ilegal.
Empero, el Brennan Center for Justice, una organización no gubernamental asentada en EE.UU., advierte que esta estrategia adolece de transparencia y añade que “si bien las empresas de ‘big data’ afirman que sus tecnologías pueden ayudar a eliminar los sesgos en la toma de decisiones policiales, los algoritmos que se basan en datos históricos corren el riesgo de reproducir esos mismos sesgos”.
Para el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), es un hecho que los algoritmos de la policía predictiva son reproductores del racismo y por tal razón deben abandonarse, como se recoge en un análisis publicado en 2020 en la revista MIT Technology Review.
El problema, apunta el trabajo, “radica en los datos de los que se alimentan los algoritmos”, ya que estos “se ven fácilmente sesgados por las tasas de arrestos”, sensiblemente más elevados entre poblaciones racializadas que entre personas blancas.
En el documento se reitera que en EE.UU., “una persona negra tiene cinco veces más probabilidades de ser detenida sin una causa justa que una persona blanca”.
Eso fue lo que le pasó a Damien Sardjoe, un joven negro residente de Ámsterdam (Países Bajos), que tras haberse visto implicado en un par de asaltos durante su adolescencia, fue incluido en una lista negra conocida con el nombre de TOP 600, donde figuran las personas, que según el modelo policial predictivo, tienen mayor riesgo de delinquir.
Estuvo bajo vigilancia y acoso largo tiempo y su nombre no fue retirado del listado aún después de haber cumplido su sentencia. Además, su hermano mayor fue sumado a otra lista negra, la TOP 400, compuesta por adolescentes sin antecedentes penales que tienen mayores posibilidades de quebrantar la ley, a pesar de que no había cometido ningún delito.
Por situaciones como la que vivieron Sardjoe y su familia, activistas y expertos advierten que los “modelos espaciales” para reducir el crimen se traducen en la estigmatización y victimización de minorías, por lo general racializadas y de bajos ingresos.
Es claro que las tecnologías basadas en el ‘big data’ pueden ser usadas –y se usan– con fines de vigilancia y control de la ciudadanía, como demuestran los casos de las aplicaciones para el rastreo de contactos y reporte de síntomas en el contexto pandémico y la policía predictiva, entre una amplia variedad de opciones.
No obstante, la recolección masiva de datos también puede emplearse con propósitos más nobles, como el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sustentable de la ONU (ODS), de particular urgencia en las naciones del Sur global.
Es lo que pretende el Centro Internacional de Investigaciones de ‘big data’ para el Desarrollo Sostenible de China (CBAS), un ‘think tank’ de financiamiento público creado para desarrollar “productos, métodos y tecnologías científicos desde escalas global a local para garantizar el acceso a la información más reciente y confiable sobre los indicadores de los ODS”, como se lee en su portal oficial.
En relación con su política de transparencia, el ente aclara que “trabajará para movilizar los recursos tecnológicos y de datos necesarios para analizar y visualizar información para acciones y políticas informadas, con acceso justo y abierto para todos”, a partir de imágenes capturadas “por una serie de satélites científicos (…), adaptadas para medir los indicadores de los ODS”.
Si bien no hay manera de asegurar fehacientemente que los datos recabados en este megaproyecto impulsado por el Estado chino no acaben por convertirse en una fuente para el espionaje o la vigilancia a gran escala, el enfoque colaborativo y de acceso abierto para todos los países, hablan en su favor.
En contraste de lo que sucede con los Estados, grandes tecnológicas como Google, Amazon, Apple o Meta* rara vez son señaladas por capturar masivamente datos de sus usuarios –aún en los ámbitos más privados– con fines económicos.
Se trata de lo que Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard, ha denominado “capitalismo de la vigilancia”.
“Invaden nuestra vida privada a través de la vigilancia, obtienen datos de comportamiento y consideran que esa cantidad de datos es de su propiedad. Así funciona el ‘capitalismo de vigilancia’. Es una operación fundamentalmente ilegítima”, apuntó la académica en un documental.
Este modelo, explica, se ha convertido en dominante gracias a la combinación de poderosos ‘lobbies’ en los centros del poder mundial, vacíos legales, políticas opacas, tolerancia gubernamental y desinterés generalizado de la ciudadanía, que como advierte Byung-Chul Han, ve en las plataformas digitales un espacio de libertad sin límites.
Muy al margen de las críticas avanzadas por Zuboff, los cuestionamientos hacia las gigantes de la tecnología están principalmente enfocados en la violación de las leyes antimonopolio vigentes en gran parte de los países occidentales, las deficiencias para proteger a personas vulnerables de abusos o en la guerra comercial contra China.
El caso de Google, que enfrenta un juicio en tribunales estadounidenses por atentar contra la libre competencia y ha preferido pagar una multa de 10.000 millones de dólares al año, a cambio de mantener su hegemonía como motor de búsquedas en internet, representa un buen ejemplo de hacia dónde se están enfocando los esfuerzos de control.
De forma semejante se han zafado otros consorcios como Apple, Amazon o Meta* cuando se les ha puesto bajo el escrutinio de la Justicia: pagando multas que representan una fracción insignificante dentro del capital que controlan, gracias a la ausencia de marcos regulatorios precisos y al trabajo de sus departamentos jurídicos, conformados por varios cientos de abogados.
Con todo, en el espacio de la UE, donde hay un fuerte activismo en favor de transparencia digital y del resguardo de la privacidad de los usuarios, el Parlamento se ha visto obligado a legislar para poner freno a las compañías tecnológicas, aunque sigue sin estar claro cómo se materializarán en la práctica, más allá de las sanciones monetarias.
Por otro lado, aplicaciones como TikTok y equipos fabricados por Huawei o ZTE se transformaron en blanco de críticas desde Washington y Bruselas porque, según se dijo, supuestamente son el medio que usa el Gobierno chino para recopilar datos de usuarios y poner en riesgo la seguridad de sus competidores.
Hasta ahora, ello se ha traducido en proscripciones para los funcionarios y en amenazas de nuevos embargos comerciales contra Beijing, aspecto que deja traslucir que los ataques contra las compañías tecnológicas chinas tienen motivaciones de mayor calado.
La reciente salida al mercado del Huawei Mate Pro 60 es ilustrativa en ese sentido. En EE.UU. se encendieron las alarmas, al comprobar que el dispositivo no solo exhibía un rendimiento en la red 5G comparable al iPhone 15, la última novedad de Apple en el ramo, sino que el chip Kirin 9000s en su interior dejó al descubierto la ineficacia de las sanciones impuestas por Washington a la industria china de semiconductores.
Pese a la evidencia disponible, la respuesta estadounidense frente a este desafío fue considerar la prohibición de cualquier exportación de tecnología a Huawei y a la Semiconductor Manufacturing International Corp (SMIC), principal fabricante de chips del gigante asiático.
Frente a este panorama, la discusión sobre el límite ético de los procedimientos de captura masiva de datos y las ganancias que las ‘Big Tech’ obtienen a partir de ‘big data’ no luce como una prioridad. Sin embargo, lo es. Al margen de las diatribas geopolíticas, el capitalismo de la vigilancia sigue generando riqueza para unos pocos a costa de miles de millones de personas, sin que aparezca un límite claro a la vista.
PrisioneroEnArgentina.com
Setiembre 26, 2023