La Argentina sufrió una grieta desde los albores del país. Todos los pueblos padecieron sus dilemas, pero quizás la nota que nos diferencia es que supieron zanjarlas. Nuestra división da la impresión que es ingénita, inacabable, incesante. Igualmente, la experiencia es que nunca culminamos por desempatar la puja. No termina de haber un ganador neto. El caso del federalismo es ejemplificativo: la solución que encontramos fue ni ser federales ni unitarios, sino un tipo híbrido que dejó a todos insatisfechos y que hasta hoy es disfuncional. Formalmente tenemos provincias autónomas, pero dependientes del Tesoro nacional. Aparatos burocráticos enteros propios del federalismo, altamente costosos, pero que en los hechos funcionan como ineficientes delegaciones del poder central.
En materia de pensamiento, la recíproca neutralización entre estatistas y privatistas ha suscitado el caso único del planeta, un país pletóricamente dotado que hace casi un siglo que retrograda. Hace 90 años que debatimos si el Estado nacional debe asumir un rol activo en la economía y demás planos de la vida nacional o si el sector privado debe ser el primer actor. La opción sigue abierta. Hace décadas que sucesivos gobiernos se empeñan en racionalizar el gasto público anunciando planes de austeridad y de estabilización que nunca culminan en coronarse con los resultados proclamados. Consecuentemente, ante la frustración resurgen las propuestas de volver al Estado omnipresente que exprime cada vez más a la Argentina productora de bienes y servicios, inversora de riesgo. Estos vaivenes se traducen en atraso.
No nos ponemos de acuerdo ni siquiera en algunos valores básicos. Por caso, no coincidimos si el orden y la ley son o no fundamentales para el progreso. Están quienes sostienen que ‘en el desorden hay vida’ y que los buenos jóvenes deben hacer lío. Contrasta esta postura con el manual que se aplica en casi toda la tierra: el orden es el amigo natural del progreso. La vigencia de la ley es la única garantía de igualdad e inclusión.
Otro asunto en que disentimos es en el valor del mérito. Se lo ha catalogado como elitista y anti igualitario en una inocultable apelación a la mediocridad como ‘solución’ para las iniquidades. El sentido común indica que el esfuerzo y el mérito deben ser alentados, pero entre nosotros se los tacha públicamente.
Recientemente, luego de que en 1994 reformamos la Constitución supuestamente para incorporar derechos de cuarta y quinta generación, el planteo reformista retorna a la primera escena ahora para enmendarle la plana a Montesquieu y su clásica división de poderes. Ya no necesitamos como garantía de control y de límites a un Poder Judicial independiente, sino que devendría en ‘servicios administrativos de justicia’ cual dependencia del Ejecutivo. Pasaría algo análogo que con los maestros que de aquellos guías sociales de principios del s.XX se han transformado en los proletarios de la educación. De segunda mamá a ‘trabajador de la educación’, una mutación en la que naufragó aquel timbre que nos distinguió en el mundo: el país periférico con mayor alfabetización del globo.
La grieta se encabalga en nuestra reticencia para darnos los verdaderos debates. Por ejemplo, ahora el Congreso está abocado a adoptar la nueva fórmula de actualización jubilatoria. Decidirá si esa ecuación incluye o no a la inflación como variable del ajuste periódico. Gambetea así la verdadera cuestión, esto es el sistema previsional quebrado porque el 50% de los trabajadores no están registrados y por ende no aportan ¿Qué sentido posee abordar el efecto y eludir las causas? ¿No deberíamos estar analizando a fondo cómo reducir la informalidad laboral, incluyendo las cargas tributarias que transforman a un trabajador en una hipoteca para su empleador?
La inflación no es sólo un flagelo económico y un factor disuasivo de la inversión. Es un síntoma de que nos embarga una anomia inocultable ¿Por qué cruzando nuestras fronteras, cualquiera de ellas, el índice anual de inflación no supera el 5% y acá hace medio siglo que padecemos un promedio de 45%, apenas con algunos breves intervalos sobre todo cuando se mantuvo la situación controlada a fuerza de ponerle un tapón. Que inexorablemente saltó una y otra vez por los aires. Desde “quien apuesta al dólar pierde” hasta el 1 a 1 pasando por la inflación cero de Gelbard.
¿Es posible superar la grieta? Si hacemos un fortísimo ejercicio de sinceridad y nos apeamos de prejuicios ideológicos – en otras palabras, si adoptamos el realismo como parámetro y actitud – podríamos formalizar acuerdos sustantivos que no pueden soslayar un punto de partida: cero concesión a la impunidad. Acá no saldremos con el cínico ‘borrón y cuenta nueva’. La nueva etapa histórica sobrevendrá cuando quienes traicionaron al país robándole salden sus deudas y resarzan los perjuicios ocasionados.
La grieta es entre decencia y corrupción. La honestidad deberá desplazar a las mafias. No hay otro modo de superar la grieta.
*Diputado nacional (Juntos por el Cambio, partido UNIR)
♣
Por Alberto Asseff*
La Argentina sufrió una grieta desde los albores del país. Todos los pueblos padecieron sus dilemas, pero quizás la nota que nos diferencia es que supieron zanjarlas. Nuestra división da la impresión que es ingénita, inacabable, incesante. Igualmente, la experiencia es que nunca culminamos por desempatar la puja. No termina de haber un ganador neto. El caso del federalismo es ejemplificativo: la solución que encontramos fue ni ser federales ni unitarios, sino un tipo híbrido que dejó a todos insatisfechos y que hasta hoy es disfuncional. Formalmente tenemos provincias autónomas, pero dependientes del Tesoro nacional. Aparatos burocráticos enteros propios del federalismo, altamente costosos, pero que en los hechos funcionan como ineficientes delegaciones del poder central.
En materia de pensamiento, la recíproca neutralización entre estatistas y privatistas ha suscitado el caso único del planeta, un país pletóricamente dotado que hace casi un siglo que retrograda. Hace 90 años que debatimos si el Estado nacional debe asumir un rol activo en la economía y demás planos de la vida nacional o si el sector privado debe ser el primer actor. La opción sigue abierta. Hace décadas que sucesivos gobiernos se empeñan en racionalizar el gasto público anunciando planes de austeridad y de estabilización que nunca culminan en coronarse con los resultados proclamados. Consecuentemente, ante la frustración resurgen las propuestas de volver al Estado omnipresente que exprime cada vez más a la Argentina productora de bienes y servicios, inversora de riesgo. Estos vaivenes se traducen en atraso.
No nos ponemos de acuerdo ni siquiera en algunos valores básicos. Por caso, no coincidimos si el orden y la ley son o no fundamentales para el progreso. Están quienes sostienen que ‘en el desorden hay vida’ y que los buenos jóvenes deben hacer lío. Contrasta esta postura con el manual que se aplica en casi toda la tierra: el orden es el amigo natural del progreso. La vigencia de la ley es la única garantía de igualdad e inclusión.
Otro asunto en que disentimos es en el valor del mérito. Se lo ha catalogado como elitista y anti igualitario en una inocultable apelación a la mediocridad como ‘solución’ para las iniquidades. El sentido común indica que el esfuerzo y el mérito deben ser alentados, pero entre nosotros se los tacha públicamente.
Recientemente, luego de que en 1994 reformamos la Constitución supuestamente para incorporar derechos de cuarta y quinta generación, el planteo reformista retorna a la primera escena ahora para enmendarle la plana a Montesquieu y su clásica división de poderes. Ya no necesitamos como garantía de control y de límites a un Poder Judicial independiente, sino que devendría en ‘servicios administrativos de justicia’ cual dependencia del Ejecutivo. Pasaría algo análogo que con los maestros que de aquellos guías sociales de principios del s.XX se han transformado en los proletarios de la educación. De segunda mamá a ‘trabajador de la educación’, una mutación en la que naufragó aquel timbre que nos distinguió en el mundo: el país periférico con mayor alfabetización del globo.
La grieta se encabalga en nuestra reticencia para darnos los verdaderos debates. Por ejemplo, ahora el Congreso está abocado a adoptar la nueva fórmula de actualización jubilatoria. Decidirá si esa ecuación incluye o no a la inflación como variable del ajuste periódico. Gambetea así la verdadera cuestión, esto es el sistema previsional quebrado porque el 50% de los trabajadores no están registrados y por ende no aportan ¿Qué sentido posee abordar el efecto y eludir las causas? ¿No deberíamos estar analizando a fondo cómo reducir la informalidad laboral, incluyendo las cargas tributarias que transforman a un trabajador en una hipoteca para su empleador?
La inflación no es sólo un flagelo económico y un factor disuasivo de la inversión. Es un síntoma de que nos embarga una anomia inocultable ¿Por qué cruzando nuestras fronteras, cualquiera de ellas, el índice anual de inflación no supera el 5% y acá hace medio siglo que padecemos un promedio de 45%, apenas con algunos breves intervalos sobre todo cuando se mantuvo la situación controlada a fuerza de ponerle un tapón. Que inexorablemente saltó una y otra vez por los aires. Desde “quien apuesta al dólar pierde” hasta el 1 a 1 pasando por la inflación cero de Gelbard.
¿Es posible superar la grieta? Si hacemos un fortísimo ejercicio de sinceridad y nos apeamos de prejuicios ideológicos – en otras palabras, si adoptamos el realismo como parámetro y actitud – podríamos formalizar acuerdos sustantivos que no pueden soslayar un punto de partida: cero concesión a la impunidad. Acá no saldremos con el cínico ‘borrón y cuenta nueva’. La nueva etapa histórica sobrevendrá cuando quienes traicionaron al país robándole salden sus deudas y resarzan los perjuicios ocasionados.
La grieta es entre decencia y corrupción. La honestidad deberá desplazar a las mafias. No hay otro modo de superar la grieta.
*Diputado nacional (Juntos por el Cambio, partido UNIR)
COLABORACIÓN: Dr. Francisco Benard
PrisioneroEnArgentina.com
Diciembre 20, 2020