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  Por Cyd Ollack.

Uno de los episodios más desgarradores de la Segunda Guerra Mundial fue la Marcha de la Muerte de Bataán, un traslado forzoso de prisioneros de guerra estadounidenses y filipinos por parte del Ejército Imperial Japonés en abril de 1942. Esta marcha constituye un testimonio conmovedor de la resistencia humana, la crueldad y los riesgos morales de la guerra, dejando una huella imborrable en la historia del cautiverio militar estadounidense.

Tras la rendición de las fuerzas estadounidenses y filipinas en la península de Bataán, Filipinas, aproximadamente 75.000 soldados, de los cuales unos 10.000 eran estadounidenses, cayeron en manos japonesas. Los captores, desprevenidos para manejar a un número tan grande, consideraron la rendición una deshonra y trataron a sus prisioneros con escasa dignidad y atención. A lo largo de seis días, los prisioneros de guerra fueron obligados a marchar casi 104 kilómetros desde Mariveles y Bagac hasta San Fernando en condiciones brutales.

La marcha se caracterizó por el calor extremo, el hambre, los abusos físicos y las ejecuciones sumarias. A los prisioneros se les negó comida y agua potable durante días. Cualquiera que se desplomara por agotamiento o enfermedad corría el riesgo de ser apuñalado con bayoneta o fusilado en el acto. Las tropas japonesas frecuentemente golpeaban o mataban a prisioneros de guerra por las infracciones más pequeñas, y los asesinatos al azar eran comunes. Los civiles que intentaban ayudar a los manifestantes eran igualmente castigados o asesinados, lo que agravaba el terror.

Aunque las estimaciones oficiales varían, se cree que entre 10.000 y 18.000 hombres murieron durante la marcha, muchos por deshidratación, enfermedad o violencia directa. El trauma psicológico fue igualmente devastador, ya que los sobrevivientes cargaron con el peso de esa marcha durante el resto de sus vidas.

La Marcha de la Muerte de Bataán se convirtió en un punto de encuentro tanto para las fuerzas estadounidenses como para los ciudadanos. Simbolizaba no solo la crueldad del enemigo, sino también la resiliencia y el sacrificio de los soldados aliados. En 1945, tras la derrota de Japón, varios comandantes japoneses asociados con la marcha fueron juzgados y ejecutados por crímenes de guerra, lo que reforzó el principio de responsabilidad del mando.

En las décadas transcurridas desde entonces, los sobrevivientes de la marcha —que se autodenominaban los Bastardos Combatientes de Bataán— trabajaron incansablemente para asegurar que su experiencia jamás se olvidara. Memoriales, ceremonias públicas y relatos históricos han mantenido viva la memoria. El evento ahora se estudia no solo como una atrocidad militar, sino como un caso de estudio sobre las leyes de la guerra, el trato a los prisioneros y la ética del mando.

En definitiva, la Marcha de la Muerte de Bataán subraya una oscura verdad de la guerra: que la brutalidad a menudo supera a la estrategia, y las vidas humanas pueden quedar relegadas a un segundo plano en el crisol de la conquista. Sin embargo, ante esta crueldad, la resistencia y la solidaridad entre los prisioneros también hablan de la capacidad del espíritu humano para la esperanza en condiciones inimaginables. Su historia no es solo una de sufrimiento, sino de honor ante la inhumanidad.

 


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Junio 25, 2025