Las fuentes principales sobre el nacimiento de Jesús son los Evangelios y estos nos ofrecen dos datos incompatibles. Por un lado, los evangelistas Mateo y Lucas fechan su nacimiento “en los días de Herodes el grande”. Este fue rey vasallo de Roma entre los años 37 y 4 a.C. -fechas que sí sabemos con exactitud por los registros romanos- y, según los evangelios, reinó todavía uno o dos años en vida de Jesús, que por lo tanto habría nacido el año 5 o 6 a.C.
El mismo Lucas señala que en el año de su nacimiento, el emperador Augusto ordenó realizar un censo de la población, del cual se encargó el gobernador de Siria, Publio Sulpicio Quirino. Pero el historiador Flavio Josefo sitúa este censo 37 años después de la batalla de Actium -que enfrentó a Octavio, el futuro Augusto, contra Marco Antonio y Cleopatra-, es decir, en el año 6 o 7 d.C.. Además, aunque Judea fuera un reino vasallo, seguía siendo gobernado por una dinastía autónoma y los súbditos pagaban sus tributos a su rey, no al emperador romano: sólo cuando se convirtió efectivamente en provincia romana en el 6 d.C. habría tenido sentido realizar tal censo. Entre los dos anclajes cronológicos que se dan para el nacimiento de Jesús, hay como mínimo una diferencia de diez años. Ateniéndonos al registro de Flavio Josefo y a las repetidas menciones al rey Herodes, es más seguro tomar como referencia válida la que señala el nacimiento en vida de este rey y, por lo tanto, situarlo alrededor del año 6 a.C..
La fecha incorrectamente considerada como año 1 fue establecida -ya fuera por accidente o intencionadamente- en el siglo VI por un monje bizantino llamado Dionisio el Exiguo, quien diseñó un nuevo sistema de datación de los años para separar la era pagana de la cristiana: el Anno Domini -“año del Señor”, es decir, del nacimiento de Jesús-, en sustitución de la datación romana ad Urbe condita -“desde la fundación de la ciudad”, es decir, de Roma. Según los registros históricos, lo más seguro es situar el nacimiento de Jesús en vida de Herodes el Grande, alrededor del año 6 a.C. Si el año de nacimiento de Jesús cuenta al menos con algunas referencias, no se puede decir lo mismo del día. El 25 de diciembre, la fecha elegida para celebrar su natalicio, es con toda seguridad una elección intencional, ya que ni siquiera las fuentes religiosas primarias mencionan tal día.
De hecho, en los primeros tiempos del cristianismo, la celebración de la natividad de Jesús -la Navidad- ni siquiera fue importante. La primera referencia al 25 de diciembre data de la época del emperador Constantino, quien legalizó la práctica del cristianismo. Sólo a partir de entonces el proselitismo de esta religión estuvo permitido y, con esto, surgió la preocupación por la conversión de la población pagana: es por ese motivo que mucha de la tradición cristiana está elaborada para ser fácilmente interpretada y aceptada por un público de cultura grecorromana. La elección del 25 de diciembre como fecha de la Navidad es una elección intencional para facilitar la conversión de la población romana al cristianismo. El 25 de diciembre ya era la fecha convencional cuando Dionisio el Exiguo elaboró su datación. La elección de este día se debía a que era la fiesta del Sol Invicto, un dios oriental que había sido elevado a culto oficial del Imperio por parte del emperador Aureliano a finales del siglo III. A partir del reinado de Constantino y especialmente de Teodosio -quien hizo del cristianismo la religión oficial- los esfuerzos de evangelización implicaron la superposición de las celebraciones cristianas a las paganas para facilitar la conversión. También con este fin se identificaron muchos aspectos del cristianismo y del propio Jesús con los dioses antiguos: la elección del Sol Invicto servía como metáfora de que Jesús era el nuevo “sol” que había venido a iluminar el mundo.
Lujosamente vestida no es novedad, pues desde hace años es la emperadora de la elegancia. Lánguidamente reclinada sobre su lecho opulento, rodeada de bellas cortesanas que se comparan con nereidas en torno de una Venus. Con lentitud Cleopatra acerca a su rostro una canastilla de flores y aspira su perfume. Entre las flores se empina un áspid que con certeza, en ataque instantáneo, clava sus colmillos en la tersa piel. ¡Una víbora entre las bellas flores! Sí. Ya lo sabía. Por eso las arrimó. Quiere morir. Y para convidarles la muerte a sus fieles cortesanas les pasa la cesta. El veneno es fulmíneo. En un instante va a morir. Pero un instante, al borde de la muerte, alcanza para recordar una vida. ¡Y si tendrá recuerdos la bella cleopatra! Vuelve a la mente la figura del padre, Tolomeo Auletes, de origen griego que ha adoptado las costumbres faraónicas y la hace casar con su hermano. Ella escapa a Siria. Debe preparar un ejército para volver, pero interrumpe la lucha la llegada de Julio Cesar que acaba de vencer a Pompeyo. Como ejecutor testamentario de su progenitor va a arbitrar entre los dos hermanos.
La bella debe hacer algo para volcarlo a su favor. Y se le ocurre presentársele envuelta en un tapiz para conversar mano a mano. Su belleza, su gracia y su ingenio lo deslumbran y lo enamoran al caudillo. Y ella, ¿qué va hacer. Si nació hermosa y embalada para el querer? Va a Roma y César hace colocar una estatua suya en el templo. Matan al Dictador. Vuelve a Egipto. Son los instantes de sus últimos suspiros. Los sublimes recuerdos, afiebrados de una vida, pasan inexorables a todo galope. Llega el triunviro Marco Antonio como juez severo a pedir cuentas de su postura en la guerra civil. Ella, reina de Egipto, va a su encuentro en barca dorada con velas purpuras, rodeadas de tañedores de lira y de doncellas que parecen ninfas. Otro amor frenético. Un año entre fiesta y placeres. A duras penas Antonio vuele a Roma a cumplir sus deberes. Tres años de ausencia. Es triste la ausencia pero buena porque hace más bello el reencuentro, que serán excursiones por las noches del Nilo y de breves inviernos en la intimidad de la lumbre. Y son tres nuevos hijos de este amor. Las evocaciones se amontonan como majada en la puerta del chiquero, pero no puede pasar por alto los días de la batalla de Accio, la derrota de Antonio, su error de clavarse un puñal suponiendo que ella había muerto, saber que está viva y restañar la sangre para ir a morir a su regazo. Ahora será Octavio el general que llega triunfal. Dicen que no hay dos sin tres, pero los subyugantes encantos de ella ahora fracasan. El rígido militar se muestra insensible. Concederá, por cortesía, que se la entierre junto a Antonio. Y el instante ya se acaba y ella morirá sin saberlo. Como se muere queda sin saber tampoco que a sus hijos, por piedad, los recogerá la viuda de Antonio. Y así es al amor fugaz y efímero como la muerte. La muerte de Cleopatra la Venus del amor.
Lujosamente vestida no es novedad, pues desde hace años es la emperadora de la elegancia.Lánguidamente reclinada sobre su lecho opulento, rodeada de bellas cortesanas que se comparan con nereidas en torno de una Venus. Con lentitud Cleopatra VII acerca a su rostro una canastilla de flores y aspira su perfume. Entre las flores se empina un áspid que con certeza, en ataque instantáneo, clava sus colmillos en la tersa piel.¡Una víbora entre las bellas flores!Sí.Ya lo sabía. Por eso las arrimó. Quiere morir. Y para convidarles la muerte a sus fieles cortesanas les pasa la cesta.El veneno es fulmíneo. En un instante va a morir. Pero un instante, al borde de la muerte, alcanza para recordar una vida. ¡Y si tendrá recuerdos la bella cleopatra! Vuelve a la mente la figura del padre, Tolomeo Auletes, que muere cuando ella tiene diecisiete años. Antes de morir, de origen griego pero con las costumbres faraónicas, la hace casar con su hermano, Tolomeo Dionysos, de nueve años.Ella quiere apartarlo del poder al mocoso pero los consejeros de él son hábiles. Colocan al pueblo en contra de ella que no tiene más remedio que escapar a Siria.Debe preparar un ejército para volver. Interrumpe la lucha la llegada de Julio Cesar que acaba de vencer a Pompeyo. Como ejecutor testamentario de Auletes va a arbitrar entre los dos hermanos.Pero a los enviados de ella los recibe con frialdad.Debe hacer algo para volcarlos a su favor. Y se le ocurre presentársele envuelta en un tapiz para conversar mano a mano. Su belleza, su gracia y su ingenio lo deslumbran y lo enamoran al caudillo. Y ella, ¿qué va hacer, si nació hermosa y embalada para el querer? Tienen un hijo, Cesarión. Va a Roma y César hace colocar una estatua suya en el templo.Matan al Dictador. Vuelve a Egipto.(Los recuerdos, afiebrados, pasan a todo galope). Llega el triunviro Marco Antonio como juez severo a pedir cuentas de su postura en la guerra civil.Ella, reina de Egipto, va a su encuentro en barca dorada con velas purpuras, rodeadas de tañedores de lira y de doncellas que parecen ninfas.Otro amor frenético.Un año entre fiesta y placeres.A duras penas Antonio vuele a Roma a cumplir sus deberes.Tres años de ausencia. Es triste la ausencia pero buena porque hace más bello el reencuentro, que serán excursiones por las noches del Nilo y de breves inviernos en la intimidad de la lumbre. Y son tres nuevos hijos de este amor.Las evocaciones se amontonan como majada en la puerta del chiquero. Pero no puede pasar por alto los días de la batalla de Accio, la derrota de Antonio.Su error de clavarse un puñal suponiendo que ella había muerto, saber que está viva y restañar la sangre para ir a morir a su regazo. Ahora será Octavio el general que llega triunfal.Dicen que no hay dos sin tres, pero los subyugantes encantos de ella ahora fracasan.El rígido militar se muestra insensible. Mañana concederá, por cortesía, que se la entierre junto a Antonio. Y el instante ya se acaba y ella morirá sin saberlo.Como se muere queda sin saber tampoco que a sus hijos, por piedad, los recogerá la viuda de Antonio. La Reina de Nilo quedara en la historia a través de todas las generaciones. Seguramente en algún viaje de sueño la pueda encontrar. Ella rememora y desentierra la belleza y la pasión.
¿Cuándo nació Jesucristo?
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Por Kelly Sweeney.
Las fuentes principales sobre el nacimiento de Jesús son los Evangelios y estos nos ofrecen dos datos incompatibles. Por un lado, los evangelistas Mateo y Lucas fechan su nacimiento “en los días de Herodes el grande”. Este fue rey vasallo de Roma entre los años 37 y 4 a.C. -fechas que sí sabemos con exactitud por los registros romanos- y, según los evangelios, reinó todavía uno o dos años en vida de Jesús, que por lo tanto habría nacido el año 5 o 6 a.C.
El mismo Lucas señala que en el año de su nacimiento, el emperador Augusto ordenó realizar un censo de la población, del cual se encargó el gobernador de Siria, Publio Sulpicio Quirino. Pero el historiador Flavio Josefo sitúa este censo 37 años después de la batalla de Actium -que enfrentó a Octavio, el futuro Augusto, contra Marco Antonio y Cleopatra-, es decir, en el año 6 o 7 d.C.. Además, aunque Judea fuera un reino vasallo, seguía siendo gobernado por una dinastía autónoma y los súbditos pagaban sus tributos a su rey, no al emperador romano: sólo cuando se convirtió efectivamente en provincia romana en el 6 d.C. habría tenido sentido realizar tal censo. Entre los dos anclajes cronológicos que se dan para el nacimiento de Jesús, hay como mínimo una diferencia de diez años. Ateniéndonos al registro de Flavio Josefo y a las repetidas menciones al rey Herodes, es más seguro tomar como referencia válida la que señala el nacimiento en vida de este rey y, por lo tanto, situarlo alrededor del año 6 a.C..
La fecha incorrectamente considerada como año 1 fue establecida -ya fuera por accidente o intencionadamente- en el siglo VI por un monje bizantino llamado Dionisio el Exiguo, quien diseñó un nuevo sistema de datación de los años para separar la era pagana de la cristiana: el Anno Domini -“año del Señor”, es decir, del nacimiento de Jesús-, en sustitución de la datación romana ad Urbe condita -“desde la fundación de la ciudad”, es decir, de Roma. Según los registros históricos, lo más seguro es situar el nacimiento de Jesús en vida de Herodes el Grande, alrededor del año 6 a.C. Si el año de nacimiento de Jesús cuenta al menos con algunas referencias, no se puede decir lo mismo del día. El 25 de diciembre, la fecha elegida para celebrar su natalicio, es con toda seguridad una elección intencional, ya que ni siquiera las fuentes religiosas primarias mencionan tal día.
De hecho, en los primeros tiempos del cristianismo, la celebración de la natividad de Jesús -la Navidad- ni siquiera fue importante. La primera referencia al 25 de diciembre data de la época del emperador Constantino, quien legalizó la práctica del cristianismo. Sólo a partir de entonces el proselitismo de esta religión estuvo permitido y, con esto, surgió la preocupación por la conversión de la población pagana: es por ese motivo que mucha de la tradición cristiana está elaborada para ser fácilmente interpretada y aceptada por un público de cultura grecorromana. La elección del 25 de diciembre como fecha de la Navidad es una elección intencional para facilitar la conversión de la población romana al cristianismo. El 25 de diciembre ya era la fecha convencional cuando Dionisio el Exiguo elaboró su datación. La elección de este día se debía a que era la fiesta del Sol Invicto, un dios oriental que había sido elevado a culto oficial del Imperio por parte del emperador Aureliano a finales del siglo III. A partir del reinado de Constantino y especialmente de Teodosio -quien hizo del cristianismo la religión oficial- los esfuerzos de evangelización implicaron la superposición de las celebraciones cristianas a las paganas para facilitar la conversión. También con este fin se identificaron muchos aspectos del cristianismo y del propio Jesús con los dioses antiguos: la elección del Sol Invicto servía como metáfora de que Jesús era el nuevo “sol” que había venido a iluminar el mundo.
PrisioneroEnArgentina.com
Enero 7, 2024
El Amor y la Belleza
Escribe Jorge B. Lobo Aragón.
Lujosamente vestida no es novedad, pues desde hace años es la emperadora de la elegancia. Lánguidamente reclinada sobre su lecho opulento, rodeada de bellas cortesanas que se comparan con nereidas en torno de una Venus. Con lentitud Cleopatra acerca a su rostro una canastilla de flores y aspira su perfume. Entre las flores se empina un áspid que con certeza, en ataque instantáneo, clava sus colmillos en la tersa piel. ¡Una víbora entre las bellas flores! Sí. Ya lo sabía. Por eso las arrimó. Quiere morir. Y para convidarles la muerte a sus fieles cortesanas les pasa la cesta. El veneno es fulmíneo. En un instante va a morir. Pero un instante, al borde de la muerte, alcanza para recordar una vida. ¡Y si tendrá recuerdos la bella cleopatra! Vuelve a la mente la figura del padre, Tolomeo Auletes, de origen griego que ha adoptado las costumbres faraónicas y la hace casar con su hermano. Ella escapa a Siria. Debe preparar un ejército para volver, pero interrumpe la lucha la llegada de Julio Cesar que acaba de vencer a Pompeyo. Como ejecutor testamentario de su progenitor va a arbitrar entre los dos hermanos.
La bella debe hacer algo para volcarlo a su favor. Y se le ocurre presentársele envuelta en un tapiz para conversar mano a mano. Su belleza, su gracia y su ingenio lo deslumbran y lo enamoran al caudillo. Y ella, ¿qué va hacer. Si nació hermosa y embalada para el querer? Va a Roma y César hace colocar una estatua suya en el templo. Matan al Dictador. Vuelve a Egipto. Son los instantes de sus últimos suspiros. Los sublimes recuerdos, afiebrados de una vida, pasan inexorables a todo galope. Llega el triunviro Marco Antonio como juez severo a pedir cuentas de su postura en la guerra civil. Ella, reina de Egipto, va a su encuentro en barca dorada con velas purpuras, rodeadas de tañedores de lira y de doncellas que parecen ninfas. Otro amor frenético. Un año entre fiesta y placeres. A duras penas Antonio vuele a Roma a cumplir sus deberes. Tres años de ausencia. Es triste la ausencia pero buena porque hace más bello el reencuentro, que serán excursiones por las noches del Nilo y de breves inviernos en la intimidad de la lumbre. Y son tres nuevos hijos de este amor. Las evocaciones se amontonan como majada en la puerta del chiquero, pero no puede pasar por alto los días de la batalla de Accio, la derrota de Antonio, su error de clavarse un puñal suponiendo que ella había muerto, saber que está viva y restañar la sangre para ir a morir a su regazo. Ahora será Octavio el general que llega triunfal. Dicen que no hay dos sin tres, pero los subyugantes encantos de ella ahora fracasan. El rígido militar se muestra insensible. Concederá, por cortesía, que se la entierre junto a Antonio. Y el instante ya se acaba y ella morirá sin saberlo. Como se muere queda sin saber tampoco que a sus hijos, por piedad, los recogerá la viuda de Antonio. Y así es al amor fugaz y efímero como la muerte. La muerte de Cleopatra la Venus del amor.
PrisioneroEnArgentina.com
Julio 19, 2017
LA REINA DEL NILO
Por Jorge B. Lobo Aragón.
Reflexión
Lujosamente vestida no es novedad, pues desde hace años es la emperadora de la elegancia. Lánguidamente reclinada sobre su lecho opulento, rodeada de bellas cortesanas que se comparan con nereidas en torno de una Venus. Con lentitud Cleopatra VII acerca a su rostro una canastilla de flores y aspira su perfume. Entre las flores se empina un áspid que con certeza, en ataque instantáneo, clava sus colmillos en la tersa piel. ¡Una víbora entre las bellas flores! Sí. Ya lo sabía. Por eso las arrimó. Quiere morir. Y para convidarles la muerte a sus fieles cortesanas les pasa la cesta. El veneno es fulmíneo. En un instante va a morir. Pero un instante, al borde de la muerte, alcanza para recordar una vida. ¡Y si tendrá recuerdos la bella cleopatra! Vuelve a la mente la figura del padre, Tolomeo Auletes, que muere cuando ella tiene diecisiete años. Antes de morir, de origen griego pero con las costumbres faraónicas, la hace casar con su hermano, Tolomeo Dionysos, de nueve años. Ella quiere apartarlo del poder al mocoso pero los consejeros de él son hábiles. Colocan al pueblo en contra de ella que no tiene más remedio que escapar a Siria. Debe preparar un ejército para volver. Interrumpe la lucha la llegada de Julio Cesar que acaba de vencer a Pompeyo. Como ejecutor testamentario de Auletes va a arbitrar entre los dos hermanos. Pero a los enviados de ella los recibe con frialdad. Debe hacer algo para volcarlos a su favor. Y se le ocurre presentársele envuelta en un tapiz para conversar mano a mano. Su belleza, su gracia y su ingenio lo deslumbran y lo enamoran al caudillo. Y ella, ¿qué va hacer, si nació hermosa y embalada para el querer? Tienen un hijo, Cesarión. Va a Roma y César hace colocar una estatua suya en el templo. Matan al Dictador. Vuelve a Egipto. (Los recuerdos, afiebrados, pasan a todo galope). Llega el triunviro Marco Antonio como juez severo a pedir cuentas de su postura en la guerra civil. Ella, reina de Egipto, va a su encuentro en barca dorada con velas purpuras, rodeadas de tañedores de lira y de doncellas que parecen ninfas. Otro amor frenético. Un año entre fiesta y placeres. A duras penas Antonio vuele a Roma a cumplir sus deberes. Tres años de ausencia. Es triste la ausencia pero buena porque hace más bello el reencuentro, que serán excursiones por las noches del Nilo y de breves inviernos en la intimidad de la lumbre. Y son tres nuevos hijos de este amor. Las evocaciones se amontonan como majada en la puerta del chiquero. Pero no puede pasar por alto los días de la batalla de Accio, la derrota de Antonio. Su error de clavarse un puñal suponiendo que ella había muerto, saber que está viva y restañar la sangre para ir a morir a su regazo. Ahora será Octavio el general que llega triunfal. Dicen que no hay dos sin tres, pero los subyugantes encantos de ella ahora fracasan. El rígido militar se muestra insensible. Mañana concederá, por cortesía, que se la entierre junto a Antonio. Y el instante ya se acaba y ella morirá sin saberlo. Como se muere queda sin saber tampoco que a sus hijos, por piedad, los recogerá la viuda de Antonio. La Reina de Nilo quedara en la historia a través de todas las generaciones. Seguramente en algún viaje de sueño la pueda encontrar. Ella rememora y desentierra la belleza y la pasión.
JORGE B. LOBO ARAGÓN