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  Por Karen Boyd.

Durante más de una década, la política china ha girado en torno a un solo hombre: Xi Jinping. Desde que asumió el liderazgo del Partido Comunista Chino (PCCh) en 2012, Xi ha consolidado su poder a un nivel sin precedentes desde Mao Zedong. Su mandato se ha caracterizado por amplias campañas anticorrupción, la represión de la sociedad civil, la modernización militar y una política exterior más asertiva. Sin embargo, a medida que Xi se acerca al ocaso de su carrera política, la cuestión de la sucesión cobra una gran importancia, y con ella, la trayectoria futura de la propia China.

El liderazgo de Xi ha desmantelado muchas de las normas informales que antaño regían la política de élite en China. Los límites de mandato se abolieron en 2018, lo que le permitió permanecer como presidente indefinidamente. No ha nombrado un sucesor claro, y su centralización de la autoridad ha debilitado las estructuras de liderazgo colectivo. Esta personalización del poder, si bien estabiliza a corto plazo, genera riesgos a largo plazo. En regímenes autoritarios, la sucesión suele ser un momento de peligro, y China no es la excepción.

Históricamente, las transiciones de liderazgo en China han estado plagadas de tensión. El traspaso de Hu Jintao a Xi estuvo precedido por rumores de intentos de golpe de Estado y purgas internas. Si bien Xi mantiene un fuerte control del poder, la ausencia de un sucesor designado aumenta la probabilidad de luchas internas entre facciones una vez que su salida sea inminente. La élite del PCCh podría comenzar a maniobrar para instalar a leales o desafiar el legado de Xi, lo que podría desestabilizar el panorama político.

En el ámbito nacional, una China post-Xi podría enfrentar presiones para recalibrar su modelo de gobernanza. El énfasis de Xi en el control estatal de la economía ha frenado la innovación y alejado a los empresarios privados. Su represión de la disidencia y las libertades digitales ha sofocado a la sociedad civil. Un nuevo líder podría intentar revertir algunas de estas políticas para restaurar el dinamismo económico y la estabilidad social. Como alternativa, el PCCh podría redoblar sus esfuerzos por el autoritarismo para mantener la continuidad y reprimir la disidencia durante la transición.

En el escenario global, la salida de Xi podría reconfigurar la política exterior china. Bajo su liderazgo, China ha adoptado una postura más confrontativa: ha expandido su presencia militar en el Mar de China Meridional, ha intensificado los ejercicios militares cerca de Taiwán y se ha alineado más estrechamente con Rusia. Un sucesor podría optar por suavizar la imagen de China para reparar las tensas relaciones con Occidente, especialmente si aumentan las presiones económicas. Sin embargo, el sentimiento nacionalista y las ambiciones estratégicas están profundamente arraigados en la visión del mundo del PCCh, lo que hace improbable un cambio drástico.

Estados Unidos y sus aliados deben actuar con cautela. Si bien las perturbaciones internas pueden tentar a las potencias extranjeras a explotar la vulnerabilidad de China, la historia sugiere que la intromisión en la política sucesoria suele ser contraproducente. En cambio, es esencial una estrategia de interacción cautelosa y preparación para múltiples resultados.

En resumen, la China posterior a Xi Jinping estará marcada por el legado de su gobierno centralizado y las incertidumbres de la sucesión. Que la transición conduzca a reformas, reducciones o inestabilidad dependerá de la capacidad del PCCh para gestionar las rivalidades internas y las presiones externas. El mundo debería observar de cerca, no sólo quién viene después, sino cómo China decide evolucionar más allá de la sombra de su líder moderno más dominante.

 


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Agosto 9, 2025