Esta parábola de Claude-Frédéric Bastiat apareció por primera vez en su ensayo de 1850 “Lo que se ve y lo que no se ve”. Se ha convertido en una pieza fundamental del pensamiento libertario. Se vuelve a publicar con reverencia y gratitud hacia el gran economista y filósofo francés, a quien el teórico económico Joseph Schumpeter describió como “el periodista económico más brillante que jamás haya existido”.
¿Ha presenciado alguna vez la furia de ese ciudadano honrado, James Goodfellow, cuando su hijo incorregible rompe un cristal? Si ha presenciado este espectáculo, seguramente también habrá observado que los espectadores, aunque sean treinta, parecen ofrecer de común acuerdo al desafortunado propietario el mismo consuelo: “Es un mal viento que a nadie le trae algo bueno. Estos accidentes mantienen en marcha la industria. Todo el mundo tiene que ganarse la vida. ¿Qué sería de los vidrieros si nadie rompiera nunca una ventana?”.
Ahora bien, esta fórmula de condolencias encierra toda una teoría que conviene denunciar en flagrante delito en este caso tan sencillo, puesto que es exactamente la misma que, por desgracia, subyace a la mayoría de nuestras instituciones económicas.
Supongamos que costará seis francos reparar el daño. Si usted quiere decir que el accidente da seis francos de estímulo a la mencionada industria, estoy de acuerdo. No lo discuto en absoluto; su razonamiento es correcto. El vidriero vendrá, hará su trabajo, recibirá seis francos, se felicitará y bendecirá en su corazón al niño descuidado. Eso es lo que se ve.
Pero si, por vía de deducción, usted concluye, como sucede con demasiada frecuencia, que es bueno romper ventanas, que ayuda a la circulación del dinero, que resulta en un estímulo para la industria en general, me veo obligado a exclamar: ¡Eso no es posible! Su teoría se detiene en lo que se ve. No tiene en cuenta lo que no se ve.
No se ve que, puesto que nuestro ciudadano ha gastado seis francos en una cosa, no podrá gastarlos en otra. No se ve que, si no hubiera tenido que reemplazar un cristal, hubiera reemplazado, por ejemplo, sus zapatos gastados o hubiera añadido un libro más a su biblioteca. En una palabra, hubiera dado a sus seis francos un uso para el que ahora no los tendrá.
Consideremos ahora la industria en general. Si se rompe el cristal, la industria del vidrio recibe seis francos de estímulo; esto es lo que se ve.
Si no se hubiera roto el cristal, la industria del calzado (o cualquier otra) habría recibido seis francos de estímulo; esto es lo que no se ve.
Y si tuviéramos en cuenta lo que no se ve, porque es un factor negativo, así como lo que se ve, porque es un factor positivo, comprenderíamos que no hay ningún beneficio para la industria en general ni para el empleo nacional en su conjunto, tanto si se rompen las ventanas como si no.
Consideremos ahora a James Goodfellow.
En la primera hipótesis, la de la ventana rota, gasta seis francos y tiene, ni más ni menos que antes, el disfrute de una ventana.
En la segunda hipótesis, aquella en la que el accidente no se produjo, habría gastado seis francos en zapatos nuevos y habría tenido el disfrute de un par de zapatos, así como de una ventana.
Ahora bien, si James Goodfellow forma parte de la sociedad, debemos concluir que la sociedad, considerando sus trabajos y sus placeres, ha perdido el valor de la ventana rota.
De donde, generalizando, llegamos a esta conclusión inesperada: «La sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente», y a este aforismo que pondrá los pelos de punta a los proteccionistas: «Romper, destruir, disipar no es fomentar el empleo nacional», o, más brevemente: «La destrucción no es rentable».
¿Qué dirán a esto el Moniteur industriel, o los discípulos del estimable M. de Saint-Chamans, que ha calculado con tanta precisión lo que la industria ganaría con el incendio de París, a causa de las casas que habría que reconstruir?
Lamento desbaratar sus ingeniosos cálculos, sobre todo porque su espíritu ha pasado a nuestra legislación. Pero le ruego que los vuelva a empezar, anotando lo que no se ve en el libro de cuentas junto a lo que se ve.
El lector debe esforzarse en observar que no sólo hay dos personas, sino tres, en el pequeño drama que he presentado. Uno, James Goodfellow, representa al consumidor, reducido por la destrucción a un solo goce en lugar de dos. El otro, bajo la figura del vidriero, nos muestra al productor cuya industria se ve estimulada por el accidente.
El tercero es el zapatero (o cualquier otro fabricante) cuya industria se ve desalentada por la misma causa. Es este tercero que siempre está en la sombra y que, personificando lo que no se ve, es un elemento esencial del problema. Es él quien nos hace comprender lo absurdo que es ver un beneficio en la destrucción.
Es él quien pronto nos enseñará que es igualmente absurdo ver un beneficio en la restricción del comercio, que, después de todo, no es nada más ni nada menos que una destrucción parcial. Así pues, si se llega al fondo de todos los argumentos esgrimidos en favor de las medidas restriccionistas, se encontrará sólo una paráfrasis de ese cliché tan común: “¿Qué sería de los vidrieros si nadie rompiera nunca ningún vidrio?”
La ventana rota
○
Por Heather MacDonnell.
Esta parábola de Claude-Frédéric Bastiat apareció por primera vez en su ensayo de 1850 “Lo que se ve y lo que no se ve”. Se ha convertido en una pieza fundamental del pensamiento libertario. Se vuelve a publicar con reverencia y gratitud hacia el gran economista y filósofo francés, a quien el teórico económico Joseph Schumpeter describió como “el periodista económico más brillante que jamás haya existido”.
¿Ha presenciado alguna vez la furia de ese ciudadano honrado, James Goodfellow, cuando su hijo incorregible rompe un cristal? Si ha presenciado este espectáculo, seguramente también habrá observado que los espectadores, aunque sean treinta, parecen ofrecer de común acuerdo al desafortunado propietario el mismo consuelo: “Es un mal viento que a nadie le trae algo bueno. Estos accidentes mantienen en marcha la industria. Todo el mundo tiene que ganarse la vida. ¿Qué sería de los vidrieros si nadie rompiera nunca una ventana?”.
Ahora bien, esta fórmula de condolencias encierra toda una teoría que conviene denunciar en flagrante delito en este caso tan sencillo, puesto que es exactamente la misma que, por desgracia, subyace a la mayoría de nuestras instituciones económicas.
Supongamos que costará seis francos reparar el daño. Si usted quiere decir que el accidente da seis francos de estímulo a la mencionada industria, estoy de acuerdo. No lo discuto en absoluto; su razonamiento es correcto. El vidriero vendrá, hará su trabajo, recibirá seis francos, se felicitará y bendecirá en su corazón al niño descuidado. Eso es lo que se ve.
Pero si, por vía de deducción, usted concluye, como sucede con demasiada frecuencia, que es bueno romper ventanas, que ayuda a la circulación del dinero, que resulta en un estímulo para la industria en general, me veo obligado a exclamar: ¡Eso no es posible! Su teoría se detiene en lo que se ve. No tiene en cuenta lo que no se ve.
No se ve que, puesto que nuestro ciudadano ha gastado seis francos en una cosa, no podrá gastarlos en otra. No se ve que, si no hubiera tenido que reemplazar un cristal, hubiera reemplazado, por ejemplo, sus zapatos gastados o hubiera añadido un libro más a su biblioteca. En una palabra, hubiera dado a sus seis francos un uso para el que ahora no los tendrá.
Consideremos ahora la industria en general. Si se rompe el cristal, la industria del vidrio recibe seis francos de estímulo; esto es lo que se ve.
Si no se hubiera roto el cristal, la industria del calzado (o cualquier otra) habría recibido seis francos de estímulo; esto es lo que no se ve.
Y si tuviéramos en cuenta lo que no se ve, porque es un factor negativo, así como lo que se ve, porque es un factor positivo, comprenderíamos que no hay ningún beneficio para la industria en general ni para el empleo nacional en su conjunto, tanto si se rompen las ventanas como si no.
Consideremos ahora a James Goodfellow.
En la primera hipótesis, la de la ventana rota, gasta seis francos y tiene, ni más ni menos que antes, el disfrute de una ventana.
En la segunda hipótesis, aquella en la que el accidente no se produjo, habría gastado seis francos en zapatos nuevos y habría tenido el disfrute de un par de zapatos, así como de una ventana.
Ahora bien, si James Goodfellow forma parte de la sociedad, debemos concluir que la sociedad, considerando sus trabajos y sus placeres, ha perdido el valor de la ventana rota.
De donde, generalizando, llegamos a esta conclusión inesperada: «La sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente», y a este aforismo que pondrá los pelos de punta a los proteccionistas: «Romper, destruir, disipar no es fomentar el empleo nacional», o, más brevemente: «La destrucción no es rentable».
¿Qué dirán a esto el Moniteur industriel, o los discípulos del estimable M. de Saint-Chamans, que ha calculado con tanta precisión lo que la industria ganaría con el incendio de París, a causa de las casas que habría que reconstruir?
Lamento desbaratar sus ingeniosos cálculos, sobre todo porque su espíritu ha pasado a nuestra legislación. Pero le ruego que los vuelva a empezar, anotando lo que no se ve en el libro de cuentas junto a lo que se ve.
El lector debe esforzarse en observar que no sólo hay dos personas, sino tres, en el pequeño drama que he presentado. Uno, James Goodfellow, representa al consumidor, reducido por la destrucción a un solo goce en lugar de dos. El otro, bajo la figura del vidriero, nos muestra al productor cuya industria se ve estimulada por el accidente.
El tercero es el zapatero (o cualquier otro fabricante) cuya industria se ve desalentada por la misma causa. Es este tercero que siempre está en la sombra y que, personificando lo que no se ve, es un elemento esencial del problema. Es él quien nos hace comprender lo absurdo que es ver un beneficio en la destrucción.
Es él quien pronto nos enseñará que es igualmente absurdo ver un beneficio en la restricción del comercio, que, después de todo, no es nada más ni nada menos que una destrucción parcial. Así pues, si se llega al fondo de todos los argumentos esgrimidos en favor de las medidas restriccionistas, se encontrará sólo una paráfrasis de ese cliché tan común: “¿Qué sería de los vidrieros si nadie rompiera nunca ningún vidrio?”
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Setiembre 9, 2024