Sentimiento Resurgente: Por Qué Algunos Rusos Quieren la Devolución de Alaska

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 Por Seth Bowles.

“Alaska es Nuestra”

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En un giro de nostalgia histórica y geopolítica moderna, un creciente coro de nacionalistas y propagandistas rusos está reavivando los llamados a la devolución de Alaska, un estado estadounidense que antaño formó parte del Imperio Ruso. Este sentimiento, que durante mucho tiempo estuvo latente en el discurso ruso, ha cobrado renovada visibilidad en medio de las crecientes tensiones con Occidente y la próxima cumbre Trump-Putin en Anchorage.

Alaska fue vendida a Estados Unidos en 1867 por 7,2 millones de dólares, una transacción que muchos rusos ahora consideran un error estratégico. La venta se produjo tras la derrota de Rusia en la Guerra de Crimea y su deseo de deshacerse de un puesto avanzado remoto y costoso antes de que Gran Bretaña pudiera apoderarse de él. Sin embargo, algunas voces rusas modernas afirman que el territorio fue simplemente arrendado, no vendido, una teoría que los historiadores descartan por infundada.

Esta narrativa revisionista se ha amplificado en los últimos años a través de la cultura popular y la retórica política. Una canción patriótica lanzada en 1991 por la banda Lyuba, titulada “Don’t Fool Around, America”, exigía la devolución de “nuestra querida Alaska”. La canción, antaño una peculiar reliquia del nacionalismo postsoviético, ha resurgido en los medios rusos como símbolo de un anhelo más amplio de restauración imperial.

La próxima cumbre entre el expresidente estadounidense Donald Trump y el presidente ruso Vladimir Putin, programada para el 15 de agosto en una base militar de Alaska, ha avivado aún más la controversia. Funcionarios rusos han enfatizado la importancia simbólica de mantener conversaciones en una región a la que aún se refieren como “la América rusa”. El asesor de Putin, Yury Ushakov, señaló que la proximidad de Alaska a Rusia la convierte en un escenario lógico para la diplomacia, mientras que otros funcionarios han sugerido que el estado representa intereses árticos compartidos, propicios para la cooperación.

Pero bajo el barniz diplomático se esconde una corriente ideológica más profunda. Los propagandistas rusos han presentado cada vez más a Alaska, junto con Crimea y otros antiguos territorios, como “tierras históricas rusas” injustamente separadas de la patria. Dmitri Medvédev, expresidente ruso y actual subdirector del Consejo de Seguridad, bromeó en 2024 afirmando que la guerra con Estados Unidos podría ser “inevitable” si no se devuelve Alaska.

La obsesión con Alaska no es meramente retórica. Medios de comunicación rusos han publicado historias alternativas que sugieren que Estados Unidos estafó a Rusia para que se quedara con el territorio. Algunos escritores nacionalistas culpan al zar Nicolás II de la venta, acusándolo de estar manipulado por conspiraciones extranjeras. Un monumento de granito negro en Crimea incluso insta a las futuras generaciones a reclamar Alaska, vinculando simbólicamente la región con la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014.

A pesar del fervor, los expertos advierten que la idea de reclamar Alaska es más un mito que una política. “Es en parte teoría, en parte deseo”, afirmó el historiador Andrei Znamenski, señalando que estas narrativas tienden a cobrar fuerza durante períodos de tensión nacional o conflicto internacional.

Mientras Trump y Putin se preparan para reunirse a la sombra de este contexto histórico, Alaska se convierte en algo más que un simple escenario: es un símbolo de la memoria en disputa, la ambición imperial y el perdurable poder del mito en la configuración de la geopolítica moderna. Ya sea que la cumbre genere avances diplomáticos o profundice las divisiones, una cosa está clara: el legado de Alaska sigue resonando a través del estrecho de Bering.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Agosto 21, 2025


 

A cien años de la Revolución Rusa

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Por Mauricio Ortín

 

A cien años del primer experimento de aplicación práctica de la teoría marxista, que impidió la democracia y culminó en estalinismo

 

 

Si por Revolución Rusa se entiende la caída del régimen autocrático zarista a manos de aquellos que intentaron, sin éxito, establecer un sistema republicano de gobierno, entonces dicho acontecimiento debió celebrar su centenario el mes de marzo pasado (febrero en el calendario juliano). Si, en cambio y como es moneda corriente, se llama revolución al golpe de Estado (contrarrevolucionario) de la facción bolchevique contra la democracia en ciernes que se había iniciado en marzo, la fecha se corre para el 7 de noviembre (25 de octubre del calendario juliano). El zar Nicolás II y la dinastía Romanov fueron expulsados del poder por el gobierno provisional surgido del consenso de los partidos políticos en marzo de 1917. Lenin, Trotsky, Kamenev, Zinoviev y las principales figuras bolcheviques, para esa época se encontraban fuera de Rusia, a miles de kilómetros del lugar donde se desarrollaban los hechos, la ciudad de San Petersburgo.

Un conjunto de factores explosivos se conjugó entre marzo y noviembre de 1917. En las grandes ciudades, el reclamo de elementales derechos individuales se hacía sentir; por su parte, los pueblos no rusos subyugados al imperio pugnaban por su independencia; el campesinado (que constituía la mayoría de la población) exigía una reforma agraria que los hiciera propietarios; por último y fundamentalmente, el rechazo generalizado a un conflicto bélico que diezmaba a la población y la sumía en la miseria (la Primera Guerra Mundial). El zar Nicolás II, pésimo militar, contribuyó eficientemente a la debacle al asumir el  mando de sus ejércitos. En el frente interno político tuvo similar  desempeño  al permitir la intromisión del monje Rasputín en los cruciales asuntos de Estado. Lo que desvaneció, entre propios, la poca autoridad que le quedaba. Rota la cadena de mandos, el ejército de andrajosos y famélicos entró en disolución. Los soldados mataban a sus jefes para desertar en masa y regresar a sus aldeas en estado de conmoción. Nicolás II abdicó y el gobierno provisional de Kerensky intentó construir poder y detener  el desbande militar exhortando al patriotismo guerrero. Era lo último que querían oír los que estaban o venían del frente. El poder se encontraba  al garete y, como siempre en estos casos, a merced de la facción que pudiera organizar una fuerza represora lo suficientemente brutal, dadas las circunstancias, que impusiera  el codiciado orden para dar por finalizada  la angustia que genera el vacío de poder.
Lenin, el líder de los bolcheviques, había esperado esta oportunidad toda su vida. No la desaprovecharía. Supo interpretar como ninguno el desconcertante caos político-social y sacar las conclusiones correctas en relación a lo que se debía decir y hacer para tomar “el cielo por asalto”. Prometió, en caso de acceder al poder, entregar la tierra a los campesinos; conceder la autonomía a los pueblos no rusos que la demandaran; y, principalmente, declarar unilateralmente el fin de la guerra. Tales promesas no fueron suficientes para ganar la adhesión de las mayorías (los bolcheviques siempre fueron minoría); sin embargo, tuvieron el efecto de posicionarlos, de hecho, en la dirección de los acontecimientos. No fueron las masas las que tomaron el Palacio de Invierno, sede del gobierno provisional, sino un comando bolchevique que no encontró resistencia. El primer experimento marxista había comenzado. Lenin, Trotsky y los bolcheviques aplicarían su diseño de ingeniería social a 130 millones de personas como si fueran conejillos de indias. El ineludible exterminio hasta sus cenizas del capitalismo “criminal” daría paso al “hombre nuevo” que el “profeta de Tréveris” (Marx) había anunciado. Nada era más importante ni nadie debía interponerse ante semejante objetivo y para ello contaban con una herramienta: “el terror de masas”. La primera medida del gobierno de Lenin fue la creación de la Cheka: la policía secreta con amplísimos poderes y casi sin límite legal alguno dirigida por el comisario Feliks Dzerzhinski. Su función, “suprimir y liquidar” todo acto “contrarrevolucionario” o “desviacionista”. Entre 1918 y 1922, durante el “Terror Rojo”, la Cheka asesinó a un millón de personas por motivos políticos o religiosos (la Rusia zarista ejecutó entre 1825 y 1917 a 6.321 personas). Como la revolución tampoco era compatible con la libertad de prensa se amordazó a la oposición. Lenin falleció en 1924. Le sucedió el siniestro Stalin: el esteta del terror que hizo de éste un sofisticado arte.

La Revolución Rusa (bolchevique) se ha convertido en un tipo clásico del golpe de Estado. Tiene la virtud de mostrar cómo un conjunto relativamente minoritario de políticos profesionales, dado un contexto de conmoción social, puede, si actúa con decisión, audacia y absoluta falta de escrúpulos, adueñarse  del poder frente a una mayoría de pusilánimes.  La puesta en práctica de las ideas de Marx devino en tragedia bíblica para los millones de rusos, ucranianos, cosacos, tártaros, georgianos que, asesinados, torturados, esclavizados en los Gulag o simplemente cautivos del régimen, las sufrieron. Eso y no otra cosa fue la tristemente célebre Revolución Rusa. Ello, sin embargo, no ha sido óbice para que los que se consideran  de izquierda continúen  presumiendo de superioridad moral. Es que, el marxismo, aunque lo simule, no es una ciencia sino una fe. En ese sentido la Revolución Rusa es un ejemplo más de las consecuencias amargas de mezclar religión y política.-

 


PrisioneroEnArgentina.com

Octubre 20, 2017