El país necesita moderación. Nada que ver con tibieza. Sí, con el equilibrio que debe poseer un dirigente. Todos los dirigentes. Por eso el título consigna ‘planeros’ y no vagos. En rigor, lo más perverso del creciente asistencialismo es su efecto venenoso contra la cultura del trabajo y consecuentemente su resultado devastador de la dignidad personal de millones de argentinos.
Eso del equilibrio amerita una nota. Existen interpretaciones en el sentido de que la crisis fenomenal que sufriremos en la pos pandemia inducirá a que los pueblos aúpen posturas extremistas, desde antiglobalistas hasta autoritarismos de variada laya. Las referencias que brindan algunos datos del estado de ánimo de las gentes de diversos lugares del mundo indican, afortunadamente, que la tendencia es hacia la mesura. Gana la templanza. Es lo que indican encuestas de dos países principales, Francia y Alemania. Los partidos ultristas como ‘Reunión Nacional’ de Marine Le Pen o sus cofrades alemanes no crecen en el desbarajuste. Podría inferirse que los pueblos razonan que no hay que agregar más tormentas a las tempestades. Empero, eso no significa que se acepte seguir haciendo lo mismo o afrontar lo que viene pasivamente o con meras ‘fotos’ carentes de sustancia. Entre nosotros el añejo ‘que parezca un cambio para que nada cambie’ es un mecanismo del que se ha abusado. Así nos va. Es un inservible trasto. Por ello, actitudes conciliadoras no pueden confundirse con connivencia con el estado ruinoso de las cosas de nuestro país.
Recientemente el ministerio de la Producción – gran nombre para una penosa realidad en la materia – editó una publicidad en la que subraya como ‘logro’ que el Estado ‘asiste a 21 millones de argentinos’. Con pronóstico alcista, apunto. Eso no es un éxito, sino una colosal derrota de aquel emprendedurismo argentino – esa pujanza privada – que nos hizo el país-promesa planetario a fines del siglo XIX. Por ese camino asistencialista vamos directo al país pobre, paradojalmente en una de las comarcas político-geográficas mejor dotadas del orbe.
En 2004 teníamos 1.900.000 empleados públicos. Hoy son 4 millones. En 2007 el gasto público era el 24,5% del PBI. Hoy es el 45%, en alza. En 1984 se distribuía la caja del plan alimentario nacional a 300 mil personas. Hoy, entre planes, cooperativas y un variopinto sistema de ayudas, son casi 9 millones los argentinos que reciben una asignación sin obligación de contraprestación laboral.
Quien conoce las entretelas del sistema sabe que las ‘cooperativas’ son mayoritariamente artificios para percibir un ingreso proveniente de las arcas fiscales. Es innegable que la política del pobrismo ha sido ‘eficaz’, pues ha dado como resultado una creciente pobreza -¿45%? Pero si se persiste en continuarla, la perspectiva es literal y desgraciadamente sombría. ‘Igualitaria’, pero en pobreza para todos.
No se saldrá con ‘cooperativas’ ni con el ‘sistema de economía popular’, sino con inversiones de capital. A lo sumo, esas cooperativas podrán funcionar como complementos, sobre todo para quienes han quedado marginados por falta de entrenamiento para el trabajo o por un sistema educativo que permitió que queden afuera.
El capitalismo moderno, inversor, el que asume riesgos, el que no se ampara en las prebendas ni en el amiguismo – mucho menos en las redes mafiosas -, es el único capaz de promover un rumbo de prosperidad general. El partido de gobierno debería dar una señal al país: eliminar de su marcha el párrafo “combatiendo al capital”. Sería algo casi tan trascendente como cuando en Europa los partidos Socialistas suprimieron de sus programas las tesis de Carlos Marx de lucha de clases y de que los capitales son siempre de naturaleza explotadora de los obreros.
El presupuesto para recursos asistenciales es descomunal. Es momento para producir una transformación histórica: asignar ese dinero a las pymes nuevas o a las que se amplíen. No para capital de trabajo, sino para pagar salarios. Los mismos fondos que hoy se dedican a ‘ayuda’ deben aplicarse a abonar remuneraciones laborales. ¿De quiénes? De los asistidos de hoy que pasarán a ser los dignos trabajadores de mañana.
Este será un mayúsculo cambio. Trocará el eje decadente en derredor del cual nos vamos descomponiendo por uno de progreso en serio.
El país no se resignó a no cambiar cuando votó en octubre pasado. Entendió que había una reforma distinta para poner a ‘la Argentina de pie’. No puede errarse en esto. No se sufragó para volver, sino para ir. Por eso, quienes se empecinan en atrasar están incurriendo un inmenso error.
Esta crisis da una oportunidad como pocas para poner fin al cáncer de los planes asistenciales y en su lugar abrirle gran cauce al regreso a la cultura del trabajo. Se puede hacer sin gastar un peso más que el que hoy se eroga. Sólo es necesaria una elevación de la mirada y una decisión genuinamente patriótica.
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Por Alberto Asseff*
El país necesita moderación. Nada que ver con tibieza. Sí, con el equilibrio que debe poseer un dirigente. Todos los dirigentes. Por eso el título consigna ‘planeros’ y no vagos. En rigor, lo más perverso del creciente asistencialismo es su efecto venenoso contra la cultura del trabajo y consecuentemente su resultado devastador de la dignidad personal de millones de argentinos.
Eso del equilibrio amerita una nota. Existen interpretaciones en el sentido de que la crisis fenomenal que sufriremos en la pos pandemia inducirá a que los pueblos aúpen posturas extremistas, desde antiglobalistas hasta autoritarismos de variada laya. Las referencias que brindan algunos datos del estado de ánimo de las gentes de diversos lugares del mundo indican, afortunadamente, que la tendencia es hacia la mesura. Gana la templanza. Es lo que indican encuestas de dos países principales, Francia y Alemania. Los partidos ultristas como ‘Reunión Nacional’ de Marine Le Pen o sus cofrades alemanes no crecen en el desbarajuste. Podría inferirse que los pueblos razonan que no hay que agregar más tormentas a las tempestades. Empero, eso no significa que se acepte seguir haciendo lo mismo o afrontar lo que viene pasivamente o con meras ‘fotos’ carentes de sustancia. Entre nosotros el añejo ‘que parezca un cambio para que nada cambie’ es un mecanismo del que se ha abusado. Así nos va. Es un inservible trasto. Por ello, actitudes conciliadoras no pueden confundirse con connivencia con el estado ruinoso de las cosas de nuestro país.
Recientemente el ministerio de la Producción – gran nombre para una penosa realidad en la materia – editó una publicidad en la que subraya como ‘logro’ que el Estado ‘asiste a 21 millones de argentinos’. Con pronóstico alcista, apunto. Eso no es un éxito, sino una colosal derrota de aquel emprendedurismo argentino – esa pujanza privada – que nos hizo el país-promesa planetario a fines del siglo XIX. Por ese camino asistencialista vamos directo al país pobre, paradojalmente en una de las comarcas político-geográficas mejor dotadas del orbe.
En 2004 teníamos 1.900.000 empleados públicos. Hoy son 4 millones. En 2007 el gasto público era el 24,5% del PBI. Hoy es el 45%, en alza. En 1984 se distribuía la caja del plan alimentario nacional a 300 mil personas. Hoy, entre planes, cooperativas y un variopinto sistema de ayudas, son casi 9 millones los argentinos que reciben una asignación sin obligación de contraprestación laboral.
Quien conoce las entretelas del sistema sabe que las ‘cooperativas’ son mayoritariamente artificios para percibir un ingreso proveniente de las arcas fiscales. Es innegable que la política del pobrismo ha sido ‘eficaz’, pues ha dado como resultado una creciente pobreza -¿45%? Pero si se persiste en continuarla, la perspectiva es literal y desgraciadamente sombría. ‘Igualitaria’, pero en pobreza para todos.
No se saldrá con ‘cooperativas’ ni con el ‘sistema de economía popular’, sino con inversiones de capital. A lo sumo, esas cooperativas podrán funcionar como complementos, sobre todo para quienes han quedado marginados por falta de entrenamiento para el trabajo o por un sistema educativo que permitió que queden afuera.
El capitalismo moderno, inversor, el que asume riesgos, el que no se ampara en las prebendas ni en el amiguismo – mucho menos en las redes mafiosas -, es el único capaz de promover un rumbo de prosperidad general. El partido de gobierno debería dar una señal al país: eliminar de su marcha el párrafo “combatiendo al capital”. Sería algo casi tan trascendente como cuando en Europa los partidos Socialistas suprimieron de sus programas las tesis de Carlos Marx de lucha de clases y de que los capitales son siempre de naturaleza explotadora de los obreros.
El presupuesto para recursos asistenciales es descomunal. Es momento para producir una transformación histórica: asignar ese dinero a las pymes nuevas o a las que se amplíen. No para capital de trabajo, sino para pagar salarios. Los mismos fondos que hoy se dedican a ‘ayuda’ deben aplicarse a abonar remuneraciones laborales. ¿De quiénes? De los asistidos de hoy que pasarán a ser los dignos trabajadores de mañana.
Este será un mayúsculo cambio. Trocará el eje decadente en derredor del cual nos vamos descomponiendo por uno de progreso en serio.
El país no se resignó a no cambiar cuando votó en octubre pasado. Entendió que había una reforma distinta para poner a ‘la Argentina de pie’. No puede errarse en esto. No se sufragó para volver, sino para ir. Por eso, quienes se empecinan en atrasar están incurriendo un inmenso error.
Esta crisis da una oportunidad como pocas para poner fin al cáncer de los planes asistenciales y en su lugar abrirle gran cauce al regreso a la cultura del trabajo. Se puede hacer sin gastar un peso más que el que hoy se eroga. Sólo es necesaria una elevación de la mirada y una decisión genuinamente patriótica.
*Diputado nacional (UNIR-Juntos por el Cambio)
PrisioneroEnArgentina.com
Julio 14, 2020