No había tierras en el pueblo, por ello es por lo que decidieron caminar los veinte kilómetros hasta el viejo cementerio de los vagabundos. La joven viuda, a quién quisieron disfrazar de negro, apenas soportaba el dolor al acarrear la vieja y pesada calculadora. Mientras tipeaba los números, agradecía lo que en otros tiempos maldijo. La avaricia de su esposo ahora estaba de su lado, siempre y cuando se pudiera deshacer de Primo, el segundo hijo de un matrimonio anterior del finado, quién sin dudas lucharía por la herencia. Estaba segura de que Segundo, el primer hijo, no iba a presentar problemas. El se arreglaba con un poco de afecto. Y ella tenía mucho para dar, siempre y cuando no fuera algo que no quería.
La joven viuda volvió su rostro en busca de la procesión. Sumergida en su futuro, les había dejado cien metros atrás. Sin despegar la vista de la pantalla de signos verde dólar, retiró la anilla de la lata de cerveza que había atesorado entre sus ropas y la vació de un solo trago.
Quienes cargaban el sarcófago, debieron dejarlo en el polvoriento camino para abrir las puertas de la casa final. Pasó la viuda y los mismos jóvenes, una vez más depositando cajón mortuorio en el piso, cerraron los portones. Ellos mismos tuvieron que cavar la tumba y ellos mismos lo situaron allí.
-Estamos aquí para unir en santo…
El cura se interrumpió. Miró a su alrededor y, ya que nadie prestaba atención, decidió continuar:
-Para despedir y celebrar la vida de… de… de… ¿Cómo se llamaba el malogrado?
Todos bajaron la vista tratando de ser excusados. Primo siempre le había llamado viejo rata. Segundo, simplemente Papá. Y su mejor amigo, el señor de la esquina, nunca había sido presentado formalmente. La joven viuda pareció congelarse ante la mirada penetrante de los concurrentes. Ella metió la mano en la cartera y al encender un cigarrillo vio un resumen de cuenta del banco. Luego de posar sus ojos en el balance financiero una y otra vez, dio a conocer el nombre del occiso.
-Único Primo -dijo la mujer
Mientras el sacerdote celebraba la vida y la muerte de Único Primo, Primo, el segundo hijo, maldecía por llamarse Primo Primo y Segundo, el hijo mayor, descubría que su apellido era Primo. En silencio, mientras arrojaba las cenizas de su cigarrillo en la fosa, la joven viuda soñaba despierta con los lugares que conocería y de los lujos de disfrutaría en su nueva vida sin pareja. Tal distracción le privó de alejarse del cura, quién apenas culminó con su servicio, se aproximó a la afligida dama.
– ¿Y qué va a hacer con semejante fortuna, hija…? Es una gran responsabilidad. No se olvide que el difunto era un gran cristiano…
La mujer aspiró la última bocanada de humo y apagó el cigarrillo en la calderilla de agua bendita del cura, a quién tomó por los hombros dirigiéndose a la entrada sin que aún el sarcófago fuera cubierto de tierra. Destapó ahora una botella de cerveza y apretó los hombros del religioso.
-No se preocupe, padre. A fin de mes, cuando cese tanto dolor, lo voy a visitar a la parroquia para una donación…
Aliviado, el cura intentó sin éxito abrir los portones. Apoyó su humanidad sobre una puerta, tratando de abrir la otra con ambas manos. La joven viuda lo apartó, pero fracasó en su aspiración. Los jóvenes, asustados por la aproximación de la noche, tiraron las palas y corrieron a la entrada. Todos fallaron. Primo y Segundo, con más aplomo, agitaron las puertas hacia atrás, adelante, arriba y abajo una y otra vez, para ceder ante el cansancio.
La novel enlutada abrió una helada lata de cerveza y la vació a través de su garganta. Con un cigarrillo en la comisura de sus labios, agitó levemente -aunque molesta- los hierros del portón. Se rindió y pensó que, si su extinto marido no hubiera sido tan amarrete, su teléfono no estaría desconectado, para así pedir ayuda.
Desencantada, decidió encuestar a los presentes, encontrándose que nadie portaba un teléfono. ¿Es que todos vivían del bolsillo de su marido?
-Pero el Padrecito tiene -delató uno de los portadores del féretro, ante la mirada desesperada del clérigo.
La viuda extendió su mano y el canónigo no tuvo más que acceder.
-Sea breve, mi niña -sollozó el párroco -no lo paga Dios…
Durante los instantes en que la mujer hacia el llamado, los hombres hermanaron fuerzas, pero las puertas no se movieron.
– ¿Vendrá alguien a rescatarnos? -preguntó Primo Primo.
La mujer devolvió el teléfono sin agradecer.
– ¿Rescatarnos? Yo solo me pedí unas cervezas con el delivery…
-No importa -dijo el prelado pese al malestar -le pedimos al muchacho del delivery que vaya a buscar al bombero o a alguien…
La mujer hurgó entre sus ropas por la última botella de cerveza, la destapó con los dientes y entre eructo y eructo, sació su sed. Ya envuelta en una leve borrachera, hasta el fraile parecía atractivo. Lo que era cierto, de tanto sacar mercadería de entre sus ropas, su vestido se había ajustado revelando una inquietante figura. Si los jóvenes del cajón no hubieran estado tan asustados, tal vez tratarían de avanzar sobre la viuda. Los hermanos Primo estaban ocupados tratando de limar la cerradura de la puerta con un peine. El monje se debatía entre dejar los hábitos o dejar los hábitos sobre unos arbustos.
Rendidos, los hermanos Primo se dejaron caer en el piso. La noche los abrazó. Mañana sería otro día.
La joven viuda no lucía tan bien. Por suerte para ella, encontró una última botella de cerveza en un lugar que ya había olvidado. Mientras bebía, cruzó miradas con Primo. Sabía que su vida corría peligro. Primo quería quedarse con todo. Las propiedades, el dinero y hasta -quizás- el último sorbo de cerveza. Apuró el trago hasta finalizar el contenido sin detenerse a pensar que le alivianaba el camino. Ahora, los inmuebles y la cuenta bancaria eran los objetivos. La viuda debía decidir y debía hacerlo rápidamente. Aliarse con alguien y correr el riesgo de perder toda su fortuna o pelear sola contra las garras de Primo. El juego final estaba cerca. La cerveza se había acabado. Y el muchacho del delivery no llegaba. Con la lápida de Dolores Marone (O Morrone), nacida en 1909 y fallecida en 1944, improvisó una mesa con la ayuda de cuatro fémures que por allí había encontrado y dos tumbas de mármol que oficiaron como asientos.
-Como te sentirías si tuvieras que cometer un asesinato? -dijo la viuda sin preámbulos.
-Asesinato? ¿Como matar a alguien? -preguntó uno de los transportadores, quien perdió su lugar por hacer las preguntas equivocadas.
– ¿Y usted? ¿Usted que dice?
El amigo del finado se quitó las gotas de sudor de su frente con un ramo de claveles marchitos. Arqueó las cejas y se apartó de ella negando con la cabeza. La idea era prometedora, pero el esfuerzo para llevarla a cabo era desesperanzador.
-Caín y Abel -dijo la joven.
Segundo asintió sonriendo. La viuda encontró su primer candidato.
Quién si se preparó para la entrevista fue el eclesiástico. No solo cubrió su calvicie con los tres largos pelos que se desprendían de sus patillas, sino que robo un par de gladiolos para decorar sus ojales.
-Asesinato no, hija, Eso es pecado. Pero bien Primo podría sufrir un accidente. Esas cosas pasan.
Sin que Segundo supiera del vicario, y sin que el abate supiera del primero de los Primo, la joven viuda apuró los planes. Los improvisados sicarios operarían por su cuenta, en la clandestinidad. Lo único que ella debía hacer era esperar el envío de cerveza y mantenerse alejada de Primo. El diácono y Segundo eran sus hombres. Sin saberlo, los otros jóvenes fueron descartados.
De allí en más se sucedieron una serie de extraños eventos. Una cruz de hierro cayó cerca de Primo. Una serpiente casi muerde a la viuda mientras dormía la siesta. Agua bendita cayó sobre la humanidad de menor de los Primo, pero fue solo refrescante.
-Padre -reclamó la mujer -usted no tiene ni idea…
Mientras los jóvenes trataban de destrozar la puerta de entrada con ángeles de yeso, Primo y su madrastra intercambiaban fuegos sin acertar al enemigo. Debido al esfuerzo, el ungido creyó haber sufrido un par de ataques cardíacos y desistió. No hay suficiente dinero en el mundo para compensar el trabajar tanto. Segundo resolvió tomarse una pausa prolongada. Su hermano, acostumbrado a la vida fácil, concluyó que la lucha no era para él. Con los cabellos embrollados, su investidura rasgada pero el animo invicto de saberse la gran vencedora, la joven viuda solo tenía un gran inconveniente. El cementerio la mantenía esclava. Nunca podría salir de allí, aún siendo poseedora de una inmensa riqueza. Los días se perderían y las noches, la nada. Ya desesperada, comenzó a golpear los hierros de la puerta hasta hacer sangrar sus puños. La abertura no cedió.
La piel comenzaba a ponerse dura y los cabellos grises, Las hojas verdes se desprendieron de los arboles formando un colchón dorado que cubrió pasillos y canteros. La joven viuda lo vio todo y sospecho más.
Minutos más tarde, el muchacho del delivery hizo derrapar su bicicleta junto a la entrada del camposanto. Extrajo las cervezas de una heladera de telgopor y las apoyó sobre la pared de menos de un metro que rodeaba la necrópolis. Extendió su mano aguardando la propina.
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Por MARÍA FERREYRA KUSSMAN
Mohandas K. Gandhi
No había tierras en el pueblo, por ello es por lo que decidieron caminar los veinte kilómetros hasta el viejo cementerio de los vagabundos. La joven viuda, a quién quisieron disfrazar de negro, apenas soportaba el dolor al acarrear la vieja y pesada calculadora. Mientras tipeaba los números, agradecía lo que en otros tiempos maldijo. La avaricia de su esposo ahora estaba de su lado, siempre y cuando se pudiera deshacer de Primo, el segundo hijo de un matrimonio anterior del finado, quién sin dudas lucharía por la herencia. Estaba segura de que Segundo, el primer hijo, no iba a presentar problemas. El se arreglaba con un poco de afecto. Y ella tenía mucho para dar, siempre y cuando no fuera algo que no quería.
La joven viuda volvió su rostro en busca de la procesión. Sumergida en su futuro, les había dejado cien metros atrás. Sin despegar la vista de la pantalla de signos verde dólar, retiró la anilla de la lata de cerveza que había atesorado entre sus ropas y la vació de un solo trago.
Quienes cargaban el sarcófago, debieron dejarlo en el polvoriento camino para abrir las puertas de la casa final. Pasó la viuda y los mismos jóvenes, una vez más depositando cajón mortuorio en el piso, cerraron los portones. Ellos mismos tuvieron que cavar la tumba y ellos mismos lo situaron allí.
-Estamos aquí para unir en santo…
El cura se interrumpió. Miró a su alrededor y, ya que nadie prestaba atención, decidió continuar:
-Para despedir y celebrar la vida de… de… de… ¿Cómo se llamaba el malogrado?
Todos bajaron la vista tratando de ser excusados. Primo siempre le había llamado viejo rata. Segundo, simplemente Papá. Y su mejor amigo, el señor de la esquina, nunca había sido presentado formalmente. La joven viuda pareció congelarse ante la mirada penetrante de los concurrentes. Ella metió la mano en la cartera y al encender un cigarrillo vio un resumen de cuenta del banco. Luego de posar sus ojos en el balance financiero una y otra vez, dio a conocer el nombre del occiso.
-Único Primo -dijo la mujer
Mientras el sacerdote celebraba la vida y la muerte de Único Primo, Primo, el segundo hijo, maldecía por llamarse Primo Primo y Segundo, el hijo mayor, descubría que su apellido era Primo. En silencio, mientras arrojaba las cenizas de su cigarrillo en la fosa, la joven viuda soñaba despierta con los lugares que conocería y de los lujos de disfrutaría en su nueva vida sin pareja. Tal distracción le privó de alejarse del cura, quién apenas culminó con su servicio, se aproximó a la afligida dama.
– ¿Y qué va a hacer con semejante fortuna, hija…? Es una gran responsabilidad. No se olvide que el difunto era un gran cristiano…
La mujer aspiró la última bocanada de humo y apagó el cigarrillo en la calderilla de agua bendita del cura, a quién tomó por los hombros dirigiéndose a la entrada sin que aún el sarcófago fuera cubierto de tierra. Destapó ahora una botella de cerveza y apretó los hombros del religioso.
-No se preocupe, padre. A fin de mes, cuando cese tanto dolor, lo voy a visitar a la parroquia para una donación…
Aliviado, el cura intentó sin éxito abrir los portones. Apoyó su humanidad sobre una puerta, tratando de abrir la otra con ambas manos. La joven viuda lo apartó, pero fracasó en su aspiración. Los jóvenes, asustados por la aproximación de la noche, tiraron las palas y corrieron a la entrada. Todos fallaron. Primo y Segundo, con más aplomo, agitaron las puertas hacia atrás, adelante, arriba y abajo una y otra vez, para ceder ante el cansancio.
La novel enlutada abrió una helada lata de cerveza y la vació a través de su garganta. Con un cigarrillo en la comisura de sus labios, agitó levemente -aunque molesta- los hierros del portón. Se rindió y pensó que, si su extinto marido no hubiera sido tan amarrete, su teléfono no estaría desconectado, para así pedir ayuda.
Desencantada, decidió encuestar a los presentes, encontrándose que nadie portaba un teléfono. ¿Es que todos vivían del bolsillo de su marido?
-Pero el Padrecito tiene -delató uno de los portadores del féretro, ante la mirada desesperada del clérigo.
La viuda extendió su mano y el canónigo no tuvo más que acceder.
-Sea breve, mi niña -sollozó el párroco -no lo paga Dios…
Durante los instantes en que la mujer hacia el llamado, los hombres hermanaron fuerzas, pero las puertas no se movieron.
– ¿Vendrá alguien a rescatarnos? -preguntó Primo Primo.
La mujer devolvió el teléfono sin agradecer.
– ¿Rescatarnos? Yo solo me pedí unas cervezas con el delivery…
-No importa -dijo el prelado pese al malestar -le pedimos al muchacho del delivery que vaya a buscar al bombero o a alguien…
La mujer hurgó entre sus ropas por la última botella de cerveza, la destapó con los dientes y entre eructo y eructo, sació su sed. Ya envuelta en una leve borrachera, hasta el fraile parecía atractivo. Lo que era cierto, de tanto sacar mercadería de entre sus ropas, su vestido se había ajustado revelando una inquietante figura. Si los jóvenes del cajón no hubieran estado tan asustados, tal vez tratarían de avanzar sobre la viuda. Los hermanos Primo estaban ocupados tratando de limar la cerradura de la puerta con un peine. El monje se debatía entre dejar los hábitos o dejar los hábitos sobre unos arbustos.
Rendidos, los hermanos Primo se dejaron caer en el piso. La noche los abrazó. Mañana sería otro día.
La joven viuda no lucía tan bien. Por suerte para ella, encontró una última botella de cerveza en un lugar que ya había olvidado. Mientras bebía, cruzó miradas con Primo. Sabía que su vida corría peligro. Primo quería quedarse con todo. Las propiedades, el dinero y hasta -quizás- el último sorbo de cerveza. Apuró el trago hasta finalizar el contenido sin detenerse a pensar que le alivianaba el camino. Ahora, los inmuebles y la cuenta bancaria eran los objetivos. La viuda debía decidir y debía hacerlo rápidamente. Aliarse con alguien y correr el riesgo de perder toda su fortuna o pelear sola contra las garras de Primo. El juego final estaba cerca. La cerveza se había acabado. Y el muchacho del delivery no llegaba. Con la lápida de Dolores Marone (O Morrone), nacida en 1909 y fallecida en 1944, improvisó una mesa con la ayuda de cuatro fémures que por allí había encontrado y dos tumbas de mármol que oficiaron como asientos.
-Como te sentirías si tuvieras que cometer un asesinato? -dijo la viuda sin preámbulos.
-Asesinato? ¿Como matar a alguien? -preguntó uno de los transportadores, quien perdió su lugar por hacer las preguntas equivocadas.
– ¿Y usted? ¿Usted que dice?
El amigo del finado se quitó las gotas de sudor de su frente con un ramo de claveles marchitos. Arqueó las cejas y se apartó de ella negando con la cabeza. La idea era prometedora, pero el esfuerzo para llevarla a cabo era desesperanzador.
-Caín y Abel -dijo la joven.
Segundo asintió sonriendo. La viuda encontró su primer candidato.
Quién si se preparó para la entrevista fue el eclesiástico. No solo cubrió su calvicie con los tres largos pelos que se desprendían de sus patillas, sino que robo un par de gladiolos para decorar sus ojales.
-Asesinato no, hija, Eso es pecado. Pero bien Primo podría sufrir un accidente. Esas cosas pasan.
Sin que Segundo supiera del vicario, y sin que el abate supiera del primero de los Primo, la joven viuda apuró los planes. Los improvisados sicarios operarían por su cuenta, en la clandestinidad. Lo único que ella debía hacer era esperar el envío de cerveza y mantenerse alejada de Primo. El diácono y Segundo eran sus hombres. Sin saberlo, los otros jóvenes fueron descartados.
De allí en más se sucedieron una serie de extraños eventos. Una cruz de hierro cayó cerca de Primo. Una serpiente casi muerde a la viuda mientras dormía la siesta. Agua bendita cayó sobre la humanidad de menor de los Primo, pero fue solo refrescante.
-Padre -reclamó la mujer -usted no tiene ni idea…
Mientras los jóvenes trataban de destrozar la puerta de entrada con ángeles de yeso, Primo y su madrastra intercambiaban fuegos sin acertar al enemigo. Debido al esfuerzo, el ungido creyó haber sufrido un par de ataques cardíacos y desistió. No hay suficiente dinero en el mundo para compensar el trabajar tanto. Segundo resolvió tomarse una pausa prolongada. Su hermano, acostumbrado a la vida fácil, concluyó que la lucha no era para él. Con los cabellos embrollados, su investidura rasgada pero el animo invicto de saberse la gran vencedora, la joven viuda solo tenía un gran inconveniente. El cementerio la mantenía esclava. Nunca podría salir de allí, aún siendo poseedora de una inmensa riqueza. Los días se perderían y las noches, la nada. Ya desesperada, comenzó a golpear los hierros de la puerta hasta hacer sangrar sus puños. La abertura no cedió.
La piel comenzaba a ponerse dura y los cabellos grises, Las hojas verdes se desprendieron de los arboles formando un colchón dorado que cubrió pasillos y canteros. La joven viuda lo vio todo y sospecho más.
Minutos más tarde, el muchacho del delivery hizo derrapar su bicicleta junto a la entrada del camposanto. Extrajo las cervezas de una heladera de telgopor y las apoyó sobre la pared de menos de un metro que rodeaba la necrópolis. Extendió su mano aguardando la propina.
PrisioneroEnArgentina.com
Mayo 6, 2020