Hace tantos años, que ya no quiero recordar, pero fue durante el tiempo que había empezado a frecuentar a Oscar (hoy, mi esposo, mañana -si llega a leer esta historia- tal vez deje de serlo)
Mi familia decidió pasar la celebración de fin de año asistiendo a un concierto en cuya banda mi primo Anthony tocaba la pandereta. Todos estaban orgullosos de lo bien que el primo Anthony tocaba la pandereta. De todas maneras, con la rebeldía de mi juventud, decidí quedarme en casa aceptando la transición de casete a reproductor de CD. Adiós a cintas que se rompían y hola a un sonido diferente, sobre todo para mi que esa noche, en vez de escuchar el monocorde ruido del primo Anthony, me deleitaría con el ritmo de Michael Jackson y, por supuesto, una botella de vino blanco. En la cama.
Una botella se transformó en dos y el bueno de Michael comenzó a desafinar como nuca antes lo había hecho.
Desde luego, la soledad de la noche, tristes canciones del rey del pop y el elixir francés hicieron efecto rápidamente y la melancolía es una mala compañera.
Tomé mi agenda y llamé a Oscar aún sabiendo que estaba en casa de sus padres. Recordemos que los teléfonos celulares no eran moneda corriente y los dedos influenciados por el alcohol nunca serán confiables.
No sé y nunca sabré con quien hablé pensando que era Oscar, pero el caliente diálogo con este buen señor terminó con un “estaré en tu casa en diez minutos”, aunque seguramente colgué el auricular antes de que quien pensé que era Oscar preguntara donde vivía yo.
Salté de la cama, dejé la puerta del apartamento abierta y me introduje bajo la lluvia, disfracé mi cara con un exagerado (pensando que era sexy) maquillaje, anudé un moño de seda rojo alrededor de mi cuello y al sentir ruido en la sala, hice mi entrada triunfal con el mejor traje de la Eva bíblica que una mujer jamás hubiera podido vestir. (O no vestir)
A este punto, es claro que no tengo que anunciar que mi entera familia, y somos más de treinta, estaba en el apartamento, que la puerta del baño se cerró tras de mi y el vapor la trabó, que los almohadones para cubrir mi desnudez estaban muy lejos, que tampoco mis manos alcanzaban a tapar mis partes privadas, que mis pequeños sobrinos preguntaban que tenía su tía entre las piernas (Eran los 80s, éramos más salvajes…) y que toda la civilización occidental estaba allí, excepto Oscar.
Mi madre, aunque disfrutando, me cubrió con su abrigo, mi tío Herman insistía en que probara los restos de pescado frito que no pudo terminar en el concierto y mi bisabuela Georgia, quien recientemente había cumplido 98 años, me cedió su asiento.
Seguramente usted habrá tenido celebraciones de fin de año con resultados peores y sería interesante para mí poder escucharlo algún día, pero fin de año se aproxima rápidamente y ya estoy llegando tarde a mi cita con la depiladora.
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Por Vida Bolt.
Hace tantos años, que ya no quiero recordar, pero fue durante el tiempo que había empezado a frecuentar a Oscar (hoy, mi esposo, mañana -si llega a leer esta historia- tal vez deje de serlo)
Mi familia decidió pasar la celebración de fin de año asistiendo a un concierto en cuya banda mi primo Anthony tocaba la pandereta. Todos estaban orgullosos de lo bien que el primo Anthony tocaba la pandereta. De todas maneras, con la rebeldía de mi juventud, decidí quedarme en casa aceptando la transición de casete a reproductor de CD. Adiós a cintas que se rompían y hola a un sonido diferente, sobre todo para mi que esa noche, en vez de escuchar el monocorde ruido del primo Anthony, me deleitaría con el ritmo de Michael Jackson y, por supuesto, una botella de vino blanco. En la cama.
Una botella se transformó en dos y el bueno de Michael comenzó a desafinar como nuca antes lo había hecho.
Desde luego, la soledad de la noche, tristes canciones del rey del pop y el elixir francés hicieron efecto rápidamente y la melancolía es una mala compañera.
Tomé mi agenda y llamé a Oscar aún sabiendo que estaba en casa de sus padres. Recordemos que los teléfonos celulares no eran moneda corriente y los dedos influenciados por el alcohol nunca serán confiables.
No sé y nunca sabré con quien hablé pensando que era Oscar, pero el caliente diálogo con este buen señor terminó con un “estaré en tu casa en diez minutos”, aunque seguramente colgué el auricular antes de que quien pensé que era Oscar preguntara donde vivía yo.
Salté de la cama, dejé la puerta del apartamento abierta y me introduje bajo la lluvia, disfracé mi cara con un exagerado (pensando que era sexy) maquillaje, anudé un moño de seda rojo alrededor de mi cuello y al sentir ruido en la sala, hice mi entrada triunfal con el mejor traje de la Eva bíblica que una mujer jamás hubiera podido vestir. (O no vestir)
A este punto, es claro que no tengo que anunciar que mi entera familia, y somos más de treinta, estaba en el apartamento, que la puerta del baño se cerró tras de mi y el vapor la trabó, que los almohadones para cubrir mi desnudez estaban muy lejos, que tampoco mis manos alcanzaban a tapar mis partes privadas, que mis pequeños sobrinos preguntaban que tenía su tía entre las piernas (Eran los 80s, éramos más salvajes…) y que toda la civilización occidental estaba allí, excepto Oscar.
Mi madre, aunque disfrutando, me cubrió con su abrigo, mi tío Herman insistía en que probara los restos de pescado frito que no pudo terminar en el concierto y mi bisabuela Georgia, quien recientemente había cumplido 98 años, me cedió su asiento.
Seguramente usted habrá tenido celebraciones de fin de año con resultados peores y sería interesante para mí poder escucharlo algún día, pero fin de año se aproxima rápidamente y ya estoy llegando tarde a mi cita con la depiladora.
PrisioneroEnArgentina.com
Diciembre 31, 2021