¿ARGENTINA INVERTEBRADA? (Final)

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  Por Juan C. Sánchez Arnau (Economista y diplomático)

Una lección elemental de economía nos dice que ninguna sociedad puede consumir por adelantado más de lo que produce, a menos que se endeude y adelante inversiones con la posibilidad de aumentar su producción y cancelar más adelante las deudas de hoy con la mayor producción de mañana. La inflación es el resultado de un consumo anticipado sin contar con los medios para financiarlo. A menudo los gobiernos creen que pueden financiarlo o que pueden transferir hacia adelante la amortización de las deudas. La historia de cualquier país -y de la Argentina en particular- nos muestra que esa concepción es falsa. Ya sea porque llega un día que por razones ajenas no hay más posibilidad de renovar los préstamos o porque la acumulación de amortización del capital más intereses llega a un punto en el que se agota la capacidad de renovar la deuda. Es cuando llega el temido “ajuste” y el país paga o reduce su deuda cediendo activos o disminuyendo el consumo para poder generar un excedente que aplica a la cancelación de deuda.

Estas pautas de conducta, atento lo extenso del período bajo el que hemos vivido en inflación, se han ido consolidando y han devenido en la conducta habitual de los argentinos. Ni somos conscientes que nos dominan, tan adentradas están en nuestra conducta cotidiana. La inflación permanente invita a gastar por anticipado, a endeudarse y a refugiar los ahorros en bienes y monedas con precios estables. Al mismo tiempo, los gobiernos, también se pliegan a estas conductas y procuran atender las demandas de la comunidad y sus reclamos de satisfacción de sus “derechos” gastando por encima de sus recursos o endeudándose. En todo caso, los resultados son siempre los mismos: cuando no hay una crisis cambiaria porque no alcanzan las divisas, hay déficit fiscal y endeudamiento, o insuficiencia de recursos para atender los vencimientos de la deuda. La moneda es solo transaccional y no portadora de valor, lo que la hace inútil para el ahorro.

En ese contexto, cada sector de la sociedad (o cada individuo o cada familia) trata de sobrevivir de la mejor manera, en un juego de ganancia cero, en el que más bien pierden todos. Y lo primero que se pierde es la cohesión social, y el sentido de pertenencia al todo queda limitado a lo mítico. Así el país vive de crisis en crisis y en decadencia permanente. El país queda invertebrado.

Por ese camino llegamos a la hiperinflación y de allí solo pudimos salir, transitoriamente, gracias a la convertibilidad. Fue una salida virtuosa, permitió una rápida reconstrucción de la economía sobre nuevas bases. La estabilidad monetaria y la ausencia de inflación lo hicieron posible. Obviamente esto generó grandes y dolorosos cambios, pero por primera vez en varios decenios la pobreza descendió por debajo del 20% y ello a pesar de que, al mismo tiempo, no hubo capacidad para generar los empleos que se necesitaban para hacer frente al aumento de Población Económicamente Activa que provocó la estabilidad.

Así y todo, nos enamoramos de la convertibilidad y confundimos una herramienta para salir de la inestabilidad por un sistema monetario permanente. Podría haberlo sido, pero habría precisado otro contexto político porque desde la política volvimos a romper la estabilidad por la vía del endeudamiento y la filosofía del “piloto automático”. El final ya lo conocemos. La implosión de la convertibilidad generó un gran caos institucional y un desastre social al que contribuyó la decisión de la Suprema Corte de Justicia de avalar la “pesificación”. Como en 1930 el máximo tribunal volvió a romper el contrato social. Esta vez no fue convalidando el quiebre del orden constitucional, lo hizo quebrando el sistema monetario. Es decir, rompió el contrato que unía a los ciudadanos con el Estado a través de la moneda. Puso así en duda la validez de la norma fundamental de cualquier contrato social. Si el pacto básico no se respeta, la anomia pasa a ser la norma y se debilita la legitimidad de todo el sistema jurídico.

Para Ortega, la solución al problema que enfrentaba España pasaba por reencontrar la fuerza que fuese capaz de galvanizar al pueblo y llevarlo a una nueva etapa de consolidación del cuerpo social. Y ese era el rol del Estado. “El Estado ante todo”. El Estado colectivista de la URSS y el Nuevo Estado del fascismo emergente le daban posiblemente el ejemplo de lo que quería para España. En realidad, se lo dio el “franquismo” que con el “Tercer Reich” completaron el cuarteto de modelos de Estados con la capacidad de cohesionar por la vía de la fuerza y la coerción a la sociedad. Conocemos el costo social y el resultado final de los cuatro como para apartarnos rápidamente de aquella idea. El Estado tiene un rol para jugar en la conducción de un proceso de trasformación, planificando, arbitrando, promoviendo, pero nunca siendo el motor político de la transformación ni la fuerza que galvanizará a la sociedad para reencontrar su cohesión.

Pensemos en nuestra Argentina de hoy. Sumida en un proceso inflacionario sin precedentes, sin crédito ni moneda, endeudada y con un historial de mal pagador que no debe tener parangón en el mundo. El nuestro es el país, después de Venezuela, que más demandas ha acumulado en los tribunales internacionales por violar los pactos que el país firmó. Hasta llegar recientemente a lograr la proeza de que a menos de un año de haber completado la renegociación de gran parte de la deuda externa el riesgo país ya estuviera por encima del nivel previo a la renegociación y los bonos argentinos hayan sido incluidos en la categoría de “stand alone”. Y en lo interno, divididos por una “grieta” presuntamente ideológica, entre una activa minoría que una vez encumbrada en el Estado lo ha usado para promover el clientelismo, el capitalismo de amigos y un grado de corrupción e ineficiencia en el manejo de la cosa pública que supera a cualquier caso anterior, en un país cuya historia está recorrida por el hilo de la corrupción. La realidad no reconoce esa grieta. El país está dividido y ha perdido la cohesión social porque los años de inflación lo han dividido entre “ganadores” y “perdedores”, división que la pandemia y las políticas seguidas para hacerle frente han ahondado aún más. Pero no son dos grandes bloques, primero porque en realidad, mirando la evolución del nivel de ingreso, “perdedores” han sido todos los argentinos. Segundo, porque entre unos y otros también hay muchas categorías y grupos diferentes, cuyos mecanismos de supervivencia y capitalización difieren marcadamente. Cuarenta por ciento de la población vive en la informalidad, un porcentaje mayor en la pobreza, la clase media, que se suponía que era la argamasa de la cohesión de una sociedad con mecanismos de ascenso social está social y cuantitativamente en declinación, los sectores más favorecidos han comenzado por sacar sus ahorros del país y muchos de sus hijos lo abandonan.

Setenta años de demagogia e inflación han terminado con el próspero país de ayer. El “pobrismo” vino a completar la tarea y la presunta ideología de los ocupantes del poder presentan ante la sociedad un relato que no resiste el más elemental análisis histórico ni económico, pero que ha cooptado a una parte de la sociedad, en muchos casos por necesidad; en otros, por falta de alternativas. ¿Hay salida?

Sí que la hay, y va a venir por la vía democrática, no por la de la ocupación del Estado y su trasformación en el ente que galvanizará a la sociedad y las ayudará a reencontrar su cohesión y fortaleza. Quizás sea después de una nueva crisis económica o de una crisis institucional. Tenemos que hacer todo lo posible para evitar ambas. Y trabajar duramente en cambio, para convencer a diversos sectores de la sociedad, que debemos reencontrar el camino de la racionalidad en el manejo de la cosa pública y en el de la economía familiar.

Tenemos por delante tiempos que no queremos llamar de “ajuste”, pero que serán de frugalidad y sensatez, de productividad y ahorro (hace no mucho Remes Lenicov recordaba el ejemplo del mismo Perón en 1952 pidiendo a los trabajadores el aumento de la productividad y del ahorro) para que pueda haber inversión, para que se termine el déficit fiscal y el endeudamiento, para que el país recupere el crédito, para poder invertir y no para atender el gasto político o los negocios de los amigos. Va a haber que pasar por un túnel, por tiempos de cambios y reacomodamientos, por un acostumbramiento a la lógica de la estabilidad. No todos vamos a ser “ganadores”, en toda sociedad hay “perdedores” pero se trata de que sean los menos y de que para ellos también haya un lugar digno en la sociedad. Un gran sociólogo norteamericano decía que una sociedad eficiente es aquella que también sabe construir un refugio para los “perdedores”. Pero el conjunto de la sociedad será la que saldrá ganando: el país volverá a crecer, la estabilidad lo permitirá rápidamente porque nos sobran las riquezas humanas y naturales. Esas mismas que hoy, por ideología e ineficiencia, no sabemos ni defender de la depredación ajena.

No somos una sociedad que pueda ser gobernada por una minoría ilustrada como pedía Henrique Cardozo, la élite de Ortega. Precisamos más: una clase dirigente -política, empresarial, sindical- ilustrada y una mayoría convencida de que debemos apartarnos definitivamente del camino del fracaso. La primera la tenemos, pero está fraccionada: cada una de sus partes está dedicada a defender o proteger sus intereses en el contexto que surge de la inflación cotidiana, el orden que la acompaña y sus consecuencias. La segunda, después de años de empobrecimiento y engaño y de sobrevivir en ese mismo contexto, está, una parte encandilada por el relato de quienes ocupan hoy el poder; otra, atada a ideas y preconceptos que son disfuncionales con su propio interés; y una tercera vive en la indignación, expresada o muda, pero pronta a salir a la superficie. No es fácil romper el hechizo, pero el daño que está generando la inflación continuada y la pérdida de ingresos reales, quizás no tarde en despertar a grandes sectores de la sociedad a la realidad. La inflación es la fuente principal del deterioro del ingreso de los sectores de ingresos fijos y de enriquecimiento de quienes poseen más capital. No hay gobierno más reaccionario que el que genera inflación. Y nada genera más desigualdad que la inflación. En el mundo de hoy, en el de la globalización y las comunicaciones instantáneas, la visión sobre la desigualdad se ha convertido en un factor de acción y de perturbación social y de acción política de una naturaleza diferente a la del pasado. Desigualdad, inflación y pobreza creciente, es una combinación que tarde o temprano dará cuenta de los responsables de esta situación. ¿Se podrá entonces restablecer la integridad de la sociedad? ¿volver a hacer de ella un cuerpo social integrado? ¿surgirá del espanto la clase dirigente que nos abra la puerta hacia un nuevo destino?

 

Colaboración: Dr. Enrique Guillermo Avogadro Abogado

 


PrisioneroEnArgentina.com

Noviembre 25, 2022


 

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