¿ARGENTINA INVERTEBRADA?

Parte 1 de 2
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   Por Juan C. Sánchez Arnau (Economista y diplomático)

 

Hace un siglo José Ortega y Gasset publicaba su “España Invertebrada. El propio Ortega lo calificó, seis años después, como un libro “indocumentado y arbitrario”. No tengo ninguna autoridad para juzgarlo, ni interés en hacerlo, pero el título mismo me despertó una reflexión sobre nuestro propio país. Alimentada, además, por algunas de las ideas centrales del libro, que tienen el valor adicional de ser lo que hoy denominamos “políticamente incorrectas” y que en su tiempo despertaron tremendas críticas y, al mismo tiempo, interesantes debates sobre los problemas nacionales. La España de hace un siglo quizás tenga muy poco en común con la Argentina de hoy, pero algunas de las reflexiones de Ortega sobre los males de aquella España, podrían servirnos para reflexionar sobre nuestra propia realidad.

Habla Ortega de la vida de los españoles, diciendo que les “falta continuidad, pues el español la vive troquelada, como a saltos…una fantástica sucesión de hiatos”. Por ello la “historia de España entera, y salvo fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia”. Si miramos los últimos setenta años de nuestra propia historia, podríamos decir lo mismo. Es una larga decadencia, vivida a sobresaltos, sin rumbo ni continuidad. Ortega encuentra las causas de aquella decadencia en dos razones: el particularismo, regional y de las clases sociales, y la inexistencia de minorías capaces, con su ejemplo o autoridad, de galvanizar las energías nacionales y convocar al pueblo a una empresa mayor. Respecto del primero sostiene que “la esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”. Y respecto de las minorías, a las que les atribuye enorme responsabilidad en la conducción de la sociedad, sostiene que han abandonado sus funciones de guía de la masa, vulgarizándose y dejándose mandar por esta. La elite carece de ejemplaridad y por ello la masa no se deja mandar ni gobernar.

Obviamente, la realidad es mucho más compleja que lo que entonces planteaba Ortega y hoy sería muy difícil proponer un análisis de nuestra realidad utilizando categorías como las que señala (la élite y la masa). Sin embargo, la noción del particularismo de los distintos sectores sociales es una característica a rescatar.

Cuando una sociedad funciona, lo hace, por supuesto, en medio de tensiones originadas en la competencia por la distribución del poder y de la renta, seguidas de reacomodamientos de los diversos grupos a las situaciones cambiantes. Pero cada grupo es parte del todo, reconoce las reglas de juego comunes y puede llegar a sacrificar intereses de corto plazo por otros de largo plazo o con vista a evitar una confrontación que perjudique al conjunto. Ese no es el caso de la sociedad argentina actual. Se ha roto el tácito “contrato social” que establece las normas de funcionamiento de la sociedad. Existe una brecha importante entre la legalidad y la legitimidad y ello hace que el cumplimiento de la ley -desde abajo y desde arriba- sea un hecho aleatorio y sujeto al predominio de los intereses o de la capacidad de presión de la multiplicidad de grupos en que se ha dividido la sociedad. El “todo” se ha desdibujado y no hay ningún grupo -minoritario o importante- capaz de galvanizar las energías como pedía Ortega y de restablecer la vigencia de aquel “contrato social”. De este modo, la sociedad tiene un solo rumbo posible: la inestabilidad y la decadencia.

Desde su Independencia nuestro país fue un cuerpo invertebrado: los localismos y caudillismos, la incapacidad de Buenos Aires para aglutinar y distribuir el poder y la riqueza que le daban el puerto y la aduana, lo condenaron por varios decenios a la anarquía. Rosas, mediante alianzas y conquistas logró una primera unificación, débil, porque carecía de legitimidad como para darle la legalidad que requiere un contrato político de la envergadura de la Constitución que nunca quiso que emergiera. El suyo era el poder de la fuerza y no el de la ley: había país, pero sin contrato social. Urquiza y Mitre fueron más allá. Primero, derrotando a Rosas, y luego, tratando de crear sobre nuevas bases la unión nacional, frustrada por más de diez años y recién consolidada en 1866. Hubo que esperar sin embargo hasta la llegada de Roca, para que la consolidación política cubriera al conjunto del territorio que hoy denominamos nuestra República y que sobre el mismo rigiera una misma Constitución. De allí, y de la expansión del ferrocarril, surgió la Argentina del gran crecimiento (1860/1928). Este partió de una sociedad con marcadas diferencias sociales, entre un patriciado desdibujado, mayoritariamente terrateniente y rentístico, una burguesía emergente, de raíz comercial y con poder político y un campesinado rural o semiurbanizado, con un muy bajo nivel de vida. Había mucho de feudalismo y explotación, algo de industrialización que contrastaba con una creciente capacidad de exportación de alimentos y otras materias primas. Sin embargo, de allí surgió una “élite” que supo conducir a la sociedad hacia el progreso. Abrió las puertas a la inmigración y a los capitales, creo un sistema educativo extremadamente eficiente, e implantó reglas de juego que tuvieron vigencia por lo menos hasta la II Guerra Mundial. Así surgió una sociedad, donde los inmigrantes e hijos de inmigrantes encontraron condiciones de vida y posibilidades de ascenso social sin parangón con otros lugares del mundo. Por eso el país, a pesar de sus divisiones políticas, de sus conflictos sociales y de sus crisis económicas, conoció casi ochenta años de crecimiento continuado con una sociedad sin grandes rupturas: era un todo donde cada parte, a pesar de los conflictos y de las esporádicas confrontaciones, encontraba su lugar y se iba ajustando a las variables circunstancias de la evolución política, tecnológica, social y económica.

Ese proceso, comenzó a resquebrajarse con la crisis de los años 30. Es un punto de la historia nacional donde se unen varios grandes cambios, algunos de los cuales ya estaban en gestación. Por lo pronto cambió el mundo, se detuvo el crecimiento y se paralizó el comercio que tantos frutos había dado al país; comenzó una marcada decadencia de la potencia hegemónica y las luchas entre las grandes potencias se llevaron gran parte de la riqueza mundial; en el plano interior, la falta de modernización del sector agropecuario y la creciente industrialización de los grandes centros urbanos crearon una brecha importante en el nivel de ingreso y en las condiciones de vida que aceleraron las migraciones internas; la estructura social misma de la población cambiaba, el mestizaje de la inmigración con la población local y el crecimiento poblacional resultante en un marco de grandes dificultades económicas, limitaba el ascenso social y generaba creciente descontento. Y la élite gobernante, que primero supo hacer frente a las dificultades económicas y promovió enormes cambios en la estructura productiva del país, no entendió la magnitud del conflicto social que tenía por delante y no supo dar una respuesta homogénea a la sociedad ante el gran conflicto ideológico y político que nos planteaba la guerra. Así la sociedad se desarticuló, las partes dejaron de integrarse al todo y por ello la nueva ruptura del proceso constitucional, catorce años después de la primera, no fue sorpresa y hasta se vivió como un alivio.

El peronismo fue la fuerza que supo responder a las nuevas demandas sociales y con esa respuesta galvanizar de nuevo a la sociedad y reponer la marcha hacia adelante. Lamentablemente su cariz ideológico y personalista generó una profunda grieta en la sociedad y, lo que es más importante por las consecuencias posteriores, respondió a las nuevas demandas convirtiéndolas en “derechos” independientemente de la capacidad de la sociedad de contar con los medios para poder atenderlos. La Constitución del 49 es la mejor expresión de ello y la declaración atribuida a Eva Perón de que “donde hay una necesidad surge un derecho”, resume la esencia de esta filosofía que caló hondo en los nuevos sectores mayoritarios del país.

Hace varias décadas los sociólogos descubrieron el “efecto demostración”, aquel que lleva a que la mayoría de los consumidores quieran tener los mismos bienes y acceder a los mismos servicios de los sectores de mayores ingresos. Este efecto vino a sumarse a demandas crecientes de los trabajadores por mejores condiciones de trabajo, en términos de nivel de ingreso (para poder satisfacer aquel efecto), de condiciones de trabajo y de acceso a una jubilación al terminar su vida laboral., todo independientemente de la productividad del sistema.

La diferencia entre “derechos” y recursos a la que se sumaron grandes inversiones que transformaron la geografía económica del país pero que no generaron siempre los medios necesarios para su amortización, fue atendida con los grandes recursos acumulados durante la guerra, pero una vez que estos se agotaron, surgió un fenómeno económico nuevo: la inflación, fruto de los continuados déficits fiscales. Para colmo, las políticas económicas de aquellos años afectaron la capacidad productiva del único sector que podía generar las divisas para atender las crecientes necesidades de importación (fruto, en parte, de una industrialización basada en la sustitución de importaciones muy demandante de bienes de capital e insumos importados). Demandas que la baja productividad de la industria local no estaba en condiciones de atender.

Las teorías en boga en aquel entonces atribuían el problema al deterioro ancestral de los términos del intercambio de los países productores de bienes primarios. Y la solución se centraba en la búsqueda de reformas a la estructura del sistema productivo mundial a través de modificaciones de las reglas básicas del comercio y de las finanzas que habían surgido después de la II Guerra Mundial. Ante su fracaso, emergió la solución del Estado productor y distribuidor de riqueza. Y en la Argentina esta teoría se aplicó a fondo, con un importante intento de planificación que incluyó grandes planes de obra pública. Esto originó, en una primera etapa, un importante crecimiento de la economía y especialmente una redistribución notable del ingreso. Su base, sin embargo, era poco sólida, se construyó sobre la utilización de los recursos acumulados durante la Guerra y de transferencias del único sector que estaba en condiciones de generar divisas, el agropecuario. Fue una suerte de keynesianismo sin estabilidad monetaria y al margen de los ciclos económicos. Y fue precisamente el cambio del ciclo de los precios de las materias primas el que terminó derrumbando el ensayo. Pero la demanda ya estaba creada, los “derechos” consolidados y la oferta y los recursos para atenderla ausentes.

Por eso los principales resultados de la extensión en el tiempo de esta situación fueron: a) Continuados déficits fiscales y diferentes formas de endeudamiento para poder atenderlos que, a su vez, ampliaban el endeudamiento; b) Permanentes déficits en la cuenta corriente del balance de pagos, crisis externas recurrentes y periódicas devaluaciones; c) Elevadas tasas de inflación; d) Crecientes tensiones entre “el capital y el trabajo” por ganarle la carrera a la inflación alimentando así la espiral inflacionaria; e) Y es este un factor que nos resulta sumamente importante al analizar el proceso de “invertebración” de nuestra sociedad: la incorporación de pautas de conducta frente a la inflación permanente que reducen la capacidad de ahorro, promueven la fuga hacia otras monedas o hacia bienes improductivos, y llevan la inversión a niveles inferiores a los necesarios para atender el crecimiento de la demanda. 

Una sociedad que funciona genera bienes y servicios para atender las necesidades del conjunto de los individuos que la componen. Puede que estén mejor o peor distribuidos pero esos bienes llegan a todos. La condición necesaria para que esto suceda, es la estabilidad. Ella permite la continuidad y la acumulación, condiciones indispensables para el crecimiento. Sin ella, las distintas partes que la componen encajan mal y la sociedad funciona por debajo de sus posibilidades. Y la condición básica de la estabilidad es la existencia de un consenso social acerca de cómo debe funcionar la sociedad. Por otra parte, si la distribución es muy mala, se deteriora el consenso, comienzan los conflictos y se pierde la estabilidad.

CONTINUARÁ…

 

Colaboración: Dr. Enrique Guillermo Avogadro Abogado

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