Líbrame Señor del malvado, guárdame del hombre violento; que planean maldades en su corazón, y todo el día provocan contiendas;[…] Salmo 139 (140), 2-3
El gobierno del presidente Fernández ha decidido cumplir con su amenaza (¿qué otra palabra cabe?) provocando la sanción de una ley que permita cometer, en palabras textuales del magisterio de la Iglesia1, el crimen abominable del aborto2.
Innumerables instituciones, laicas y religiosas – y, entre ellas, la Academia del Plata – se han pronunciado reiteradamente contra esta pretensión de asignarle la categoría de derecho a un delito monstruoso del que sólo podría hablarse con repugnancia u horror. Desde diversas perspectivas – el orden natural, la ética, el razonamiento no ideologizado, la ciencia, la experiencia vital, la salud, la economía, las necesidades de la nación y otras más – se han refutado todos y cada uno de los argumentos a favor del aborto, poniendo en evidencia su falta completa de sustento y hasta el falseamiento deliberado de datos estadísticos.
En efecto, es un hecho objetivo que el bando abortista no ha podido dar respuesta fundada a ninguna de las objeciones opuestas por los defensores de la vida.
Aún más, era dable suponer que, a esta altura de la evolución de la conciencia de la humanidad sobre la primacía del derecho a la vida, agudizado este año por la crisis originada en la pandemia, se advertiría la absoluta incoherencia de propiciar o facilitar por todos los medios la eliminación de personas por nacer. Es que ello merece calificarse como el intento de instaurar como legítimo lo que es un crimen de lesa humanidad: el exterminio sistemático por razones ideológicas de una clase inocente y en situación de extrema debilidad, los por nacer.
La vida es la fuente de todos los derechos. Es por eso que está defendida desde el momento de la concepción de quien será un niño y un ciudadano (artículo cuarto Convención Americana y Convención de los Derechos del Niño) por los documentos internacionales constitucionalizados y con plena coherencia por nuestra Constitución Nacional (artículo 75 inciso 23 párrafo segundo). El hecho de la vida humana es uno de los principios permanentes de orientación para la convivencia pacífica, y el progreso de la conciencia social hacia su defensa ha ido tomando cuerpo abominando de los crímenes de guerra, la esclavitud y toda forma de servidumbre, las desapariciones forzadas, la pena de muerte y el asesinato de los prisioneros, aunque restan aún bolsones de inhumanidad que pueden y deben evitarse cuando se está a tiempo.
Sin embargo, el hecho consumado del envío de un proyecto abortista al Congreso, nos lleva a pensar que, al menos en este caso, de nada sirven (o sirvieron) las muy fundadas alegaciones e incontrovertibles demostraciones, tanto de la perversidad del intento, cuanto de su absoluta inconveniencia para los intereses más cruciales de nuestra patria.
¿Cómo es esto posible? ¿Cómo explicar el empecinamiento, la obstinación por hacer del aborto un derecho, cuando toda la evidencia prueba que se trata del homicidio más brutal que pueda concebirse?
Nos parece inadmisible – o por lo menos insuficiente – que la explicación quiera darse a partir de una ceguera intelectual o de una enfermiza ideologización del pensamiento y tampoco por el oscurecimiento de los sentimientos más primarios.
Si nuestra mente se ensancha y nuestra mirada se amplía para abarcar el contexto en que esto se ha planteado – un pueblo agostado, pobreza material extrema, decadencia interminable, un Estado predador y tanto más -, es imposible no advertir que a tantas desgracias que nos agobian y entristecen, no se les da respuesta con el arrepentimiento y el propósito de enmienda, hundiendo los males en bien. Por el contrario, la respuesta es hacer aún más mal, agregar todavía un mal mayor, el mal – ese gran misterio – por definición, traducido en la muerte provocada de los inocentes.
La última explicación entonces a semejante contumacia, a la negación cerril de lo que es real y verdadero, estaría en que el gobierno que tenemos y una parte de los argentinos, ante la disyuntiva de elegir entre lo malo y lo bueno, opta por el mal y sepulta el bien.
Cuando eso ocurre, tanto en individuos como en grupos sociales, las buenas razones pareciera que de nada sirven. Hay en ello, como ya dijimos, un gran misterio. ¿Qué lleva al hombre, a un pueblo, a querer o desear el mal y a persistir en él, aun cuando el bien se muestre con evidencia?
Hay diversas respuestas a esta pregunta. Lo que es seguro es que los antiguos tenían una palabra para definir la acción necesaria para abandonar el mal. Esa palabra era – sigue siendo – conversión.
Otros argentinos pareciera que no han elegido el mal, sino la resignación, para encerrarse en un melancólico refugio personal, donde no tiene ya lugar el amor a la patria y mucho menos el coraje que se necesita para terminar con tanta maldad. Ellos tal vez no sean malos, pero están enfermos, de una enfermedad que se llama tibieza.
Por fortuna hay otros, varones y mujeres sin doblez, dispuestos a salvar lo que aún puede ser salvado.
Buenos Aires, 25 de noviembre, 2020.
Guillermo Lousteau Heguy
Secretario
Gerardo Palacios Hardy
Presidente
1.Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, nº 51. La versión en latín y, por ende, oficial dice: abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina.
El adjetivo abominable posee en la lengua castellana un fuerte sentido denigratorio, puesto que viene de la acción de abominar, cuyo significado es condenar y maldecir a personas o cosas malas o perjudiciales y, en una segunda acepción, tener odio o aborrecer a alguien o algo. Según el magisterio eclesial, entonces, el aborto provocado es cosa mala, perjudicial, aborrecible y merecedora de ser odiada.
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Por Guillermo Lousteau Heguy
Por Gerardo Palacios Hardy
Líbrame Señor del malvado,
guárdame del hombre violento;
que planean maldades en su corazón,
y todo el día provocan contiendas;[…]
Salmo 139 (140), 2-3
El gobierno del presidente Fernández ha decidido cumplir con su amenaza (¿qué otra palabra cabe?) provocando la sanción de una ley que permita cometer, en palabras textuales del magisterio de la Iglesia1, el crimen abominable del aborto2.
Innumerables instituciones, laicas y religiosas – y, entre ellas, la Academia del Plata – se han pronunciado reiteradamente contra esta pretensión de asignarle la categoría de derecho a un delito monstruoso del que sólo podría hablarse con repugnancia u horror. Desde diversas perspectivas – el orden natural, la ética, el razonamiento no ideologizado, la ciencia, la experiencia vital, la salud, la economía, las necesidades de la nación y otras más – se han refutado todos y cada uno de los argumentos a favor del aborto, poniendo en evidencia su falta completa de sustento y hasta el falseamiento deliberado de datos estadísticos.
En efecto, es un hecho objetivo que el bando abortista no ha podido dar respuesta fundada a ninguna de las objeciones opuestas por los defensores de la vida.
Aún más, era dable suponer que, a esta altura de la evolución de la conciencia de la humanidad sobre la primacía del derecho a la vida, agudizado este año por la crisis originada en la pandemia, se advertiría la absoluta incoherencia de propiciar o facilitar por todos los medios la eliminación de personas por nacer. Es que ello merece calificarse como el intento de instaurar como legítimo lo que es un crimen de lesa humanidad: el exterminio sistemático por razones ideológicas de una clase inocente y en situación de extrema debilidad, los por nacer.
La vida es la fuente de todos los derechos. Es por eso que está defendida desde el momento de la concepción de quien será un niño y un ciudadano (artículo cuarto Convención Americana y Convención de los Derechos del Niño) por los documentos internacionales constitucionalizados y con plena coherencia por nuestra Constitución Nacional (artículo 75 inciso 23 párrafo segundo). El hecho de la vida humana es uno de los principios permanentes de orientación para la convivencia pacífica, y el progreso de la conciencia social hacia su defensa ha ido tomando cuerpo abominando de los crímenes de guerra, la esclavitud y toda forma de servidumbre, las desapariciones forzadas, la pena de muerte y el asesinato de los prisioneros, aunque restan aún bolsones de inhumanidad que pueden y deben evitarse cuando se está a tiempo.
Sin embargo, el hecho consumado del envío de un proyecto abortista al Congreso, nos lleva a pensar que, al menos en este caso, de nada sirven (o sirvieron) las muy fundadas alegaciones e incontrovertibles demostraciones, tanto de la perversidad del intento, cuanto de su absoluta inconveniencia para los intereses más cruciales de nuestra patria.
¿Cómo es esto posible? ¿Cómo explicar el empecinamiento, la obstinación por hacer del aborto un derecho, cuando toda la evidencia prueba que se trata del homicidio más brutal que pueda concebirse?
Nos parece inadmisible – o por lo menos insuficiente – que la explicación quiera darse a partir de una ceguera intelectual o de una enfermiza ideologización del pensamiento y tampoco por el oscurecimiento de los sentimientos más primarios.
Si nuestra mente se ensancha y nuestra mirada se amplía para abarcar el contexto en que esto se ha planteado – un pueblo agostado, pobreza material extrema, decadencia interminable, un Estado predador y tanto más -, es imposible no advertir que a tantas desgracias que nos agobian y entristecen, no se les da respuesta con el arrepentimiento y el propósito de enmienda, hundiendo los males en bien. Por el contrario, la respuesta es hacer aún más mal, agregar todavía un mal mayor, el mal – ese gran misterio – por definición, traducido en la muerte provocada de los inocentes.
La última explicación entonces a semejante contumacia, a la negación cerril de lo que es real y verdadero, estaría en que el gobierno que tenemos y una parte de los argentinos, ante la disyuntiva de elegir entre lo malo y lo bueno, opta por el mal y sepulta el bien.
Cuando eso ocurre, tanto en individuos como en grupos sociales, las buenas razones pareciera que de nada sirven. Hay en ello, como ya dijimos, un gran misterio. ¿Qué lleva al hombre, a un pueblo, a querer o desear el mal y a persistir en él, aun cuando el bien se muestre con evidencia?
Hay diversas respuestas a esta pregunta. Lo que es seguro es que los antiguos tenían una palabra para definir la acción necesaria para abandonar el mal. Esa palabra era – sigue siendo – conversión.
Otros argentinos pareciera que no han elegido el mal, sino la resignación, para encerrarse en un melancólico refugio personal, donde no tiene ya lugar el amor a la patria y mucho menos el coraje que se necesita para terminar con tanta maldad. Ellos tal vez no sean malos, pero están enfermos, de una enfermedad que se llama tibieza.
Por fortuna hay otros, varones y mujeres sin doblez, dispuestos a salvar lo que aún puede ser salvado.
Buenos Aires, 25 de noviembre, 2020.
Guillermo Lousteau Heguy
Secretario
Gerardo Palacios Hardy
Presidente
1.Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, nº 51. La versión en latín y, por ende, oficial dice: abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina.
PrisioneroEnArgentina.com
Noviembre 28, 2020