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Los tangos, claro, no llegaron a cantarla; era anterior a ellos, una ciudad que mantenía el paisaje de la colonia, las costumbres propias de la aldea que era todavía, apenas un racimo de casas achatadas y grises habitado por cincuenta mil pobladores que seguían apegados aún a la tradición española.

Entonces el lugar preferido para ajusticiar criminales eran las Plazas, sobre todo una Plazoleta llamada del 25 de mayo ubicada frente al Fuerte (hoy casa de gobierno). Después de la ejecución los cuerpos permanecían colgados, hamacándose ante la curiosidad del vecindario. Para estos menesteres se usaba, también, la Plaza del Retiro. Allí fue ejecutado en 1825 un falsificador llamado MARCELO VALDIVIA. Tal vez no se haya castigado tanto el fraude como la contumacia; un año antes había sido obligado a exhibirse durante cuatro horas ante el pueblo, con los billetes falsos colgados del cuello. Después fue a parar a la cárcel, pero el hombre insistió en ejercer su oficio desde adentro.

La cárcel pública estaba allí, no más, en los bajos del Cabildo. Al caer el sol los centinelas obligaban a los transeúntes a desviarse porque los presos, apenas separados de la vereda por las rejas, insistían en entretenerse conversando con los que pasaban. Y de paso pedir una limosna o una lima. Tenían ocupaciones, sin embargo y era frecuente, ver cuadrillas de prisioneros encadenados y andrajosos transportando barriles con agua y otros elementos para la cárcel. También se encargaban de la caza de perros vagabundos, una verdadera pesadilla para las carnicerías, que no eran pocas.

En efecto, los negocios de venta de carne abundaban en el viejo Buenos Aires, aunque eran bastantes diferentes a los de ahora. Cada amanecer una legión de carretas  entoldadas repartía por la ciudad las medias reses de ganado vacuno y caballar. No había mostrador, claro, apenas un cuero que el carnicero extendía en el suelo para trozar sobre él, el animal.

Pero el espectáculo se desarrollaba  al llegar la noche. A falta de mejor iluminación, unas profundas incisiones en la carne servían para mantener erguidas varias velas de sebo encendidas. El resultado era realmente fantasmal y, por supuesto, antihigiénico.

Las barberías de entonces tampoco eran un ejemplo de limpieza. Habitualmente se instalaban en un cuarto a la calle, cuyas paredes se adornaban con deslucidas estampas de santos y héroes. Un sillón de baqueta, una palangana y toallas no muy relucientes, constituían las herramientas de trabajo, aparte de tijeras y navajas. Tampoco faltaba el brasero que caldeaba el ambiente en invierno y calentaba la pava todo el año. El agua caliente servía indistintamente para ablandar barbas rebeldes y cebar mate.

No había brocha, claro, y la operación de enjabonar la cara corría por cuenta de las manos del maestro peluquero. Ya entonces los barberos – generalmente pardos o negros – eran charlatanes y chismosos, pero excelentes guitarristas; entre cliente y cliente sonaban las vidalas y cielitos de BARTOLOMÉ HIDALGO.

El último farol a kerosene de iluminación pública, fue apagado el 19 de marzo de 1931.

A veces en verano, el sofocante clima de la ciudad empujaba a los porteños hacia el río. Durante el día, bajo el sol implacable, era costumbre bastante difundida internarse en el Río de la Plata protegido por un negro paraguas de algodón. Otros, en cambio, preferían la noche, aunque fuera necesario usar faroles.

Lo cierto es que nunca fue un placer vivir en Buenos Aires durante el verano. Un viajero inglés que la visitó entre 1820 y 1825 se quejaba de las molestias causadas por pulgas y mosquitos, insectos que “convierten el verano en una estación bastante desagradable”. Y proseguía: “la pulgas, en particular, son un verdadero tormento. Las casas están llenas de estos insectos”. Según parece, los bichitos tenía su ideología “Demuestran tener preferencia por los extranjeros – se asombraba el británico – y no he observado en los criollos muestras de repugnancia por este flagelo”.

De los animales criollos, las ratas parecen haberlo impresionado muy favorablemente. En principio, eran “más educadas” que las inglesas, ya que, mientras en Londres cualquier roedor enfrentaba ferozmente a un ser humano, los de Buenos Aires preferían alejarse del peligro. Eso si, al viajero lo molestaban mucho las hormigas.

Algo que no pudo negar el espíritu crítico del turista británico, fue la excelente educación y cortesía del porteño de hace casi 2 siglos. “Una persona fumando se retira el cigarro de los labios al pasar al lado de otra – reconoció – .La cortesía de Buenos Aires no es sobrepasada siquiera por la de París. Por ejemplo: al encontrase dos hombres en la calle, invariablemente se descubren (…) al encontrarse con señoras permanecen descubiertos hasta perderlas de vista”.

Tampoco le mereció objeción alguna la forma en que estaba organizada la ciudad. “El orden y la decencia observados en la calle por las clases inferiores es muy notable en comparación con otros países. No se escuchaban bromas obscenas…” escribió. Por suerte no debió encontrar ningún mendigo. Poca gracia le hubiera hecho enterarse de que ejercía su oficio a caballo y extendía la mano sin siquiera bajarse del corcel.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Agosto 25, 2021


 

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