Lujosamente vestida no es novedad, pues desde hace años es la emperadora de la elegancia. Lánguidamente reclinada sobre su lecho opulento, rodeada de bellas cortesanas que se comparan con nereidas en torno de una Venus. Con lentitud Cleopatra acerca a su rostro una canastilla de flores y aspira su perfume. Entre las flores se empina un áspid que con certeza, en ataque instantáneo, clava sus colmillos en la tersa piel. ¡Una víbora entre las bellas flores! Sí. Ya lo sabía. Por eso las arrimó. Quiere morir. Y para convidarles la muerte a sus fieles cortesanas les pasa la cesta. El veneno es fulmíneo. En un instante va a morir. Pero un instante, al borde de la muerte, alcanza para recordar una vida. ¡Y si tendrá recuerdos la bella cleopatra! Vuelve a la mente la figura del padre, Tolomeo Auletes, de origen griego que ha adoptado las costumbres faraónicas y la hace casar con su hermano. Ella escapa a Siria. Debe preparar un ejército para volver, pero interrumpe la lucha la llegada de Julio Cesar que acaba de vencer a Pompeyo. Como ejecutor testamentario de su progenitor va a arbitrar entre los dos hermanos.
La bella debe hacer algo para volcarlo a su favor. Y se le ocurre presentársele envuelta en un tapiz para conversar mano a mano. Su belleza, su gracia y su ingenio lo deslumbran y lo enamoran al caudillo. Y ella, ¿qué va hacer. Si nació hermosa y embalada para el querer? Va a Roma y César hace colocar una estatua suya en el templo. Matan al Dictador. Vuelve a Egipto. Son los instantes de sus últimos suspiros. Los sublimes recuerdos, afiebrados de una vida, pasan inexorables a todo galope. Llega el triunviro Marco Antonio como juez severo a pedir cuentas de su postura en la guerra civil. Ella, reina de Egipto, va a su encuentro en barca dorada con velas purpuras, rodeadas de tañedores de lira y de doncellas que parecen ninfas. Otro amor frenético. Un año entre fiesta y placeres. A duras penas Antonio vuele a Roma a cumplir sus deberes. Tres años de ausencia. Es triste la ausencia pero buena porque hace más bello el reencuentro, que serán excursiones por las noches del Nilo y de breves inviernos en la intimidad de la lumbre. Y son tres nuevos hijos de este amor. Las evocaciones se amontonan como majada en la puerta del chiquero, pero no puede pasar por alto los días de la batalla de Accio, la derrota de Antonio, su error de clavarse un puñal suponiendo que ella había muerto, saber que está viva y restañar la sangre para ir a morir a su regazo. Ahora será Octavio el general que llega triunfal. Dicen que no hay dos sin tres, pero los subyugantes encantos de ella ahora fracasan. El rígido militar se muestra insensible. Concederá, por cortesía, que se la entierre junto a Antonio. Y el instante ya se acaba y ella morirá sin saberlo. Como se muere queda sin saber tampoco que a sus hijos, por piedad, los recogerá la viuda de Antonio. Y así es al amor fugaz y efímero como la muerte. La muerte de Cleopatra la Venus del amor.
Escribe Jorge B. Lobo Aragón.
Lujosamente vestida no es novedad, pues desde hace años es la emperadora de la elegancia. Lánguidamente reclinada sobre su lecho opulento, rodeada de bellas cortesanas que se comparan con nereidas en torno de una Venus. Con lentitud Cleopatra acerca a su rostro una canastilla de flores y aspira su perfume. Entre las flores se empina un áspid que con certeza, en ataque instantáneo, clava sus colmillos en la tersa piel. ¡Una víbora entre las bellas flores! Sí. Ya lo sabía. Por eso las arrimó. Quiere morir. Y para convidarles la muerte a sus fieles cortesanas les pasa la cesta. El veneno es fulmíneo. En un instante va a morir. Pero un instante, al borde de la muerte, alcanza para recordar una vida. ¡Y si tendrá recuerdos la bella cleopatra! Vuelve a la mente la figura del padre, Tolomeo Auletes, de origen griego que ha adoptado las costumbres faraónicas y la hace casar con su hermano. Ella escapa a Siria. Debe preparar un ejército para volver, pero interrumpe la lucha la llegada de Julio Cesar que acaba de vencer a Pompeyo. Como ejecutor testamentario de su progenitor va a arbitrar entre los dos hermanos.
La bella debe hacer algo para volcarlo a su favor. Y se le ocurre presentársele envuelta en un tapiz para conversar mano a mano. Su belleza, su gracia y su ingenio lo deslumbran y lo enamoran al caudillo. Y ella, ¿qué va hacer. Si nació hermosa y embalada para el querer? Va a Roma y César hace colocar una estatua suya en el templo. Matan al Dictador. Vuelve a Egipto. Son los instantes de sus últimos suspiros. Los sublimes recuerdos, afiebrados de una vida, pasan inexorables a todo galope. Llega el triunviro Marco Antonio como juez severo a pedir cuentas de su postura en la guerra civil. Ella, reina de Egipto, va a su encuentro en barca dorada con velas purpuras, rodeadas de tañedores de lira y de doncellas que parecen ninfas. Otro amor frenético. Un año entre fiesta y placeres. A duras penas Antonio vuele a Roma a cumplir sus deberes. Tres años de ausencia. Es triste la ausencia pero buena porque hace más bello el reencuentro, que serán excursiones por las noches del Nilo y de breves inviernos en la intimidad de la lumbre. Y son tres nuevos hijos de este amor. Las evocaciones se amontonan como majada en la puerta del chiquero, pero no puede pasar por alto los días de la batalla de Accio, la derrota de Antonio, su error de clavarse un puñal suponiendo que ella había muerto, saber que está viva y restañar la sangre para ir a morir a su regazo. Ahora será Octavio el general que llega triunfal. Dicen que no hay dos sin tres, pero los subyugantes encantos de ella ahora fracasan. El rígido militar se muestra insensible. Concederá, por cortesía, que se la entierre junto a Antonio. Y el instante ya se acaba y ella morirá sin saberlo. Como se muere queda sin saber tampoco que a sus hijos, por piedad, los recogerá la viuda de Antonio. Y así es al amor fugaz y efímero como la muerte. La muerte de Cleopatra la Venus del amor.
PrisioneroEnArgentina.com
Julio 19, 2017
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