Siempre me causaba un efecto emocional cuando mi padre expresaba su frase favorita: “El silencio es mi amigo y mi consejero”. Cuando tenía su negocio de venta de licores, era frecuente que sus clientes se dejaran caer por allí y le contaran algún chisme, sus problemas o los problemas de sus vecinos. Mi madre siempre preguntaba que le había dicho ese cliente y mi padre simplemente contestaba:
“El silencio es mi amigo…”
Su hermano podría insistirle.
“El silencio es mi amigo…”
Su madre trataba de sacarle una palabra.
“El silencio es mi amigo…”
Pese a su frase de cabecera, mi padre era y aún es un parlanchín y lo es más cuando me madre no está merodeando a los alrededores. Un verano, tendría yo catorce o quince años, me dediqué a ayudarle en el negocio. A los licores y los cigarrillos, sugerí a mi padre incorporar al negocio un estante con golosinas y revistas de historietas, que seguramente mis amigos vendrían a charlar y -de paso- consumir esos productos. Fue un pequeño éxito y mi padre me premió con el 25% de los ingresos por la empresa adicional. Incluso puso un cartel sobre la repisa que decía: “Corporación Vida, dulces y revistas”. A los pocos días, consultamos y adquirimos por un dispensador de gaseosas y mis ingresos, sorprendentemente, podían sobrepasar los cincuenta dólares por cuatro o cinco horas de trabajo, cuando el pago mínimo en ese entonces rondaría los 3 dólares por hora. Empecé a levantarme temprano ese verano para preparar café y vender la infusión a aquellos que esperaban el autobús para ir a trabajar.
Cierto día, mientras nos encaminábamos desde nuestra casa a “nuestro” negocio, mi padre se acercó hasta un grupo de gente que rodeaba a un muchacho que había tenido un accidente en su bicicleta y una caja con botellas que transportaba había regado de vidrios y liquido la calle y parte de la acera. Mientras la gente atosigaba a joven con sentencias como “Seguramente manejaba como un loco” o “Podría haber atropellado a alguien”, mi padre ayudo al muchacho a levantarse y acicalar sus ropas.
“Estoy seguro de que lo que menos quiso hacer este muchacho es tener un accidente”, dijo mi padre a la multitud. Acto seguido, mi padre tomó su billetera y le dio 5 dólares al desgraciado repartidor “Tendrás que pagarle esta pérdida a tu jefe. Esto te ayudará, y no tengo dudas que la bondad de los aquí presentes te será demostrada con -al menos- pequeñas contribuciones”.
Mientras mi pecho se hinchaba de orgullo, los peatones hurgaron en su billeteras y carteras, asistiendo monetariamente al desdichado. Un, dos dólares. Algunos fueron más generosos.
Mientras acariciaba la espalda de mi padre, amarrada a su brazo, comencé a observar con más atención y aunque tuve la delicadeza de susurrar, no pude más que preguntar:
“¿Papá… este chico no es el que te ayuda con los repartos de bebidas?”
Mi padre apretó mi mano y me urgió a apurar mi paso hacia el negocio.
🍾
Por Vida Bolt.
Siempre me causaba un efecto emocional cuando mi padre expresaba su frase favorita: “El silencio es mi amigo y mi consejero”. Cuando tenía su negocio de venta de licores, era frecuente que sus clientes se dejaran caer por allí y le contaran algún chisme, sus problemas o los problemas de sus vecinos. Mi madre siempre preguntaba que le había dicho ese cliente y mi padre simplemente contestaba:
“El silencio es mi amigo…”
Su hermano podría insistirle.
“El silencio es mi amigo…”
Su madre trataba de sacarle una palabra.
“El silencio es mi amigo…”
Pese a su frase de cabecera, mi padre era y aún es un parlanchín y lo es más cuando me madre no está merodeando a los alrededores. Un verano, tendría yo catorce o quince años, me dediqué a ayudarle en el negocio. A los licores y los cigarrillos, sugerí a mi padre incorporar al negocio un estante con golosinas y revistas de historietas, que seguramente mis amigos vendrían a charlar y -de paso- consumir esos productos. Fue un pequeño éxito y mi padre me premió con el 25% de los ingresos por la empresa adicional. Incluso puso un cartel sobre la repisa que decía: “Corporación Vida, dulces y revistas”. A los pocos días, consultamos y adquirimos por un dispensador de gaseosas y mis ingresos, sorprendentemente, podían sobrepasar los cincuenta dólares por cuatro o cinco horas de trabajo, cuando el pago mínimo en ese entonces rondaría los 3 dólares por hora. Empecé a levantarme temprano ese verano para preparar café y vender la infusión a aquellos que esperaban el autobús para ir a trabajar.
Cierto día, mientras nos encaminábamos desde nuestra casa a “nuestro” negocio, mi padre se acercó hasta un grupo de gente que rodeaba a un muchacho que había tenido un accidente en su bicicleta y una caja con botellas que transportaba había regado de vidrios y liquido la calle y parte de la acera. Mientras la gente atosigaba a joven con sentencias como “Seguramente manejaba como un loco” o “Podría haber atropellado a alguien”, mi padre ayudo al muchacho a levantarse y acicalar sus ropas.
“Estoy seguro de que lo que menos quiso hacer este muchacho es tener un accidente”, dijo mi padre a la multitud. Acto seguido, mi padre tomó su billetera y le dio 5 dólares al desgraciado repartidor “Tendrás que pagarle esta pérdida a tu jefe. Esto te ayudará, y no tengo dudas que la bondad de los aquí presentes te será demostrada con -al menos- pequeñas contribuciones”.
Mientras mi pecho se hinchaba de orgullo, los peatones hurgaron en su billeteras y carteras, asistiendo monetariamente al desdichado. Un, dos dólares. Algunos fueron más generosos.
Mientras acariciaba la espalda de mi padre, amarrada a su brazo, comencé a observar con más atención y aunque tuve la delicadeza de susurrar, no pude más que preguntar:
“¿Papá… este chico no es el que te ayuda con los repartos de bebidas?”
Mi padre apretó mi mano y me urgió a apurar mi paso hacia el negocio.
“El silencio es mi amigo…” se limitó a decir.
PrisioneroEnArgentina.com
Abril 19, 2022