Antes de la irrupción de la pandemia ya se estaba hablando – no sé si meditando también – sobre los cambios que exige el mundo entero. Hasta en Davos, en enero pasado, los más empoderados intercambiaron opiniones sobre el capitalismo. No para suplantarlo por la ‘economía circular’ o el trueque o las ‘cooperativas’- todos apenas complementos que no alcanzarían ni por asomo a resolver la insatisfacción y sobre todo la desigualdad. Conversaron sobre cómo cambiarlo, renovarlo. Precisamente, el gran problema es que cada vez hay más concentración de la riqueza, aún en países proverbialmente de bienestar generalizado como Europa occidental. Las rebeldías de los chalecos amarillos – siempre en París, vanguardista en tantas transformaciones – no se explican por un hecho puntual, sino por el descontento de los sectores medios y bajos, de los jóvenes. El mundo es un vasto océano de disconformismos, que levantan oleajes peligrosos.
La primera respuesta ante los disgustos, la más instintiva, fue cerrarse a la idea de globalizarnos. Los ingleses hicieron punta a la par de Donald Trump: exacerbaron su desdeñoso orgullo nacional para ensimismarse. Desdeñoso porque al son del sentimiento nacional suena el desdén por los otros y la falacia de la superioridad propia. Argumentos tienen: la burocracia ‘parasitaria’ de la Unión Europea radicada en Bruselas, el ‘robo’ de tecnología por parte de los chinos, la corrupción, la política ‘pobrista’ y muchas otras arguciones. Empero, el virus – con su brutalidad – nos volvió a la realidad. Una bacteria ignota, que apareció en una ciudad, que en gran parte del planeta nunca habíamos ni siquiera oído nombrar, nos globalizaba amenazadoramente. De repente la tierra entera alarmada al unísono, cual ‘aldea global’, con perspectivas sombrías. No sólo para salud, sino para la economía.
La economía venía mal. China ralentizándose al igual que Japón, Brasil, Europa y demás. EEUU retornando al proteccionismo, insostenible en el mediano plazo. África – cuyo ‘progreso’ se encabalgó con el aumento del valor de sus commodities. Pero el derrumbe del precio del petróleo afectará a Nigeria, Angola, Guinea Ecuatorial y muchos países del continente vecino. Toda nuestra América, incluidos Colombia, Perú y Chile, con pronósticos de decaimiento. Agravado en el país trasandino con una impensable y gravísima protesta generalizada cuya ‘mecha’ fue el aumento del subte santiaguino. Con el coronavirus la economía sufrirá hasta ubicarse a las puertas de la terapia intensiva. No sólo los sectores más internacionalizados – la aviación, el turismo-, sino el mismísimo intercambio comercial que inexorablemente menguará y con ello, caerá el empleo.
Ha irrumpido una nueva era globalizadora, ahora por la vía de una calamidad de proyecciones planetarias. Encuentra a una humanidad en la que persisten las carencias de agua y de saneamiento básico, de vivienda, de trabajo formal, de seguridad, de respeto a los derechos de las minorías – y en algunos casos, de las propias mayorías. Una humanidad donde crece la desigualdad a contrapelo de la proclama solemne hecha en el siglo XVIII.
En ese contexto, claro que hay que repensar el capitalismo. Y no sólo. Debemos reexaminar los instrumentos de la participación socio-política, de cómo tornar más transparente y controlada la gestión de gobierno, cómo mejorar la representación política, cómo hacer realidad palpable la ‘ficha limpia’ y – ¡por qué no! – la ‘ficha idoneidad’, esa que permita filtrar a los ineptos e impedirles el acceso a los cargos públicos. Nada nuevo, por otra parte. Sería volver – o, quizás, cumplir después de 170 años de transgredirlo tanto y tantas veces -– al precepto de la Constitución.
Todo indica que ya nada podrá ser como era. Por caso, los argentinos fuimos impactados por un toque de disciplina social, infrecuente para un país tan amigo de la infracción y correlativamente tan enemistado con la norma.
Es deseable que de aquí en más no confundamos solidaridad con lucha de clases ni odio a los que poseen algo o mucho. Quienes más tienen son sujetos de un instrumento civilizado que pone una fuerte dosis de justicia distributiva: el sano impuesto progresivo a las ganancias y el superlativamente sano sistema político-administrativo de gestionar esos recursos con honradez y control efectivo. Al capital inversor no se lo atrae sólo con exenciones y/o incentivos tributarios, sino esencialmente con la entronización de un sistema institucional que desparrame confianza. Un inversor mira mucho más al sistema institucional sólido que a las desgravaciones. Sabe – o intuye – que las ventajas impositivas son de naturaleza mutable, pero el andamiaje institucional forma parte del modo de convivir de una nación, de su forma perenne de funcionar, de su cultura. Todo lo perenne a lo se puede aspirar en la finitud de la vida.
Mucho más que algo va a cambiar en el mundo y por supuesto en la Argentina. No se trata de un liderazgo personal, sino de un comportamiento colectivo. De una bisagra histórica. La pandemia es lo suficientemente conmovedora como para que reflexionemos con hondura. Por caso, no podemos seguir creando pobreza. Es tiempo de gestar riqueza. Pero ¡no vaya a ser que cuando el mundo busque nuevos horizontes para el capitalismo nosotros creamos que se vuelve al trueque o a la economía de subsistencia.
Claro que también podríamos sortear – pasarle por arriba – la grieta que nos desune. Empero, ojalá no confundamos unirnos con dejar impune al saqueo que nos empobreció y que causó una de las fugas de cerebros y de capitales más enormes y más largas en el tiempo – medio siglo – del planeta. Doble fuga que nos dejó como el milagro al revés de toda la tierra: poseedores de todo, nos quedamos con el fondo de la olla.
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Por Alberto Asseff*
Antes de la irrupción de la pandemia ya se estaba hablando – no sé si meditando también – sobre los cambios que exige el mundo entero. Hasta en Davos, en enero pasado, los más empoderados intercambiaron opiniones sobre el capitalismo. No para suplantarlo por la ‘economía circular’ o el trueque o las ‘cooperativas’- todos apenas complementos que no alcanzarían ni por asomo a resolver la insatisfacción y sobre todo la desigualdad. Conversaron sobre cómo cambiarlo, renovarlo. Precisamente, el gran problema es que cada vez hay más concentración de la riqueza, aún en países proverbialmente de bienestar generalizado como Europa occidental. Las rebeldías de los chalecos amarillos – siempre en París, vanguardista en tantas transformaciones – no se explican por un hecho puntual, sino por el descontento de los sectores medios y bajos, de los jóvenes. El mundo es un vasto océano de disconformismos, que levantan oleajes peligrosos.
La primera respuesta ante los disgustos, la más instintiva, fue cerrarse a la idea de globalizarnos. Los ingleses hicieron punta a la par de Donald Trump: exacerbaron su desdeñoso orgullo nacional para ensimismarse. Desdeñoso porque al son del sentimiento nacional suena el desdén por los otros y la falacia de la superioridad propia. Argumentos tienen: la burocracia ‘parasitaria’ de la Unión Europea radicada en Bruselas, el ‘robo’ de tecnología por parte de los chinos, la corrupción, la política ‘pobrista’ y muchas otras arguciones. Empero, el virus – con su brutalidad – nos volvió a la realidad. Una bacteria ignota, que apareció en una ciudad, que en gran parte del planeta nunca habíamos ni siquiera oído nombrar, nos globalizaba amenazadoramente. De repente la tierra entera alarmada al unísono, cual ‘aldea global’, con perspectivas sombrías. No sólo para salud, sino para la economía.
La economía venía mal. China ralentizándose al igual que Japón, Brasil, Europa y demás. EEUU retornando al proteccionismo, insostenible en el mediano plazo. África – cuyo ‘progreso’ se encabalgó con el aumento del valor de sus commodities. Pero el derrumbe del precio del petróleo afectará a Nigeria, Angola, Guinea Ecuatorial y muchos países del continente vecino. Toda nuestra América, incluidos Colombia, Perú y Chile, con pronósticos de decaimiento. Agravado en el país trasandino con una impensable y gravísima protesta generalizada cuya ‘mecha’ fue el aumento del subte santiaguino. Con el coronavirus la economía sufrirá hasta ubicarse a las puertas de la terapia intensiva. No sólo los sectores más internacionalizados – la aviación, el turismo-, sino el mismísimo intercambio comercial que inexorablemente menguará y con ello, caerá el empleo.
Ha irrumpido una nueva era globalizadora, ahora por la vía de una calamidad de proyecciones planetarias. Encuentra a una humanidad en la que persisten las carencias de agua y de saneamiento básico, de vivienda, de trabajo formal, de seguridad, de respeto a los derechos de las minorías – y en algunos casos, de las propias mayorías. Una humanidad donde crece la desigualdad a contrapelo de la proclama solemne hecha en el siglo XVIII.
En ese contexto, claro que hay que repensar el capitalismo. Y no sólo. Debemos reexaminar los instrumentos de la participación socio-política, de cómo tornar más transparente y controlada la gestión de gobierno, cómo mejorar la representación política, cómo hacer realidad palpable la ‘ficha limpia’ y – ¡por qué no! – la ‘ficha idoneidad’, esa que permita filtrar a los ineptos e impedirles el acceso a los cargos públicos. Nada nuevo, por otra parte. Sería volver – o, quizás, cumplir después de 170 años de transgredirlo tanto y tantas veces -– al precepto de la Constitución.
Todo indica que ya nada podrá ser como era. Por caso, los argentinos fuimos impactados por un toque de disciplina social, infrecuente para un país tan amigo de la infracción y correlativamente tan enemistado con la norma.
Es deseable que de aquí en más no confundamos solidaridad con lucha de clases ni odio a los que poseen algo o mucho. Quienes más tienen son sujetos de un instrumento civilizado que pone una fuerte dosis de justicia distributiva: el sano impuesto progresivo a las ganancias y el superlativamente sano sistema político-administrativo de gestionar esos recursos con honradez y control efectivo. Al capital inversor no se lo atrae sólo con exenciones y/o incentivos tributarios, sino esencialmente con la entronización de un sistema institucional que desparrame confianza. Un inversor mira mucho más al sistema institucional sólido que a las desgravaciones. Sabe – o intuye – que las ventajas impositivas son de naturaleza mutable, pero el andamiaje institucional forma parte del modo de convivir de una nación, de su forma perenne de funcionar, de su cultura. Todo lo perenne a lo se puede aspirar en la finitud de la vida.
Mucho más que algo va a cambiar en el mundo y por supuesto en la Argentina. No se trata de un liderazgo personal, sino de un comportamiento colectivo. De una bisagra histórica. La pandemia es lo suficientemente conmovedora como para que reflexionemos con hondura. Por caso, no podemos seguir creando pobreza. Es tiempo de gestar riqueza. Pero ¡no vaya a ser que cuando el mundo busque nuevos horizontes para el capitalismo nosotros creamos que se vuelve al trueque o a la economía de subsistencia.
Claro que también podríamos sortear – pasarle por arriba – la grieta que nos desune. Empero, ojalá no confundamos unirnos con dejar impune al saqueo que nos empobreció y que causó una de las fugas de cerebros y de capitales más enormes y más largas en el tiempo – medio siglo – del planeta. Doble fuga que nos dejó como el milagro al revés de toda la tierra: poseedores de todo, nos quedamos con el fondo de la olla.
*Diputado nacional de Juntos por el Cambio
Envío y colaboración: DR. FRANCISCO BÉNARD
PrisioneroEnArgentina.com
Marzo 27, 2020