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Por JORGE BERNABE LOBO ARAGON.

 

Opinión

 

Por un cierto descrédito que sufre la “clase política” se ha generalizado cuestionar la existencia de los fueros, de las inmunidades que protegen a los legisladores (Diputados y Senadores), para que no caigan bajo la acción de la justicia salvo el caso de ser sorprendidos en flagrante delito. En realidad esas inmunidades son necesarias en razón de la libertad de la que deben gozar los que participan en la confección de las leyes. No es una novedad de la Constitución actual sino una viejísima práctica, que viene de las cortes castellanas que se instituyeron en la edad media, integradas por representantes de la nobleza, del clero, del pueblo llano, de las universidades y de los municipios. Aquellos legisladores ya contaban con garantías para no ser molestados por la justicia del rey. Y era preciso que fuera así, pues para ser vocero de su clase, de su estamento, el representante debe verse libre de cualquier presión que pudiera ejercerse sobre él. Entre nosotros así lo entendió la Soberana Asamblea del Año XIII, que a poco de comenzar sus funciones dispuso que sus miembros serían “inviolables”, es decir -lo aclaró ella misma- que no podrían “ser aprehendidos ni juzgados sino en los casos y términos que la misma Soberana Corporación determinará”. Que los legisladores estén libres de presiones -hasta de la que podría ejercerse por medio de una justicia adicta-, es una prueba palmaria de que les corresponde actuar con total libertad. Las comunidades a través de los siglos así lo han dispuesto, y así lo han entendido los autores de todas las constituciones. Si una ley resultara mala, perjudicial para la comunidad, los legisladores podrían argüir que la hicieron así por estar sometidos a presiones. Sería inadmisible. La sociedad no quiere eso. Y así es que para evitar que quienes legislarán pudieran ser presionados, “gozarán de completa inmunidad en sus personas desde el día de su elección hasta que cesen en sus funciones”, como dice el artículo 59 de la Constitución, aunque,- por ciertos casos desgraciadamente ocurridos -, estos fueros resulten antipáticos a buena parte de la ciudadanía. De lo expuesto surge la amplia libertad que las constituciones han buscado dar a sus legisladores. ¿Es entonces ésta una libertad total, absoluta? Debe interpretarse que no, puesto que los legisladores son representantes del pueblo, por lo tanto su actuación debe responder a las directivas que sus mandantes les señalaren al elegirlos para el cargo. Ahora-desde que la Legislatura de mi provincia Tucumán, se ha reducido a una sola cámara-, empleamos el término legislador, adjetivo que utilizamos como sustantivo y que sólo indica cuál es su función. La de legislar. Antes se usaba el término más expresivo de diputado, participio pasivo del ya casi olvidado verbo diputar con el claro sentido de señalar o elegir a alguien para que cumpla una determinada función, una tarea que se le encomienda, una misión. Se entiende que el que haya sido diputado por el pueblo para ejercer su representación estará moralmente obligado a guardar fidelidad a las promesas que hiciera a la ciudadanía antes de ser electo, es decir a cumplir con obediencia, con sumisión, con disciplina, los proyectos que sirvieran de programas. Aquel que hubiese prometido actuar con dignidad, por disciplina deberá cumplir su palabra y proceder como lo prometió: en forma digna.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Julio 14, 2017


 

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